Cómo hacer que nuestra experiencia de adoración sea relevante sin abdicar a la fidelidad teológica.

Dos grandes movimientos se destacan actualmente en la promoción de cambios en el estilo del culto: “Buscadores de culto” [Seeker Service movement] y “Alabanza y adoración” [Praise and Worship movement]. El doble impacto causado por estos movimientos en el contexto cultural posmoderno ha introducido nuevas dinámicas en muchas congregaciones. Este fenómeno debe animamos a examinar más cuidadosamente la esencia de la alabanza. Infelizmente, la iglesia, no pocas veces, ha fallado en articular una clara teología de adoración y, como resultado, el debate gira en tomo al estilo en lugar de centrarse en la sustancia.

Si es verdad que el desafío de los pastores incluye la necesidad de permanecer alerta a las condiciones culturales en que trabajan, también deben tener un sólido fundamento bíblico. Eso significa que, si bien los pastores no necesitan repudiar la cultura contemporánea para ser fieles a Dios, tampoco necesitan conformarse a todo aspecto de esa cultura, con el pretexto de conquistar adoradores. El llamamiento cristiano se manifiesta alternativamente en abrazar o repudiar, en aceptar o rechazar, dependiendo de los diferentes aspectos del ambiente cultural. Solo un sólido fundamento teológico puede favorecer esta postura.

En Apocalipsis 14:6 y 7, Juan ofrece este fundamento teológico: una estructura integradora para que los líderes del culto moldeen la auténtica liturgia. El texto declara: “Vi volar por en medio del cielo a otro ángel, que tenía el evangelio eterno para predicarlo a los moradores de la tierra, a toda nación, tribu, lengua y pueblo, diciendo a gran voz: Temed a Dios, y dadle gloria, porque la hora de su juicio ha llegado; y adorad a aquel que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas”.

¿Cómo puede ayudar este texto a formar nuestro pensamiento acerca del culto? En primer lugar, delinea un aspecto clave del culto que está centrado en el evangelio. En segundo lugar, nos ofrece claras directrices.

El evangelio como centro

A pesar de su fuerte simbolismo, el texto en estudio contiene una consideración importante: el “evangelio eterno” (vers. 6) constituye la base de la verdadera adoración. Este énfasis en el evangelio refleja la esencia del kerigma (proclamación) cristiano. La buena nueva es que Cristo, por medio de su victoria en la cruz, trajo salvación a toda la humanidad e hizo posible la verdadera adoración.

En el corazón del evangelio reside no solo una cruz glorificada y un sepulcro vacío, sino también un Cristo vivo, pronto a venir, que ahora ministra en el Santuario celestial. En otras palabras, el culto cristiano se centra no solo en el pasado, sino también en el futuro y el presente: el ministerio de Cristo “por nosotros ante Dios” (Heb. 9:24). El autor de la epístola a los Hebreos señala claramente a Cristo como nuestro “ministro”, nuestro liturgista; reúne en su persona y en su vida la adoración y la oración de su pueblo. De manera notable, él es el Ser a quien adoramos y también el que adora en nuestro favor.

Como suprema revelación del Padre (Juan 1:18; Col. 1:15, 16), y el único camino para la salvación, Cristo merece toda alabanza y honra por parte de la entera creación. Como mediador de la nueva alianza, purifica y refina nuestra adoración y oraciones manchadas, para poder ofrecérselas inmaculadas al Padre. Dentro de este punto de vista, los líderes locales de culto no actúan como representantes de los adoradores, sino entre ellos, en reconocimiento de que un único Sumo Sacerdote ministra en nuestro favor, ahora, en el Santuario celestial.

De acuerdo con esta visión, el evangelio puede ser un poderoso criterio liberador para los líderes del culto. Coloca las cosas en su perspectiva correcta, al recordamos que Cristo, no la cultura y sus demandas, es el Señor. Por descuidar el hecho de que el culto es nuestra respuesta a las provisiones redentoras de Dios en Cristo, muchos pastores frecuentemente se han dejado sobrecargar y envolver por un sentimiento de ansiedad excesiva acerca de las formas y accesorios del culto, en lugar de su contenido y su verdad. Consecuentemente, muchos pastores han caído en la tentación de proyectar una liturgia antropocéntrica, a fin de atraer a las personas, en lugar de centrarla en el poder transformador que viene de la Cruz.

Por lo tanto, nunca se podrá enfatizar lo suficiente el principio fundamental de atracción del culto: “Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Cor. 2:1), no nuestras ceremonias rebuscadas ni meros rituales de entretenimiento. Así, la verdadera liturgia solo será posible en la medida en que nos centremos en el evangelio, y su carácter y forma reflejen el mensaje liberador de Jesucristo.

Adorar a Dios no es algo opcional; es un imperativo del evangelio. Apocalipsis 14:6 presenta que el evangelio eterno es proclamado al mundo entero: “a cada nación, tribu, lengua y pueblo”. Al contrario de la mentalidad posmoderna, que tiende a transformar el culto en un producto orientado al consumidor y sin distinciones teológicas, Apocalipsis 14 presenta un triple imperativo de la verdadera liturgia: “Temed a Dios, y dadle gloria […] y adorad” (vers. 7). Vamos a explorar estos principios.

Imperativos del culto

Temed a Dios. Si bien el culto se puede desvirtuar fácilmente por las preferencias personales y los prejuicios, el ángel insta a que las naciones teman a Dios. La noción bíblica de “temor” (phobeo)sugiere reverencia, respeto y honra hacia Dios. Él es Dios, único y soberano. En ese sentido, la expresión “temer” nos remite a la respuesta apropiada a la grandeza de Dios, especialmente cuando está relacionada con sus hechos poderosos de salvación y juicio. Temer a Dios no significa “tenerle miedo”, sino tomarlo en serio. Demanda una entrega completa de todos los aspectos de nuestra vida.

La noción de temer a Dios puede ser extraña en una época en que falta el sentido de reverencia en las ceremonias del culto. Marva Dawn se refiere a eso como “la carencia posmoderna de genuino ‘temor’ a Dios”.[1] Dawn afirma que la tensión bíblica entre temer y amar está siendo perdida en muchas iglesias, por causa de la tendencia en favor de la gracia barata y del descuido del concepto de la justicia de Dios.[2] Como resultado, frecuentemente nos enfrentamos a ceremonias inspiradas en el sentimentalismo acomodaticio destinado a hacer sentir felices a los adoradores, en lugar de confrontarlos con lo más recóndito de su ser y desafiar su complacencia. El culto que es moldeado según el gusto del consumidor espiritual no podrá exaltar el sentido de la gloria y la santidad divinas. Tenderá a adorar “una especie de jesulatría sentimental y halagadora”[3] y reducirá al Dios vivo a un Señor desdibujado, sin referencias explícitas en la historia bíblica.

Consecuentemente, podemos asumir con seguridad que uno de los criterios bíblicos para nuestra era contiene una invitación a sensibilizarnos nuevamente con el debido sentido de temor en la liturgia. Ese temor debe partir de la comprensión, por parte de la comunidad adoradora, de que sirve a un Dios que es exaltado por sobre los cielos (Sal. 57:11; 108:4). Solo una teología que exalte la gloria y los propósitos de Dios, juntamente con la presencia escatológica del Espíritu Santo en la comunidad adoradora, podrá generar ese sentido de respeto y reverencia. Para eso, el imperativo del ángel apocalíptico para temer a Dios incorpora un llamado a nuestros líderes del culto, en el sentido de abrazar el paradigma bíblico de un Dios trascendente que es justo y santo.

Dadle gloria. Según aparece en Apocalipsis 14, glorificar a Dios es el segundo imperativo del culto. Dios creó a los seres humanos con el propósito supremo de que lo glorificaran (Mat. 5:16; Rom. 1:21; 1 Cor. 6:20; 10:31; Efe. 1:12; Fil. 1:11). El ángel invita a las naciones a temer a Dios y glorificarlo, “porque la hora de su juicio ha llegado” (vers. 7). De manera muy clara, el alcance global de este mensaje angélico vuelve a capturar la esperanza del Antiguo Testamento de que las naciones se unan al culto al Dios verdadero. En el Salmo 96:7 al 10, David enfatiza ese llamado a las naciones: “Tributad a Jehová, oh familias de los pueblos, dad a Jehová la gloria y el poder. Dad a Jehová la honra debida a su nombre; traed ofrendas, y venid a sus atrios. Adorad a Jehová en la hermosura de la santidad; temed delante de él, toda la tierra. Decid entre las naciones: Jehová reina. También afirmó el mundo, no será conmovido; juzgará a los pueblos en justicia”.

En un tiempo en que la indiferencia y la negligencia son celebradas como virtudes, la misma noción de juicio debe de ser muy chocante. Pero, por otro lado, el culto puede ser grandemente perfeccionado si se les recuerda a las congregaciones su compromiso con Dios. El que inspira y habilita nuestra alabanza también la juzga. El que nos capacita también nos hace responsables (Apoc. 1:10-3:22). Esto es especialmente importante en una época en que “la falsa adoración es tan posible como la verdadera, y no siempre la distinción entre las dos salta a la vista”.[4] Es interesante señalar que la expresión “dar gloria a Dios” contiene una tensión dialéctica que caracteriza el culto equilibrado: reverencia y júbilo. Lamentablemente, estos dos extremos del espectro cristiano tienden a abordar un aspecto en detrimento del otro. Los tradicionalistas han abordado la reverencia, y los carismáticos, el entusiasmo. Los que quieren evitar esos dos extremos, generalmente fracasan en ambos aspectos.

Ciertamente, solo un Dios que viene a nosotros con gracia y juicio, justicia y amor, puede inspirar respuestas tan aparentemente contradictorias y simultáneas como reverencia y júbilo. Esta tensión dialéctica necesita ser conservada viva, para que la adoración pueda permanecer teológicamente sana y experimentalmente significativa.

Adorad. Este es el tercer imperativo del culto. Etimológicamente, el núcleo del significado del verbo “adorar” enfatiza sumisión y homenaje.[5] El significado va más allá del uso común restringido a las ceremonias religiosas y abarca toda la extensión de “la vida cristiana y del pensamiento y de la experiencia”.[6]

El ángel de Apocalipsis 14 muestra el verdadero fundamento para el culto divino: la distinción de Dios como el “que hizo el cielo y la tierra, el mar y las fuentes de las aguas” (vers. 7). Aquí, el ángel nos proporciona el recuerdo saludable de que debemos adorar a Dios no solo porque eligió creamos, sino también porque fuimos creados por él mismo (Apoc. 4:11). Eso no es todo. El ángel nos insta a alabar a Dios por tres razones que están vinculadas: Dios es Creador, Redentor y Juez. Mientras nos encontramos con estas tres razones para el culto divino, no podemos dejar de notar un paralelo glorioso entre ellas y la invitación a la adoración y a la obediencia que aparecen en el Decálogo (Éxo. 20:3-17).

Dios es Creador: “en seis días hizo Jehová los cielos y la tierra, el mar, y todas las cosas que en ellos hay” (Éxo. 20:11). Es Redentor: “Yo soy Jehová tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de casa de servidumbre” (Éxo. 20:2). Es Juez: “Porque yo soy Jehová tu Dios, fuerte, celoso, que visito la maldad de los padres sobre los hijos hasta la tercera y cuarta generación de los que me aborrecen, y hago misericordia a millares, a los que me aman y guardan mis mandamientos” (Éxo. 20:5, 6).

Si este molde teológico, con temas tales como la creación, la redención, el juicio, la escatología y el sábado forma parte de nuestro concepto de adoración, nuestro énfasis y nuestro estilo de culto serán teocéntricos y escatológicos. Como ya se ha dicho, uno de los problemas de la adoración contemporánea es su tendencia antropocéntrica. Muchos programas, ideas y ministerios giran alrededor de los deseos humanos, en lugar de hacerlo alrededor de la primacía de Dios, su amor, su santidad y su justicia. La mentalidad centrada en el hombre distorsiona la naturaleza del culto verdadero, al sacar a Dios del centro. El verdadero culto “primeramente, debe estar centrado en Dios y, luego, ser sensible al hombre”.[7]

Orientaciones

Con estos criterios bíblicos en perspectiva, ofrecemos un conjunto resumido de ideas que precisan ser consideradas por las comunidades de adoradores. Creo que existe una urgente necesidad de actuar en la siguiente dirección:

* Cambiar del modelo antropocéntrico prevaleciente (en el que el ambiente cultural predominante define cómo debe ser conducido el culto) a un modelo teológicamente más robusto (en el que la teología enfrenta valientemente a la cultura, acomodando o rechazando, alternativamente, sus variados aspectos).

* Moldear las ceremonias litúrgicas tomando en cuenta la dimensión escatológica de la fe.

* Seleccionar y entrenar cuidadosamente a los líderes del culto. Algunos de ellos son buenos cantantes, pero no buenos teólogos. Una voz excelente no garantiza una teología saludable.

* Mantener distancia de la espiritualidad nebulosa que hace del cristianismo una simple cuestión de sentimientos.

* Asegurarse de que los sermones exploran las riquezas excelentes de las verdades bíblicas.

* Asociar el culto a la experiencia de la vida real, creando un espacio en la ceremonia no solo para la celebración, sino también para la reflexión, la confesión y el arrepentimiento. Existe el peligro de querer que las personas estén constantemente alegres y felices en el contexto de la adoración, cuando están luchando e hiriéndose en las batallas de la vida.

* Hacer un culto más intercultural e intergeneracional, en lugar de ser estrechamente selectivo y potencialmente excluyente. El mejor camino es integrar ceremonias en las que los elementos tradicionales de la cultura contemporánea y la innovación puedan enriquecer la experiencia de la adoración.

Sobre el autor: Secretario asociado de la División África Oriental.


Referencias

[1] Marva Dawn, How Shall We Worship? (Wheaton, IL: Tyndale, 2003), pp. 49, 50.

[2] Ibíd. pp. 50-52.

[3] Daniel L. Migliore, Faith Seeking Understanding: An Introduction to Christian Theology (Grand Rapids: Eerdmans, 1991), p. 65.

[4] Ian Boxall, Revelation: Vision, Adoration and Insight: An Introduction to the Apocalypse (Londres: SPCK, 2002), p. 155.

[5] Howard Marshall en New Dictionary, terc. ed. (Leicester: IVP, 2003), p. 1250.

[6] D. A. Carson, Worship: Adoration and Action (Grand Rapids: Baker Book House, 1993), p. 15.

[7] R. Kent Hughes, en D. A. Carson (editor), Worship by the Book (Grand Rapids: Zondervan, 2002), p.

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