Toda fibra del cuerpo del pastor, toda pulsación y todo momento de su tiempo le pertenecen a Dios.
Un sábado de mañana, mientras nos preparábamos para el culto, los ancianos me preguntaron cuál iba a ser el tema del sermón de ese día. “Vamos a hablar de sexo”, les respondí.
Primero se miraron unos a otros, después me miraron a mí, y se volvieron a mirar entre sí. Por fin, uno de ellos expresó su preocupación en voz alta: “No tenemos en el himnario un himno que vaya bien con ese tema”, dijo.
“Lo siento mucho -les dije-. Pero en el corazón mismo de la Biblia hay un texto que se refiere a esto”.
El problema inmediato de esos ancianos, al parecer, era encontrar un himno que congeniara con el tema. Pero su reacción ponía en evidencia, por cierto, que había algo más: era el tema mismo.
Debo admitir que tenían unas cuantas buenas razones para sentirse consternados. En primer lugar, el sermón es un acontecimiento público y solemne; pero mi tema era el sexo, un asunto sumamente íntimo.
En segundo lugar, los medios de comunicación y la sociedad en general hablan, escriben, pintan, filman, fotografían y exponen la desnudez y la sexualidad con sorprendente desvergüenza. Eso era lo que preocupaba a los ancianos; y no se trataba de que fueran mojigatos.
Adán y Eva estaban desnudos y, sin embargo, “no se avergonzaban” (Gén. 2:25). Pero hay una gran diferencia entre “no avergonzarse” del sexo (por ejemplo, en presencia de la esposa y en la privacidad del hogar) y “ser desvergonzado” al respecto.
El sexo era y sigue siendo sagrado; forma parte del corazón mismo de la actividad creadora de Dios. Un aspecto importante de su función es su capacidad virtualmente milagrosa, y dada por Dios, de reproducir la vida. Por eso, no es difícil de entender que es un insulto a la dignidad humana -y hasta a su misma identidad-, cuando este tema se trata descuidada y profanamente, y en el foro público. La pregunta que los ancianos se hacían sin pronunciarla era: “¿Será posible que este pastor que está aquí de visita se ponga a hablar ahora desenfadadamente de sexo?”
Les aseguré a los preocupados ancianos que no iba a hacer nada de eso; pero también me referí al gran riesgo que corremos al dejar que un tema tan sagrado lo traten sólo los medios de comunicación social de nuestra cultura actual; o, peor aún, que únicamente se refieran a él los ideólogos de la revista Playboy, que a propósito eliminan toda relación entre la sexualidad humana, la dignidad y Dios, el mismo que, al coronar el acto de la creación, declaró que loque había hecho era “bueno en gran manera” (Gén. 1:31).
Mientras cantábamos el último himno, el primer anciano se inclinó hacia mí, para agradecerme por haber tratado el tema “con tan buen criterio”.
En este artículo, y en los que seguirán, intentaremos referirnos a los pecados sexuales en el ministerio y, si fuere necesario, nos referiremos también a la sexualidad y al sexo.
Al hacerlo, es muy importante que hablemos con toda franqueza y claridad, pero con discreción y refinamiento. Cada aspecto del tema y cada persona implicada en adulterio o fornicación, o afectada por estas situaciones, merece nuestro amor cristiano y nuestro respeto, no importa en qué lado de “la línea de la culpabilidad” se encuentre ni cuán horrendo haya sido el pecado. Ésta es la única manera en la que Jesús desea que tratemos el tema, para evitar la hipocresía.
Definición de términos
Si consideramos que la sexualidad incluye al ser humano en su totalidad (1 Cor. 6:18), y que varias disciplinas contribuyen a nuestra comprensión del tema, será bueno que definamos algunos términos.
Libido. Una palabra que se refiere a la energía psíquica, de naturaleza predominantemente sexual. Es una fuerza motivadora, un instinto vital opuesto al instinto de muerte, según Freud. Es “la totalidad de la energía mental puesta a disposición de Eros, el instinto del amor”.[1]
Sublimar. Es la capacidad de transformar el impulso sexual, desviándolo hacia otras direcciones y formas de expresión superiores, que no generen sentimientos de culpa. La vocación de Pablo y su preocupación por la predicación del evangelio consumían todas las energías de su ser (1 Cor. 7:7). Las artes, las tareas humanitarias, la devoción monástica y la atención de las necesidades de un familiar han demostrado su capacidad de sublimar el impulso sexual en personas perfectamente normales y saludables.
La otra se refiere a la mujer implicada en los delitos de adulterio y fornicación.
El otro es el esposo de la otra.
La ideología Playboy. Un concepto de la sexualidad que se caracteriza por lo siguiente: a) la idea de que la sexualidad es una función físico-psicológica del organismo, que tiene poco que ver con los demás aspectos de la vida humana; b) la insistencia en que el acto sexual es la única manera de darle expresión a la propia sexualidad; c) la idea de que, cuando se limita la actividad sexual, se está impidiendo el normal desarrollo de la personalidad; y (d) la idea de que la mujer es un mero objeto sexual útil para la satisfacción de las necesidades y las fantasías sexuales masculinas.
Las partes afectadas. Las partes afectadas por los casos de adulterio son: Dios, los miembros de las familias, la iglesia y la comunidad.
Funciones pastorales
Para comenzar, al tratar de comprender el concepto bíblico del ministerio, y teniendo a la sexualidad como telón de fondo, abordaremos el tema desde dos ángulos distintos. En primer lugar, analizaremos algunas ideas, bíblicas relativas a la identidad pastor. Después, examinaremos los papeles y las funciones inherentes a esa identidad, requeridas hoy por el concepto bíblico del ministerio.
Las Escrituras usan varias imágenes para referirse al pastor; cada una de ellas define de manera especial al ministerio y su responsabilidad. Nos referiremos a algunas de ellas.
Pastor. En toda la Biblia, Dios usa la imagen del pastor para comunicar su idea de cómo debe ser un líder de su pueblo. En un momento de frustración a causa de las influencias corruptoras de los sacerdotes y los reyes de Israel y de Judá, Dios prometió que vendría un Pastor de acuerdo con su propio corazón (Isa. 40:11; Jer. 3:15; 31:10).
Jesús cumplió estas palabras proféticas cuando se presentó a sí mismo como el Pastor de las ovejas (Juan 10:1-18). El buen pastor no compite con las ovejas, ni las consiente tampoco. Respeta su condición de ovejas (vers. 3, 4). Si necesitan cuidados no es porque sean inferiores, sino porque son ovejas. Si las guía, las alimenta y les da agua, si son vulnerables y necesitan protección ante los depredadores, si se pierden y no pueden encontrar el camino de regreso, todo eso ocurre porque son ovejas auténticas y normales.
Las ovejas tienen derecho a estos servicios mientras sean de su propiedad, y el Pastor no puede soportar la idea de abandonarlas en manos de un ladrón o de un carnicero (vers. 5-10). Entre el Pastor y sus ovejas media la atracción magnética de un amor y una confianza sin límites, en lugar del control burocrático, la manipulación explotadora y hasta la coerción sádica (Eze. 34:1-31). El Buen Pastor ama lo suficiente a sus ovejas como para dar su vida por ellas (Juan 10:11, 17, 18); y ellas lo saben muy bien (vers. 5). Se enfatiza el hecho de que el Pastor encuentra su propia identidad en la de sus ovejas: él es el “Hombre-oveja”.
El apóstol Pedro insta a los dirigentes de la iglesia a considerarse a sí mismos subpastores; es decir, pastores que tienen un Pastor que está por encima de ellos. Jesús es el Modelo que deben imitar (1 Ped. 5:2-4). Aunque ellos mismos necesitan el ministerio pastoral de Jesús, se los invita a cultivar cualidades pastorales al tratar a sus ovejas. No deben servirse a sí mismos a expensas de ellas, ni deberían considerar su función como un empleo o una manera de ganarse la vida. El rebaño del Señor merece el beneficio de un ministerio de la más alta calidad; algo que los asalariados no pueden brindar.[2]
Sacerdote. La imagen del sacerdote se refiere a un ser humano muy especial: un ser santo. La palabra hebrea que corresponde a “santo” es qds, y significa “separado”, “cortado”. Imaginemos la reverencia que se debe de haber apoderado de Aarón y de sus hijos mientras Moisés cumplía las órdenes del Señor al ungirlos. El lavamiento, las vestiduras sagradas, el efod, el Urim y el Tumim, el turbante, la santa corona de oro, la lámina de oro con la inscripción “Santidad a Jehová”, los sacrificios (Lev. 8:1-36); ¡Cómo debe haber invadido a Aarón esta nueva identidad, qds, mientras su ego se disipaba! ¡Cómo le habrán temblado las manos y la voz al dar los primeros pasos en este asombroso ministerio en favor del pueblo de Dios, en el tabernáculo!
El pastor y su función en la iglesia no se pueden equiparar totalmente con el sacerdote del Antiguo Testamento; pero las instrucciones de Pablo a Timoteo y Tito con respecto a las elevadas cualidades del ministro cristiano no se alejan mucho de las del sacerdote del Antiguo Testamento (1 Tim. 4:11-13; 6:11, 12).
“Porque es necesario que el obispo sea irreprensible, como administrador de Dios; no soberbio, no iracundo, no dado al vino, no pendenciero, no codicioso de ganancias deshonestas, sino hospedador, amante de lo bueno, sobrio, justo, santo, dueño de sí mismo, retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen” (Tito 1:7, 8).
Maestro. Los sacerdotes y los dirigentes bíblicos se consideraban maestros (Lev. 10:10, 11). Se sometían a un entrenamiento riguroso, y llegaban a ser versados en el conocimiento de la verdad, en su comunicación y en la formación de las vidas del pueblo de Dios (Deut. 17:8-13). Cuando hablaban, enseñaban con una autoridad de expertos. Sus enseñanzas podían ser correctas o erróneas; de todos modos, ellos ejercían una gran influencia sobre la manera de pensar de sus oyentes.
Jesús mismo aceptó el importante título de Rabí (Juan 13:13), y la gente podía depender de él para su protección de la ignorancia y del engaño. Pablo pretendía que los ministros tuvieran la capacidad de enseñar (2 Tim. 2:24), y a menudo los instaba a instruir en la buena doctrina a los que estaban bajo su cuidado (Rom. 4:11; 2 Tim. 2:2; 4:5; Tito 1:9).
Profeta. Los profetas eran individuos llamados para hablar ante la gente y en nombre de Dios. La elección para el cargo profético aparentemente no se basaba ni en el sexo, ni en la raza, ni en el nivel socioeconómico o de educación del elegido. El profeta bíblico tenía la sensación de haber sido “tomado” (Amós 7:15), o sorprendido por Dios, casi como si el Señor lo hubiera “secuestrado”. A Jeremías lo “reclutaron” en medio de una larga discusión (Jer. 1:4-10); y Moisés sólo aceptó después de mucha persuasión (Éxo. 3.1-4:17). Ninguno de los llamados para desempeñar esta tarea lo hizo de buena gana.
El profeta era consciente de que ese llamado era un temible privilegio, una tarea irresistible y un fardo pesado (Jer. 20:7- 12). Cuando los profetas hablaban, Dios hablaba por medio de ellos (Éxo. 4:14-17).
Los ministros del evangelio comparten en gran medida esta condición. Como los profetas de antaño, son atalayas apostados en los muros de Sion (Isa. 62:6; 1 Ped. 5:2), son soldados que libran las batallas del Señor (2 Tim. 2:3) y son hombres de Dios plenamente consagrados a él (2 Rey. 4:8-17; 1 Tim. 6:11).
Antecedentes bíblicos
Dios conduce a su pueblo. El que conoce nuestra naturaleza humana, el que comprende el contexto en el que vivimos, el que prevé los peligros que enfrentamos, llama a gente para confiarle ciertas tareas y asignarle distintos deberes. La imagen del pastor se refiere a alguien que sabe conducir, que conoce el camino y que es capaz de inspirar a los demás para que lo sigan (Sal. 23).
Esto nos lleva a la increíble oportunidad que tiene el pastor de cuidar y proteger a la totalidad de la persona. Es alguien que participa en todos los eventos importantes de la vida de un miembro de iglesia; escucha confesiones sumamente confidenciales; tiene acceso a las escenas más horribles, y también a las más hermosas; escucha las peores y las mejores palabras; participa en los secretos más aberrantes y en los más encantadores. Ésta es la tarea del pastor: es un hombre (o una mujer) de iglesia en el más alto sentido de la expresión. Sabe lo que tiene que hacer tanto con la basura como con los tesoros que se le confían. Por eso, la gente sabe que se puede desnudar moralmente delante del pastor, como no lo puede hacer delante de ningún otro profesional.
Se puede llamar al pastor a cualquier hora del día o de la noche para atender cualquier necesidad: una crisis física o mental, un problema económico y hasta situaciones de índole sexual. Incluso si la persona necesita del auxilio de un profesional de la medicina, de la policía o los bomberos, siempre es, en cierto modo, más fácil y más reconfortante llamar al pastor también. Por eso veremos en los próximos artículos por qué cuando la confianza que se deposita en el pastor, por alguna razón, se disipa, las consecuencias suelen ser devastadoras.
El papel de sacerdote se refiere a la proyección de una imagen de verdadera santidad, de la más elevada forma de virtud. Pablo instó a Timoteo a ser un “ejemplo [para los] creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza” (1 Tim. 4:12). El concepto bíblico de santidad se debe vislumbrar en el estilo de vida del pastor.
Este estilo de vida abarca aspectos tales como una verdadera pasión por la justicia y la verdad, unida a una conducta ética y responsable. “Esto implica reflexionar en lo que hacemos, la visión cristiana y moral que tenemos de lo que somos. La justicia es la expresión cristiana de la santidad unida a una visión que comprende una perspectiva moral”.[3]
Los miembros de la iglesia necesitan a estas personas para que sean intercesores y reconciliadoras entre ellos y Dios, y como mediadores entre ellos y sus vecinos. El pastor conducirá su rebaño, porque sus ovejas lo siguen. Pero, a menos que sea un verdadero ejemplo de dedicación a la santidad y a la virtud, muy fácilmente puede llevar a sus ovejas por el mal camino.
Como maestro, el pastor influye sobre los procesos mentales de su rebaño. Es difícil que sus ovejas sepan cuánto sabe él (o cuánto no sabe), ni cuánto practica (o no practica) lo que enseña. El poder y la autoridad originados en su habilidad le proporcionan al ministro la suficiente credibilidad como para inspirar a la gente a correr el riesgo que implica el crecimiento en la gracia y que demanda la madurez. No obstante, esa autoridad combinada con esa credibilidad puede servir de fachada pare ocultar un mal que en su momento se puede manifestar.
El papel profético del pastor es el más desafiante de todos. Supera a todas las otras características del pastor, con una diferencia adicional de capital importancia: la realidad del llamamiento divino. La vocación divina alcanza a hombres y mujeres de todos los ámbitos de la vida, y les encarga tareas sobrehumanas. Los pastores son atalayas apostados en los muros de Sion (Isa. 62:6, 7; Eze. 33:1-9).
Los pastores están ubicados de tal manera que, con una sola mirada, pueden ver lo que está dentro de los muros y lo que se encuentra fuera de ellos. Desde su lugar, pueden ver a la distancia y a su alrededor. Esta visión les permite discernir movimientos y tendencias, de manera que pueden dar la nota de alarma, hacer preparativos pare la defensa, y tomar las medidas que hagan falta a fin de que la iglesia esté segura y a salvo.
Además, es de vital importancia que los miembros del cuerpo de Cristo permanezcan en constante y clara comunicación con la Cabeza de la iglesia. En su papel de profetas, los pastores sirven como voceros de Dios. No pueden guardar silencio. Hablan cuando Dios lo considera conveniente, ya sea “a tiempo o fuera de tiempo” (2 Tim. 4:2).
Jeremías luchó con esto. “Y dije: No me acordaré más de él, ni hablaré más en su nombre; no obstante, había en mi corazón como un fuego ardiente metido en mis huesos; traté de sufrirlo, y no pude” (Jer. 20:9). Pablo exclamó: “¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1 Cor. 9:16).
¿Puede alguno de nosotros tener la más leve noción de la amplitud y la magnitud de la vocación ministerial, incluida la propia? La clase de persona que el pastor ha sido llamado a ser no es el resultado de procesos naturales. “Y me dijo Jehová: No digas: Soy un niño: porque a todo lo que te envíe irás tú, y dirás todo lo que te mande. No temas delante de ellos, porque contigo estoy para librarte, dice Jehová. Y extendió Jehová su mano y tocó mi boca, y me dijo Jehová: He aquí he puesto mis palabras en tu boca” (Jer. 1:7-9).
¿Es posible pare nuestra mente humana comprender la magnitud de la energía contenida en todos los elementos que componen la identidad de un ministro del Señor, y que convergen y se concentran en su persona? La enorme cantidad de recursos para el cuidado y la conducción que reciben los pastores, los que han sido llamados a ser “santidad a Jehová”, son abrumadores cuando se combinan con la solemnidad, la intensidad, la autoridad para enseñar, la libertad profética, y la responsabilidad de decir lo que Dios pone en el corazón y la mente de su instrumento, cuando él lo dispone y cómo él lo dispone.
Es posible que ésta no sea la manera en que generalmente los pastores se consideran a sí mismos; pero parece que es el perfil bíblico de su carácter y de su tarea. Ninguna otra profesión, ninguna otra actividad, requiere tanta inversión de parte de Dios en la mente y el corazón de un ser humano. Cada fibra del cuerpo del ministro, cada pulsación de su energía, cada momento de su tiempo le pertenecen a Dios, si su plan se ha de cumplir. El pastor es un embajador de Dios; es un hombre de Dios.
Pero esto no implica el descuido de uno mismo, de su esposa, de su hogar y de su familia; muy al contrario, esto significa que el pastor se debe cultivar a sí mismo como si fuera la flor de un jardín. Se debe proteger como si se tratara de un instrumento único y de alto precio. Debe atender su cuerpo, su mente, su matrimonio, y debe satisfacer sus necesidades emocionales, sociales y espirituales.
Mientras más valioso sea el pastor para Dios y su pueblo, será un blanco tanto más apetecible para el diablo y sus trampas. Las tentaciones que le sobrevendrán tomarán, entonces, con toda seguridad, la forma de “atender” al pastor, de “satisfacer” sus necesidades, de “contribuir” a aumentar su eficiencia para llevar a cabo sus elevadas funciones. Sólo una íntima comunión con Dios, que es el Pastor del pastor, su Sacerdote, su Maestro y su Señor, sólo un poder de origen divino lo conservará seguro al servicio de Su Majestad.
Sobre el autor: Doctor en Teología. Profesor de Ética en la Facultad de Teología de la Universidad Andrews, Berrien Springs, Michigan, Estados Unidos.
Referencias:
[1] B. B. Wolman, Dictionary of Behavioral Science (Diccionario de la ciencia de la conducta) (Nueva York: Van Nostrand Reinhold Co., 1973), p 220.
[2] Elena G. de White, Testimonies for the Church (Testimonios para la iglesia) (Nampa, Idaho, Pacific Press Pub. Assn, 1995), t. 3, pp. 227, 228.
[3] James C. Fenhagen, Invitation to Holiness (Invitación a la santidad) (San Francisco, Harper and Row, 1985), p. 44.