Los líderes que siguen a Cristo fueron llamados a una vida de humildad, servicio y sacrificio

A veces, resulta atractivo basar nuestra identidad y encontrar significado a lo que hacemos en lo que controlamos y en quienes impresionamos. Jesús también enfrentó esa tentación. Inmediatamente después de su bautismo se fue al desierto, donde lo tentó el demonio. Mateo se refiere a la naturaleza de esa tentación y a la manera en que la enfrentó el Maestro (Mat. 4:1- 11).

Según este texto, a Jesús se le ofrecieron tres oportunidades de probar su identidad.

Primeramente, debía probar que era el Hijo de Dios por medio de lo que podía hacer: transformar las piedras en panes.

En segundo lugar, se lo incitó a demostrar que era el Hijo de Dios mediante lo que podía controlar; esto es, todos los reinos del mundo.

Finalmente, la prueba de que era el Hijo de Dios se debía dar por medio de aquéllos a quienes podía impresionar, lanzándose a tierra desde el pináculo del templo, para que los ángeles vinieran a sostenerlo.

En otras palabras, se tentó a Jesús a ser importante, poderoso y popular.

Las tentaciones que enfrentan los pastores

En mi experiencia, enfrento la tentación de basar mi identidad en lo que hago; quiero ser importante y tener éxito. Esos deseos son especialmente fuertes cuando me parece que al mundo no le importa mucho lo que yo hago como pastor cristiano. Quiero hacer grandes cosas para Dios, pero ¿quién lo está viendo? ¿Quién está oyendo? ¿A quién le importa?

Aunque parezca raro, se me ocurre que se me critica más de lo que se me alaba por lo que hago. Siento que los que me rodean dicen: “No nos interesa lo que estás haciendo” Entonces, me gustaría transformar las piedras en panes. Creo que el tentador aprovecha esa demostración de inseguridad propia.

Lucho con la tentación de fundamentar mi identidad en lo que puedo controlar. Quiero ser poderoso. Muchas de las decisiones que he tomado en el ejercicio de mi liderazgo contienen vestigios, ligeramente velados, de mi deseo de control sobre la congregación: si puedo impresionar a los miembros de mi iglesia con “mi bondad” o “mis habilidades”, tendrán una buena opinión de mí como dirigente. Entonces, estarán más predispuestos a seguirme.

En realidad, estoy tratando de controlar lo que la gente piensa acerca de mí. Mientras más responsabilidades asuma, me parece que soy un líder más eficaz; por eso exijo una influencia más abarcante y puestos más elevados. El conocimiento es poder; yo debo saber cuáles son las respuestas, ofrecer las soluciones y evaluar los problemas. Mis esfuerzos por convencer a alguien acerca de la verdad están siempre teñidos de una sutil intención de controlar. Si puedo argumentar, demostrar que mi cosmovisión es mejor que la suya, desbaratar su sistema de creencias o demostrar que mis ideas son mejores que las suyas, entonces conseguí el control o, por lo menos, me parece que dispongo de algún poder.

También lucho con la tentación de establecer mi identidad de acuerdo con las personas a las que impresiono. Eso está relacionado con el control. Mi reputación es importante. Busco el respeto; doy la bienvenida a los aplausos, porque son un galardón. Que se reconozca mi nombre es importante. Admitir una falla es señal de debilidad.

Por sobre todo, quiero parecer hábil. Mis decisiones como líder se basan más en lo que espero que se piense acerca de mí que en mis convicciones. Y de este modo puedo convertirme en un líder más del tipo político que espiritual.

Cristo y el éxito

¿Qué puede aprender, entonces, de Jesús un pastor, cuando se enfrenta con estas tentaciones?

En primer lugar, en ocasión de su bautismo, oímos la voz del Padre que declaraba desde el cielo: “Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia” (Luc. 3:22).

¿No es esto algo extraño? Hasta donde sepamos, hasta ese momento Jesús no había hecho nada notable de acuerdo con los cánones del mundo. No había pronunciado ningún gran discurso, no había hecho ningún milagro, no podía jactarse de ninguna hazaña sobrenatural, no había hecho tampoco nada digno de ningún comentario. No había impresionado a nadie. Ninguno dio señales de intentar seguirlo. Nada. Y, sin embargo, las palabras del Padre eran claras: “En ti tengo complacencia”

¡Qué magnifica declaración la del Padre! “No me complazco en ti porque eres importante, ni poderoso ni popular; me complazco en ti porque eres mi Hijo” Jesús pudo resistir la seducción del poder, la búsqueda del prestigio y la popularidad porque comprendió que su identidad no dependía de esas cosas, sino de su relación con el Padre y de la consideración que él le dispensaba.

El autor de la epístola a los Hebreos nos recuerda que: “No tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado” (Heb. 4:15).

Como dirigentes espirituales, senos tienta hoy tal como lo fue Jesús; y es nuestro privilegio y nuestra necesidad encontrar nuestra identidad en lo que Dios dice que somos en relación con él, y en lo que él piensa acerca de nosotros a través de Cristo. Eso va más allá y en una dirección muy diferente de lo que opina el mundo o de la gente de la iglesia que tienden a actuar según sus propios valores.

En su libro In the Name of Jesús [En el nombre de Jesús], página 17, Henri Nouwen escribió: “El gran mensaje que tenemos que proclamar como ministros de la Palabra de Dios y seguidores de Jesús es que Dios nos ama, no por lo que hacemos ni por lo que llevamos a cabo, sino porque Dios nos creó y nos redimió en amor, y nos eligió para proclamar ese amor como la fuente de la verdad para la vida humana”.

Jesús, Pedro y el poder

Uno de los primeros en recibir esa misión fue Pedro. Es muy evidente que él y los demás discípulos -que alentaban vividas expectativas mesiánicas-, creían que el cambio necesario requería alguien que fuera importante y poderoso, que pudiera controlar la situación y que fuese popular. Estaba listo para defender la causa de ese alguien capaz de atraer al pueblo hacia sí por medio de hechos espectaculares; creyó que ese alguien era Jesús. Pero, mientras viajaba con ese humilde Maestro, Pedro encaró nuevas perspectivas.

En el Evangelio de Mateo se nos dice que hubo un momento en el que Jesús comenzó a hablar con los discípulos acerca de que su camino podría conducirlos no a la gloria humana, sino a la muerte. Aterrorizó a Pedro el hecho de que el Señor hiciera una predicción tan terrible. Eso era lo último que él imaginaría para su Maestro, y ciertamente para él mismo. Llamó a Jesús aparte, y le dijo: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca” (Mat. 16:22). Y el Señor le respondió con las palabras más duras que jamás había oído: “¡Quítate de delante de mí, Satanás! Me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres” (vers. 23). Jesús sabía cuál era la fuente de los temores de Pedro; ya había oído algo parecido antes.

Hacia el final del Evangelio de Juan, encontramos a Jesús disfrutando de un desayuno en la playa con los discípulos. Se entabló, entonces, un diálogo entre Pedro y su Maestro. Después de encargarle el ministerio pastoral, Jesús le dijo adonde lo conduciría ese camino: “De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas a donde quenas; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde tú no quieras” (Juan 21:18).

A los líderes espirituales que siguen el camino de Cristo se los llama para que compartan ese mismo destino. Como lo hizo nuestro Señor, nos debemos convertir en siervos. Nuestro llamado no es para otra cosa, sino para una vida de humildad, servicio y sacrificio personal.

En nuestra cultura existe una verdadera hambre de autenticidad. A mucha gente no le interesa el evangelio que predicamos a causa de las incongruencias que observan entre lo que hacemos y lo que decimos o predicamos, y el hecho es que, finalmente, se juzga el Evangelio por nuestras acciones.

El camino de la paz

Desgraciadamente, la historia de la iglesia está jalonada de dirigentes que eligieron la importancia, el poder y la popularidad como medios u objetivos en el desempeño de su ministerio. Pero Jesús nos recuerda constantemente que él hace las cosas de manera completamente diferente. En este sentido, sus caminos se oponen frontalmente a los de los hombres. Ésa es la ironía del liderazgo espiritual.

Cuando decidamos encontrar nuestra identidad en lo que Dios dice acerca de nosotros en lugar de lo que opine el mundo, experimentaremos una sensación de alegría y paz, y entonces podremos volvernos solidarios a pesar de toda la irrelevancia, la impotencia y la impopularidad que existen en nuestra cultura. Esta experiencia nos liberará, para amar al mundo tal como lo hizo Jesús. Entonces ya no nos sentiremos obligados a basar nuestra identidad en lo que hacemos, o en lo que controlamos o en aquéllos a quienes impresionamos: vivir y respirar pasará a ser un placer que Dios nos da; y eso es lo que realmente necesitamos.

Sobre el autor: Pastor de jóvenes en la Iglesia de Forest Lake, Florida, Estados Unidos.