El maestro se adelanto y no permitió que la crucifixión lo matara. Murió en la cruz pero no por la cruz.
La muerte de Jesucristo atrae la atención del mundo y del universo. La Biblia hace de ella una de las razones de su existencia. Aquel sacrificio llena bibliotecas particulares y públicas. La historia de la Cruz conforta nuestra mente y nuestro corazón. Como dijo Simeón, está destinada a ser blanco de contradicción (Luc. 2:34); fe e incredulidad, defensa y acusación, aceptación y rechazo. Aun en nuestra alma despierta dolor y alivio, arranca lágrimas y sonrisas, y nos declara culpables y absueltos.
La riqueza del significado de la muerte de Jesucristo ha captado el interés de los teólogos de todas las épocas. Los más bellos pensamientos y las más profundas preguntas son dedicados a la ofrenda del Cordero de Dios. El por qué y el para qué de la Cruz continúan incrementando el ideario de pensadores sacros y profanos. Son cuestiones básicas y de largo alcance, y que interesan a todos los cristianos.
Este ensayo tiene otro propósito: el de examinar el cómo de la muerte de Jesucristo. Como médico cristiano, quiero llegar a la causa mortis la anátomopatológica, en lugar de la teológica; antes que la moral, la física. Mi preocupación es médico forense, no religiosa. Espero que el lector tenga esto presente en la lectura y el análisis del texto.
Durante todo su ministerio, Jesús caminó hacia la muerte. Una vez tras otra, Jesús avisó a sus discípulos: “Es necesario que el Hijo del Hombre padezca muchas cosas, y sea desechado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, y que sea muerto, y resucite al tercer día” (Luc. 9:22).
Hubo algunos intentos de matarlo antes del Calvario; pero nadie pudo hacerlo, porque todavía no había llegado su hora (Juan 7:30). Jesús había marcado la hora de su muerte, y nadie ni nada la cambiaría. Ese momento estaba grabado en la profecía (Dan. 9:26, 27). La predicción esperó más de quinientos años para cumplirse. Cuando llegó el tiempo, Jesús se dejó apresar. Lo ataron y lo condujeron primero ante Anas (Juan 18:12, 13).
Es digno de señalar el episodio en el Getsemaní, cuando Jesús demuestra que es y será el Señor de las acciones. “Pero Jesús, sabiendo todas las cosas que le habían de sobrevenir, se adelantó y les dijo: ¿A quién buscáis? Le respondieron: A Jesús nazareno. Jesús les dijo: Yo soy. Y estaba también con ellos Judas, el que le entregaba. Cuando les dijo: Yo soy, retrocedieron, y cayeron a tierra” (Juan 18:4-6).
Jesús había declarado que no moriría pasivamente. “Por eso me ama el Padre, porque yo pongo mi vida, para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo de mí mismo la pongo. Tengo poder para ponerla, y tengo poder para volverla a tomar. Este mandamiento recibí de mi Padre” (Juan 10:17, 18).
Por esto, el plan de los líderes judíos de matar a Jesús por la crucifixión fue frustrado. Querían verlo colgar de una cruz, muriendo lentamente, en medio de agobiantes sufrimientos. Cada respiración exigía un coordinado y doloroso esfuerzo muscular, de los brazos y de las piernas, para erguir el cuerpo y expandir la caja torácica, forzando al aire a entrar en los pulmones.
No es de sorprenderse que los dichos de Jesús hayan sido breves mientras colgaba de la cruz. Si le hubieran quebrado las piernas, como habían sugerido los líderes judíos a Pilato, el ejercicio respiratorio se habría vuelto muy agudo e incompleto, lo que provocaría una acumulación de gas carbónico en la sangre, produciendo acidosis, sopor, coma y muerte. Jesús se anticipó a eso, para no perder el dominio de los acontecimientos.
“Mas cuando llegaron a Jesús, como le vieron ya muerto, no le quebraron las piernas” (Juan 19:33). Sacándoles ventaja a los judíos, murió cerca de la hora novena (la hora 15), cuando se ofrecía el sacrificio de la tarde. “Dando una gran voz, expiró” (Mar. 15:37). “Porque estas cosas sucedieron para que se cumpliese la Escritura: No será quebrado hueso suyo” (Juan 19:36).
Los soldados se quedaron sorprendidos. ¡No era lo que esperaban! “Pero uno de los soldados -para disipar toda duda- le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua” (Juan 19:34). Debió haber sido el lado izquierdo. Los glóbulos rojos de la sangre se sedimentan en la base de la cavidad pleural y, al derramarse por la herida de la lanza, fueron descritos como sangre. El suero sanguíneo se derramó y salió como agua.
Como la crucifixión era un comprobado método de pena de muerte, Pedro podía decir: “A éste, entregado por el determinado consejo y anticipado conocimiento de Dios, prendisteis y matasteis por manos de inicuos, crucificándole” (Hech. 2:23). ¿Cómo explicar, entonces, la sorpresa de Pilato cuando José de Arimatea le pidió el cuerpo de Jesús (Mar. 15:43, 49)?
La verdad es que Jesús se adelantó y no permitió que la crucifixión lo matara. Se deduce, de la narrativa joanina, que los crucificados no morían ese mismo día (Juan 19:31, 32). Jesús murió en la cruz, pero no por la cruz. Hizo de la cruz un altar.
“Pero no fue el lanzazo, no fue el padecimiento de la cruz, lo que causó la muerte de Jesús. Ese clamor, pronunciado con grande voz en el momento de la muerte, el raudal de sangre y agua que fluyó de su costado, declaran que murió por quebrantamiento del corazón. Su corazón fue quebrantado por la angustia mental. Fue muerto por el pecado del mundo” (El Deseado de todas las gentes, p. 716).
Juan 19:34 es el certificado de defunción de Jesús, porque expresa, si bien indirectamente, la causa mortis’. ruptura de corazón. La angustia mental puede lanzar a la sangre mucha adrenalina, con lo que la presión arterial se eleva a niveles intolerables. Jesús murió joven. Su corazón era normal, sano, perfecto. Su actividad física constante nos muestra un corazón robusto. Teniendo en cuenta esto, una crisis hipertensiva seria rompería, antes que el corazón, con mayor probabilidad las delicadas arterias cerebrales, causando hemorragia intracraneana y deceso. El corazón quedaría ileso.
La causa mortis fue ruptura de corazón, y no un accidente cardiovascular hemorrágico. ¿Cómo, entonces, se quebrantó el corazón de Jesús?
Abramos un paréntesis y hagamos suceder la muerte de Jesús en nuestros días. José de Arimatea saca el cuerpo de la cruz y contrata a una funeraria, que le plantea la siguiente exigencia: Certificado de Defunción. Ningún médico acepta la incumbencia, pues se trata de una muerte violenta. El cuerpo es llevado al Instituto de Medicina Legal para la autopsia. Juan y María, presentes, exigen que ningún hueso sea quebrado.
Se decide, entonces, que se hará un examen de resonancia nuclear magnética. Cráneo y abdomen: ausencia de señales de hemorragia. Tórax: imagen sugerente de sangre en la cavidad pleural izquierda y ruptura de corazón. El examen revela que el corazón tiene forma y dimensiones normales, y presenta una herida por la que fluyó la sangre hacia la bolsa pleural.
¿Qué o quién produjo la herida?, indaga el médico forense. Se callan todos. No hay respuesta satisfactoria. El Certificado de Defunción es labrado y declara, como causa mortis, ruptura de corazón. Agente causal: Ignorado.
Cerremos el paréntesis y volvamos al Calvario, para que pueda ser respondida la pregunta del médico forense.
Cristo ya había dicho, con todas las letras: “Nadie toma mi vida; por el contrario, yo la entrego espontáneamente”. Isaías agrega: “Por tanto, yo le daré parte con los grandes, y con los fuertes repartirá despojos; por cuanto derramó su vida hasta la muerte” (Isa. 53:12).
Levítico 17:11 y 14 nos enseña que la vida está en la sangre; por lo tanto, es la sangre la que haría expiación en virtud de la vida. Podemos leer, entonces, a Isaías que dice: “Derramó su sangre en la muerte”. El derrame de sangre habría sido un acto del propio Jesús. Ni Pilato ni los judíos; ni los clavos ni la lanza; ni la angustia ni la hipertensión derramaron la sangre de Jesús.
En Juan 1:14 leemos que el Verbo se hizo carne. El Verbo -la Palabra-, que es más cortante que espada de dos filos (Heb. 4:12), si hizo carne y, a la hora señalada, en el momento exacto, ordenó que su corazón se rompiera. Cuando Jesús clamó en voz alta: “Consumado es”; “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”, su corazón fue cortado por su Palabra. E, inclinando la cabeza, rindió su espíritu (Luc. 23:46; Juan 19:30).
Al describir a Jesucristo como Sacerdote y Víctima, la Sra. de White hace que el tipo se encuentre con el antitipo. A la hora novena, el velo del Templo se rasgó en dos, de arriba abajo; la mano del sacerdote tembló y dejó caer el cuchillo; el cordero escapó de sus manos y huyó. En verdad, el sacerdote dejó que el cuchillo cayera en las manos del Sacerdote-Dios- Hombre, que pendía de una cruz, que usó de inmediato la Palabra como cuchillo e inmoló al Cordero de Dios y lo ofreció sobre el altar -la cruz- en nuestro lugar.
Isaías describe, con la fuerza y la belleza de la poesía, el sacrificio de Cristo: “He pisado yo solo el lagar […] los pisé con mi ira, y los hollé con mi furor. Porque el día de la venganza está en mi corazón, y el año de mis redimidos ha llegado” (Isa. 63:1-6).
El papel de Cristo como Sacerdote, en la cruz, es fundamental para la comprensión de la expiación. El Santuario terrenal señalaba a Cristo, y él aceptó el doble papel de Sacerdote y de Cordero, según las Escrituras. El cumplimiento fue perfecto: “Pero Cristo [como Sacerdote], habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio [el Cordero] por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios” (Heb. 10:12). ¿Cuál fue la acción de Caifás y de los judíos, de Pilato y de los romanos? Fue la de colocar a Cristo en la cruz. La cruz cumplió la profecía y el ritual del Santuario. Solo la cruz daría a Cristo la doble condición de Sacerdote y de Cordero; otros tipos de ejecución (apedreamiento, ahorcamiento o decapitación), no.
El ritual del Santuario determinaba que, después de inmolar al cordero en el altar, el sacerdote entrara en el Santuario con la sangre de la ofrenda para hacer expiación. ¿Dónde murió el Cordero de Dios? En la cruz. ¿Quién inmoló al Cordero? Tendría que ser, obligatoriamente, un sacerdote. ¿Dónde encontrar, en la tierra, un sacerdote capaz de ofrecer al Cordero de Dios? Para ofrecer este sacrificio, el sacerdote tenía que ser el Cristo- Dios. Luego de resucitar, ¿qué hizo el Sacerdote divino? “Jesús se negó a recibir el homenaje de los suyos hasta tener la seguridad de que su sacrificio era aceptado por el Padre. Ascendió a los atrios celestiales, y de Dios mismo oyó la seguridad de que su expiación por los pecados de los hombres había sido amplia, de que por su sangre todos podían obtener vida eterna” (El Deseado de todas las gentes, p. 734). En el Santuario celestial, Jesucristo presentó su sangre al Padre, y la expiación en favor del hombre fue hecha. El ritual fue cumplido.
En las instrucciones dadas a Moisés, Dios exigió que la sangre del sacrificio fuese la expiación. La muerte por acidosis no cumplía la exigencia, por falta de sangre en especie, y del sacerdote. Lo mismo puede ser dicho de la muerte por hemorragia cerebral. En la ruptura espontánea del corazón había sangre disponible (drenada por la lanza), pero la figura del sacerdote estaría ausente. La muerte capaz de permitir el cumplimiento de las Escrituras fue la muerte en la cruz (que se transformó en altar); un sacrificio vicario auto infligido. La cruz le dio a Jesús la oportunidad de ser el Señor absoluto de las acciones, y de ser Sacerdote y Cordero al mismo tiempo. La lanza del soldado abrió el camino para que la sangre restante fuese derramada sobre la base del altar (Éxo. 29:12).
Los evangelios describen el momento final de la vida de Jesús. Mateo 27:50 registra que clamó a gran voz. Marcos 15:37 dice lo mismo. Lucas 23:46 revela cuál fue el clamor con gran voz: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”. Y Juan 19:30 declara que el gran grito fue: “Consumado es”.
Los evangelistas no sugieren que haya sido un grito de dolor. Juan se quedó todo el tiempo al pie de la cruz, y transmite la idea de una muerte sin dolor; lo que hace pensar en una herida incisa en el corazón, como la producida por un bisturí afilado. Una herida contusa, como la que se habría producido por una ruptura rasgante, de adentro hacia afuera, habría sido muy dolorosa.
Su gran grito, “Consumado es, fue su grito de victoria, de triunfo, que atravesó el espacio infinito y alcanzó el Trono de Dios, a todos los ángeles y los habitantes de otros mundos, a todos los que miraban en ese momento hacia el Calvario. El enemigo estaba vencido, y el hombre perdido había sido arrebatado de sus garras mortales. Por eso, “El Cordero que fue inmolado es digno de tomar el poder, las riquezas, la sabiduría, la fortaleza, la honra, la gloria y la alabanza” (Apoc. 5:12).
Sobre el autor: Medico cirujano, Anciano de la iglesia de Barra de Tijuca, Rio de Janeiro , Rep. del Brasil.