Con toda honestidad, durante mis dos primeros años en la iglesia, creí que los adventistas estaban tan cercanos a la perfección cristiana que prácticamente la mitad de ellos estaban listos para la traslación.

Hay una cantidad de cosas acerca de los Adventistas del Séptimo Día que nadie me dijo.

El asunto fue traído a colación con todo el tacto que un ministro debe tener al discutir puntos sensibles. Pero el mensaje llegó claro y sonoro: tú no has sido fiel en el diezmo desde que fuiste bautizado.

– ¿Qué quiere decir con esto? -argumenté defensivamente-, he estado dando más del 10% desde antes de ser bautizado.

-Bueno David, puede ser que así sea, y por favor no te sientas como que te estoy acusando de ser mentiroso, pero el tesorero de mi iglesia no me ha informado de ninguna ofrenda de tu parte.

Nunca nadie me había dicho que el tesorero de la iglesia llevaba los registros de cada uno de los miembros, y menos todavía que también le enviaba copias al pastor.

-Bueno -dije-, como no detallo la declaración de mis impuestos, no necesito ningún recibo. Yo doy mis diezmos en efectivo cada domingo, quiero decir, sábado.

El, entonces, me dijo que mi dinero en efectivo, que era entregado sin sobre, había estado engrosando el presupuesto de la iglesia o quizás otros fondos diferentes. Nunca me habían dicho eso antes.

– ¿Hay algún problema en hacerlo así? -pregunté-. El Señor sabe que diezmo.

Para mí era suficiente que yo lo supiera, pero no para la asociación y el tesorero de la iglesia.

Luego fue mi novia. Estábamos comprometidos, pero la boda distaba aún unos diez meses cuando ella vino conmigo a mi iglesia por primera vez. Por coincidencia fue un sábado en que se celebraba la Cena del Señor. Ninguno de nosotros jamás había tomado parte en el servicio del lavamiento de los pies. Cuando nos volvimos a reunir para compartir el pan y el jugo de uva, me di cuenta de que algo no andaba bien. Luego del culto ella me lo explicó.

-Esa señora anciana del vestido floreado color rosa me preguntó si quería ser su compañera. Mientras estaba lavando mis pies observó mi anillo de compromiso. Me pregunto por qué. lo llevaba y le respondí. Entonces ella dijo que los adventistas no aprobaban el uso de anillos de boda o algún otro tipo de joyas. Pero eso no es cierto, ¿verdad?

Nunca nadie me había dicho eso antes.

Se lo pregunté al pastor la siguiente vez que nos encontramos para nuestro estudio bíblico, ya que en sólo dos semanas iba a ser bautizado.

-Creo que sería bueno que estudiáramos ese aspecto -me dijo-. Entendemos que la Biblia dice que debemos abstenernos de utilizar ornamentación exterior. . . Y luego me lo mostró con los textos de la Escritura.

– ¿Y qué de mi anillo de promoción? – pregunté.

Aquel anillo era lo más preciado que poseía. Yo era el primer miembro de mi familia en ir a la universidad, y también en graduarme. Había trabajado horas extras para poder conseguir suficiente dinero adicional como para poder comprar aquel anillo.

– ¿Y qué acerca de esto otro? -pregunté-, mientras sacaba una pequeña cruz por el cuello abierto de mi camisa. Compré este pequeño crucifijo un día después de convertirme al cristianismo y desde aquel día lo he usado siempre, me ayuda a recordar que soy un cristiano.

-Lo siento David, no puedo bautizarte si tú insistes en usar el anillo y la cadena con el crucifijo.

¡Y estábamos a sólo dos semanas del día de mi bautismo! Él nunca me había dicho eso antes.

Así que fui bautizado. Mi novia estuvo allí.

Estábamos planificando casarnos en la iglesia de la universidad donde nos conocimos por primera vez, y mientras decidíamos dónde y cuándo, nos dimos cuenta de que no habíamos resuelto aún quién oficiaría. “Ese predicador de mi nueva iglesia parece un buen hombre, pidámosle a él que realice la ceremonia”.

Pude adivinar que algo andaba mal en el mismo momento que se lo pregunté. Por la expresión que puso usted hubiera pensado que por lo menos le habían matado a la madre. Le llevo varias oraciones compuestas poder decirlo, pero finalmente comprendí lo que dijo: ¡no!

– ¿Y por qué no?

– Bueno, es que nosotros los Adventistas del Séptimo Día creemos en el matrimonio cristiano.

– ¡Pero ella es más cristiana que yo! -respondí.

– Bueno, eso puede ser cierto, pero no es adventista.

– ¡Espere un momento! ¿Lo estoy entendiendo bien? ¿Usted quiere decir que no nos casa porque ella no es Adventista del Séptimo Día?

La incredulidad me embargaba. Esta vez tuvo que utilizar varias frases más para poder explicarlo.

– ¿Por qué usted no me dijo esto antes de bautizarme? -clamé-. Usted sabía lo que era ella para mí, y también sabía que estábamos comprometidos.

No recuerdo cuál fue su respuesta; sólo recuerdo que me fui a mi casa deprimido. No trabajé al siguiente día; di parte de enfermo. Y realmente lo estaba.

-Tú me has estado tomando el pelo -me dijo mi novia, cuando reuní el suficiente valor para decírselo-. ¡Pensaba que sólo los menonitas creían esto!

-Los mormones también -dije-, no olvides a los mormones.

Aquello ocurrió varios días antes de que hablase nuevamente con el pastor.

– ¿Qué es lo que ocurrirá -le pregunté-, si es que seguimos adelante y nos casamos? Quiero decir, si es que logramos que el pastor de ella nos case. ¿Acaso me borrarán de la iglesia?

Ser borrado. Ya habíamos estudiado todo eso: cómo puede usted ser expulsado de la iglesia si lo pescan bebiendo, tomando drogas, yendo a la cama con quien no se ha casado, o trabajando en sábado…

-No, tú no serás desfraternizado si es que te casas fuera de la iglesia (suspiré aliviado), pero (sabía que debía haber algún “pero”) si sigues adelante con tus planes y te casas con ella los hermanos no lo verán con agrado.

Pero a esta altura mi novia se estaba sintiendo muy negativa con esta iglesia tan extraña en la cual yo me encontraba enredado ahora. Pero me acompañó al congreso regional, y asistió a la mayoría de las reuniones de esa semana. También habló con varios pastores adventistas, pero, cuando llegó el momento de tomar una decisión, determinó que tanto yo como el Señor pedíamos demasiado.

Rompí el compromiso.

Nuestras dos familias se indignaron enormemente conmigo por toda esa situación, pero mi nueva iglesia se portó maravillosamente. Volcaron su amor sobre mí mientras intentaba olvidar a mi “ex”. Tuve varias abuelas adoptivas, como yo las llamaba, apreciadas hermanas de la iglesia, las que parecían convencidas de que la mejor manera de olvidar un amor perdido era llegar a ser nuevamente parte de una familia. No hubo, a partir de aquel momento, un solo sábado en el que no tuviese alguna invitación para almorzar.

Con toda honestidad, durante mis dos primeros años en la iglesia, creí que los adventistas estaban tan cercanos a la perfección cristiana que prácticamente la mitad de ellos estaban listos para la traslación.

Fui despertando de mi bienaventurada ignorancia cuando me trasladé varios centenares de kilómetros hacia una gran “colonia” (en palabras de Elena G. de White) de adventistas.

De inmediato comencé a visitar cada una de las diferentes iglesias adventistas vecinas con el propósito de decidir de cuál de todas sería miembro. La primera que visité se encontraba en una pelea abierta acerca de su pastor; la iglesia se había polarizado en dos bandos hostiles. En otra me sentí abrumado con símbolos evidentes de riqueza: ropas de última moda de marcas famosas, relojes carísimos, joyas y automóviles de lujo. ¡Hubiera visto la playa de estacionamiento! Cualquier vendedor de automóviles usados podría haber sentido envidia de la selección que se exponía allí cada sábado de mañana. Se notaba definidamente cuáles eran los más nuevos porque sus propietarios parecían haber olvidado quitar las etiquetas con los precios de la ventanilla lateral.

Dijo una vez Kahlil Gibran que el dolor viene sólo cuando alguien o algo a quien se ama traiciona ese amor. Yo sentía dolor.

Fueron los jóvenes adventistas los que realmente agitaron mi interior. Sus jeans, así como sus autos deportivos eran tan sólo la punta de su iceberg. Intenté enrolarme en un grupo juvenil que se reunía los viernes de noche supervisado por una iglesia, pero nunca vi una apatía espiritual como la de ellos, ni aun en la iglesia “mundana” de la cual yo provenía. Los pocos jóvenes que asistían siempre llegaban retrasados. Podía ver a algunos de ellos permanecer sentados en sus vehículos antes de entrar. Otros caminaban con una mirada glacial y un aire enajenado.

Había unos pocos con los cuales se podía hablar, unos pocos que se abrían si se los escuchaba. Por todo lo que les escuché decir -y tenía que escucharlos con un tercer oído pues había que prestar más atención al mensaje que al significado literal de sus palabras – comprendí que muchos jóvenes adventistas estaban intentando encontrar a Dios -realmente lo intentaban-, pero sus fracasos habían excedido por mucho a sus victorias en el ambiente en que se encontraban.

-He hecho todo lo que conozco -me dijo uno de ellos-. He orado un millón de oraciones, pero nunca pasa nada. Leo mi Biblia y me aburre. He preguntado, a todos los que yo pensaba que tenían una relación viviente con Jesús, cómo podía encontrarlo, pero todo lo que escuché fueron las mismas palabras vacías que ya había escuchado centenares de veces. No voy a continuar con mis esfuerzos e intentos para siempre. Hay un límite y pienso que lo estoy alcanzando.

-Nadie en mi iglesia conoce a Dios -me dijo otro-. Cada sábado se parece a un desfile de modelos en el que cada uno intenta demostrarle a los demás cuán santo es.

Hay una cantidad de cosas acerca de los Adventistas del Séptimo Día que nadie me dijo. Hay días en los cuales me encuentro verdaderamente desanimado, pero sé que no estoy solo en esa situación. Como alguien dijo: “Dios, que es el más libre de todos los seres del universo, soporta el mayor dolor”. Pero está el otro lado de la moneda: se llama desaliento. He descubierto que sólo podemos vencerlo por medio de una relación con Cristo. El desaliento tiene dos efectos posibles en el cristiano: o lo aleja del cuerpo de Cristo, o lo pone de rodillas.

¡Oh adventistas! ¡Cuántas veces quiso Dios juntarnos bajo sus alas, como la gallina junta a sus polluelos debajo de sus alas, pero no quisimos! Nosotros, que somos ricos y nos hemos enriquecido, no hemos sentido la necesidad de Él.

Esto tampoco nunca nadie me lo dijo.