En abril de 2016, un informe estadístico de la sede mundial de la Iglesia Adventista del Séptimo Día señaló la realidad de que cada 3,2 horas se abre una nueva congregación en el mundo; un récord histórico para la denominación. Solamente en Sudamérica, fueron plantadas más de 1.200 congregaciones en los últimos 12 meses, un número realmente significativo.

 El propósito de establecer nuevas congregaciones ha sido ampliamente difundido en el contexto evangélico. Peter Wagner, recientemente fallecido a los 86 años, quien fue una de las voces más influyentes del movimiento de crecimiento de iglesia, afirmó que “el [único] método evangelizador más eficaz debajo del cielo es plantar iglesias” (Plantar iglesias para la gran cosecha, pp. 13, 14). Ampliando la discusión, Craig Ott y Gene Wilson destacan en Plantación global de iglesias el hecho de que, lamentablemente, la práctica y la teología de la misión se han distanciado. Sin embargo, “si la iglesia ocupa el centro de la misión de Dios, la plantación de iglesias debe ser igualmente central en esa misión” (p. 17).

Más que estar inmerso en un movimiento que propaga la multiplicación de congregaciones, en el contexto adventista, cuando un pastor se involucra en el proceso de plantar iglesias se reencuentra, de hecho, con un paradigma histórico de ministerio pastoral. En esencia, hasta el inicio del siglo XX, la característica número uno de los pastores de la denominación era el compromiso con la plantación de iglesias.

 Jaime White, uno de los fundadores de la Iglesia Adventista, escribió, en 1862, que pastores incapaces de plantar iglesias y preparar a los miembros para sostenerlas tenían “las mejores razones para concluir que habían cometido una triste equivocación”, al pensar que habían sido llamados para el ministerio (Review and Herald, 15 de abril de 1862). Por su parte, Elena de White, a lo largo de su vida, mantuvo la idea de que los ministros debían plantar iglesias, capacitar a los miembros para el pastorado mutuo y para el evangelismo, y que debían conquistar lugares todavía no alcanzados. Para ella, “los ministros que rondan las iglesias, predicándoles a aquellos que conocen la verdad, harían mejor si fuesen a lugares que todavía están en tinieblas. A menos que hagan eso, ellos y sus congregaciones se harán insignificantes” (Review and Herald, 9 de febrero de 1905) 

Tal comprensión fue determinante para garantizar un amplio crecimiento entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del siglo XX. En 1912, Arthur G. Daniells, expresidente mundial de la iglesia, al evaluar el avance de la denominación hasta aquel momento, consideraba que mientras los ministros se mantuvieran dispuestos a plantar iglesias y los miembros estuvieran capacitados para conducir a la congregación plantada, el adventismo avanzaría.

A pesar de esa clara visión en relación con la multiplicación de iglesias, a lo largo del tiempo el énfasis en la plantación de nuevas congregaciones acabó diluyéndose, y muchos dejaron de ser intencionales en sus esfuerzos de expansión. Posiblemente, los movimientos de crecimiento y plantación de iglesias que surgieron a partir de la segunda mitad del siglo XX hayan promovido una nueva dinámica, que en nuestros días resulta en una gran ola de implantación de nuevas comunidades.

El entusiasmo con tal hecho, sin embargo, no debe sustituir a la cautela, en su proceso. Antes que nada, el pastor–plantador de iglesias (una redundancia didáctica) debe priorizar su crecimiento espiritual. El perfil emprendedor que se espera que tenga un plantador de iglesias debe caminar junto con su santidad. Y necesitamos ser honestos: los resultados numéricos no siempre son directamente proporcionales a la consagración de los obreros que los alcanzan.

 Además de esto, el ministro necesita estar basado en una teología sólida, que dirigirá no solamente el mensaje que va a predicar a las personas, sino también la forma en que la iglesia será organizada. Lejos de seguir modismos, la plantación de iglesias necesita estar en consonancia con una eclesiología saludable y bíblica.

 Por último, pero no menos importante, el pastor debe ser un ejemplo de vida misionera. Debe seguir el ejemplo de Cristo: “El Salvador trataba con los hombres como quien deseaba hacerles bien. Les mostraba simpatía, atendía a sus necesidades y se ganaba su confianza. Entonces les decía: ‘Seguidme’ (El ministerio de curación, p. 102).

La espiritualidad genuina, una teología saludable y un espíritu misionero, catalizados por el poder del Espíritu Santo, harán que el éxito acompañe el desafío de plantar iglesias. Para los que están dispuestos a involucrarse en esa tarea, ¡buena cosecha!

Sobre el autor: Editor de Ministerio Adventista, edición en portugués.