Muchos adventistas norteamericanos actúan como si vivieran en un país totalmente cristianizado. Eso es una gran equivocación. Sólo el diez por ciento de la población de los Estados Unidos está constituido por “cristianos bíblicos”.[1] El porcentaje de los que todavía no han sido alcanzados es aún mayor en el Canadá. Y muchos países del mundo enfrentan el mismo desafío. Nuestro mensaje debe penetrar en las masas urbanas, que han sido descuidadas por muchos años a lo largo de la historia.

Casi todos los ministros adventistas del siglo XIX eran evangelistas y fundadores de iglesias. Ése fue el secreto de su éxito. Si los pastores adventistas de hoy siguieran los pasos de sus colegas del siglo XIX, y fundaran nuevas iglesias en la misma proporción en que ellos lo hacían, estarían fundando en promedio dos iglesias nuevas por año. En números reales, los adventistas del siglo XIX fundaron más iglesias anualmente que sus hermanos norteamericanos durante la primera mitad de la década del 90.

De 1870 en adelante nuestros pioneros fundaron en promedio 42 iglesias cada año; de 1990 en adelante el promedio fue de 27 por año. En esos mismos años de la década de 1870, se necesitaban dos pastores para fundar una iglesia cada año, pero en 1990 se necesitaron 122 pastores para llevar a cabo la misma tarea.

Algo tiene que cambiar, y pronto.

¿Cómo lograron establecer tantas iglesias los pastores del siglo XIX? La respuesta es sencilla. Ninguno de ellos servía como pastor local en alguna iglesia. A todas las congregaciones se les enseñó a cuidar de sí mismas, dejando libres a los pastores para evangelizar y penetrar en nuevos territorios. Eso formaba parte de un plan misionero bien organizado y bien dirigido. En cambio, hoy la mayoría de nuestros pastores están asignados a iglesias establecidas.

Una peligrosa dependencia

El sistema del diezmo, que caracteriza al adventismo, se instituyó para apoyar el plan de fundar nuevas iglesias. Si tomamos en cuenta que ningún pastor servía a una iglesia local, todos los diezmos se enviaban al campo para apoyar el plan de fundar nuevas iglesias. Ese modelo le sirvió muy bien a la Iglesia Adventista durante todo el siglo XIX.

A comienzos del siglo XX el adventismo norteamericano empezó a copiar el modelo popular protestante de poner pastores para atender una iglesia; se los puso a pastorear las iglesias más grandes, y después del fallecimiento de Elena de White se los destinó a una sola iglesia, sin tomar en cuenta su tamaño.

El pastor A. G. Daniells, presidente de la Asociación General, y la Sra. Elena de White se opusieron vigorosamente a esa práctica. El argumento de la Hna. White se basaba en dos principios: la necesidad de la cosecha y la salud de la congregación local. Percibió que las iglesias que dependían de un pastor para su supervivencia se volvían débiles y laodicenses. En contraste, las iglesias que no vivían en esa dependencia eran fuertes y vibrantes. Fue enfática al dar su opinión bajo la inspiración divina: “No se debería extender un llamado para poner pastores en nuestras iglesias, sino que deberíamos dejar que el poder vivo de la verdad impresione a los miembros para que actúen individualmente, induciéndolos a trabajar con dedicación y eficacia en favor de la obra misionera en cada localidad. Bajo la dirección de Dios, se debe educar y entrenar a la iglesia para llevar a cabo un servicio eficiente. Sus miembros deben ser los obreros cristianos dedicados al Señor”.[2]

“Si se diera la instrucción adecuada, si se siguieran los métodos debidos, cada miembro de iglesia haría su obra como miembro del cuerpo. Haría obra misionera cristiana. Pero las iglesias se están muriendo, y necesitan un pastor que les predique.

“Debe enseñárseles a traer un diezmo fiel a Dios, para que él las fortalezca y bendiga… Debe enseñárseles que a menos que puedan permanecer por sí mismos sin pastor, necesitan ser convertidos de nuevo, y bautizarse de nuevo. Necesitan nacer de nuevo”.[3]

H. M. S. Richards (el fundador de La Voz de la Profecía), al escribir en 1950, dijo que cuando se inició en el ministerio, él y sus colegas consideraban decadentes las iglesias que se acostumbraban a depender de los pastores.[4] Después del fallecimiento de Elena de White comenzó a ganar terreno en América del Norte la tendencia a nombrar pastores para servir a las iglesias. Mientras más pastores estaban al servicio de las iglesias, más débiles se volvían éstas, hasta que, finalmente, la mentalidad misionera casi desapareció y la responsabilidad del pastor pasó a ser el cuidado de los creyentes, con el fin de reanimarlos y devolverles el concepto de la misión. Hoy es casi imposible que un pastor satisfaga todas las necesidades de las numerosas congregaciones que están bajo su cuidado. El resultado de esto es que toda iglesia, grande o pequeña, quiere tener su propio pastor para recibir el alimento que necesita, y mientras tanto la misión de Cristo queda sin terminar.

Como lo señaló Roland Alien: “Mientras más dependientes sean las iglesias, más débiles serán, más sin vida, más inertes… Nada debilita más que el hábito de depender de otros para hacer las cosas que nosotros mismos podemos hacer”.[5]

Un nuevo comienzo

Es tiempo, por lo tanto, de que volvamos al papel de los pastores en armonía con la herencia adventista. Ese papel debe darle prioridad a la misión. Al dirigir las iglesias, el pastor no se debe olvidar, de ningún modo, que su tarea consiste en entrenar y capacitar a los santos (Efe. 4:11, 12). Pero debemos recordar también que ese papel se desempeña mejor cuando la iglesia cuenta con más de 150 miembros, porque entonces resulta indispensable que haya una persona que actúe como coordinador y entrenador. Cuando las iglesias tienen menos de 150 miembros, la presencia del pastor tiende a formar congregaciones dependientes y débiles, y santos esqueléticos.

¿Quiere decir que habría que cerrar las iglesias de menos de 150 miembros? Por supuesto que no. Muchas de ellas pueden ser vibrantes centros de nutrición espiritual para el pueblo de Dios, y de promoción de su reino. En lugar de cerrarlas hay que enseñarles a cuidar de sí mismas, a semejanza de las iglesias pequeñas del adventismo primitivo. ¿Deberían quedar completamente libres de toda atención pastoral? Tampoco. Se debe nombrar a un pastor que sirva como entrenador para que atienda un distrito compuesto por varias de estas iglesias menores.

De acuerdo con Elena de White, esto es saludable para las congregaciones. Y la misma escatología adventista apunta a un momento cuando, durante la crisis final, las iglesias no tendrán pastores y deberán existir por sí mismas. ¿Por qué no ahora?

En enero de 1999 presenté estos conceptos a un grupo de laicos y pastores de una asociación norteamericana con menos de cinco mil miembros. Con la presencia del diez por ciento de ellos, el grupo aceptó con entusiasmo la idea, y le pidió libertad de acción a los dirigentes del campo. En esa asociación había sólo dos o tres iglesias con más de 150 miembros. Creo que los hermanos seguirán de buen grado el consejo de la Sra. White cuando verdaderamente lo comprendan.

Una radical sugerencia

Todo esto puede ser visto como una sugerencia radical. En realidad, es un regreso a nuestras raíces misioneras. Algunos se pueden sorprender y no aceptar que los pastores pasen a dirigir distritos con diez, quince o veinte congregaciones. Les puedo garantizar que dirigir veinte congregaciones menores puede inclusive ser más fácil que conducir dos o tres iglesias grandes. Cuando un pastor tiene sólo cinco iglesias, cada una de ellas espera pasivamente que él haga todo. Pero cuando veinte congregaciones están bajo la conducción de un solo pastor, todas reconocen que es imposible depender totalmente de él. Por lo tanto, los miembros estarán más dispuestos a aceptar el papel indicado por Dios. Ciertamente el pastor necesitaría tener soberbias habilidades administrativas, pues terminaría actuando no como un pastor, sino como el presidente de un pequeño campo.

Si tomamos en serio nuestra misión, debemos derivar nuestros recursos hacia las pequeñas iglesias que raramente crecen. Lo que sugiero aquí lo explico con más detalles en mis libros,[6] y esto es sólo una sugerencia. Me imagino que puede haber otras sugerencias igualmente válidas y dignas de consideración.

Pero no importa en qué dirección se mueva nuestra iglesia, debemos regresar a nuestra herencia, y de una vez por todas, para que podamos cumplir nuestra misión. Ya es tiempo de que la misión sea el motivo impelente de todas nuestras iglesias.

Sobre el autor: Doctor en Ministerio, director del Instituto de Evangelización de la División Norteamericana y del departamento de Ministerio Cristiano de la Universidad Andrews, Estados Unidos.


Referencias:

[1] George Dama, The Index of Leading Spiritual Indicators [El índice de los principales indicadores espirituales] (Dallas, Texas, Word, 1996), pp. 124- 128.

[2] “The Work in Greater New York”, Atlantic Union Gleaner [“La obra en el gran Nueva York”, El recolector de la Unión del Atlántico] (8 de enero de 1902).

[3] Elena de White, El evangelismo (Buenos Aires, Asociación Casa Editora Sudamericana, 1975), p. 280.

[4] H. M. S. Richards, Feed My Sheep [Alimenta mis ovejas] (Hagerstown, Maryland, Review and Herald Publishing Association, 1958), p. 156.

[5] Rolland Alien, The Spontaneous Expansion of the Church [La espontánea expansión de la iglesia) (Grand Rapids, Michigan, Eerdmans, 1962), p. 35.

[6] Véase Revolution in the Church [Revolución en la iglesia] y Radical Disciples for Revolutionary Churches [Discípulos radicales para iglesias revolucionarias].