En la revista Ministry de abril de 1995 Andrew Bates sugirió que el Concilio de Jerusalén que aparece en Hechos 15 podría ser una clave bíblica para el dilema de la ordenación de las mujeres. Su argumento era que si ese concilio podía recomendar la circuncisión opcional para los gentiles, los adventistas también podrían dejar el tema de la ordenación de las mujeres como algo opcional para cada División.
El congreso de la Asociación General llevado a cabo en Utrecht, Holanda, en julio de ese mismo año, vetó esa idea. Pero ahora aparecen algunas preguntas delante de nosotros. Dos de ellas están basadas en el estudio de la Biblia: ¿Cómo le habla el mundo bíblico a nuestro mundo? ¿Podemos nosotros decidir verdades bíblicas por medio de votos? Otras preguntas están relacionadas con algunos temores y preocupaciones que todavía tenemos: ¿Se podría dividir la iglesia? ¿Dónde está, en todo esto, la conducción divina? Además tenemos algunas preguntas sencillas y prácticas: ¿Hacia dónde vamos a partir de este momento?
Me gustaría comentar brevemente cada una de estas preguntas, recordando que el voto que se tomó en Utrecht, y su aplicación, representan un “cambio” de ruta providencial: un sendero temporario que nos lleva a reflexionar sobre el problema real, que es la ordenación en sí. Concluiré este artículo presentando sugerencias prácticas acerca de adonde debemos llegar a partir de todo esto.
Jerusalén y Utrecht
En su manera de tratar el tema de la circuncisión, el Concilio de Jerusalén ilustra una importante verdad: la posibilidad de que exista unidad a pesar de las diferencias en la forma de encarar ciertas situaciones. El paralelismo entre Jerusalén y Utrecht es sólo parcial, puesto que los límites de la iglesia primitiva eran claros, mientras que los nuestros no lo son.
La diferencia que existía entre judíos y gentiles definía la solución del problema de la circuncisión. Una solución que no obligaba a nadie a cambiar las costumbres que había aceptado; sólo había un cambio de perspectiva. Los judíos se podían circuncidar si así lo deseaban, y los gentiles tenían una opción. El Espíritu sólo impresionó a los creyentes en el sentido de que, al admitir esa diversidad, podían conservar unida a la iglesia. Fácil.
Por el contrario, en nuestros días el tema de la ordenación parece una selva inexplorada. El nivel educacional, social y económico, y el sexo a que se pertenece, no definen los límites, y buenas personas de ambos lados de la cuestión citan las Escrituras. El aspecto cultural, en efecto, desempeña un papel importante. Pero hay adventistas sinceros en los dos bandos.
Otro asunto que se trata en Hechos 15 tiene que ver con los alimentos ofrecidos a los ídolos, y se aproxima muy de cerca a nuestro dilema en cuanto a la ordenación. Aunque el libro de Hechos no pone énfasis sobre la discordia que existía en la iglesia cristiana primitiva con respecto a este asunto, lo hace el apóstol Pablo en la carta a los corintios (1 Cor. 8 y 10). Los límites no estaban definidos, y el asunto tenía que ver a la vez con la práctica y la perspectiva. El Concilio de Jerusalén no resolvió mejor el problema de los alimentos que lo que Utrecht resolvió el tema de la ordenación en nuestros días. En ese aspecto, el dilema de la iglesia primitiva y el nuestro son notablemente parecidos.
La verdad que se votó
¿Qué sucede cuando enfrentamos un dilema como el de la ordenación de las mujeres? ¿Pueden determinar los adventistas lo que es verdad por medio de un voto? No. Pero votamos los límites dentro de los cuales queremos vivir. La iglesia necesita un fundamento sólido y límites precisos si queremos cumplir nuestra misión. Y, en efecto, disponemos de ese fundamento, porque la característica del adventismo ha sido su apego a “los mandamientos de Dios y la fe de Jesús” (Apoc. 14:12), el mismo corazón del expreso compromiso que contrajimos cuando nos organizamos como iglesia.[1]
El adventismo abarca mucho más, para ser claro; pero nos hemos resistido a la adopción de una fórmula fija y hemos preferido la Biblia como nuestro “único credo”. Ese principio se menciona claramente en la primera línea de la presentación de nuestras creencias fundamentales: “Los adventistas del séptimo día aceptan la Biblia como su único credo y seguro fundamento de sus creencias”.
Pero las opiniones que se basan sobre un “todo o nada” nos han amenazado siempre con cierta precipitación cuando se trata de aferrarnos a los detalles. En 1888, por ejemplo, un hermano insistía en que un cambio de visión con respecto a la epístola a los Gálatas terminaría echando todo por la borda, de manera que no le quedaría nada a nuestra fe. Elena de White calificó de “no verdadera”, de “extravagante” y de “exagerada” esa declaración, e incluso dijo que el asunto que le preocupaba a ese hermano no era una “cuestión vital”.[2]
En 1892 habló de forma más generalizada al decir que la unidad de la iglesia no puede depender de “que se vea cada texto de las Escrituras bajo una misma luz”. La votación acerca de esos asuntos podrá encubrir la discordia, pero no puede extinguirla. El secreto para encontrar soluciones es el amor supremo a Dios, y de los unos hacia los otros. En ese caso, no serán necesarios los “intensos esfuerzos en favor de la unidad”, pues “la unidad en Cristo” es “el resultado natural”.[3]
En suma, Utrecht nos llama no a cerrar nuestras Biblias sino a abrirlas con el fin de seguir buscando la voluntad de Dios para su pueblo.
Un cambio de rumbo
Algunos han llegado a la conclusión de que la actual discusión acerca de la ordenación de las mujeres podría dividir la iglesia. Pero si realmente queremos templar nuestra retórica a la luz de la visión bíblica, el Espíritu nos puede señalar un camino mejor. El Dios que liberó a los esclavos de Egipto y a los cautivos de Babilonia en lo pasado nos habla hoy por medio de su Hijo, llamando a judíos y griegos, esclavos y libres, hombres y mujeres a la unidad en él (Gál. 3:28).
Pero, ¿cómo puede suceder eso después de Utrecht? Creo que existe una manera de mantener nuestra unidad, que no implica la ordenación de las mujeres. El voto tomado en Utrecht podría transformarse en un “providencial” cambio de ruta, llevándonos a encontrar esa forma. Me voy a explicar:
Los intentos por descubrir la mano de Dios, mientras guía la historia, pueden a veces poner en discordia a los creyentes. Dos posiciones polarizadas son claras y consistentes: una Providencia que interfiere y planifica cada detalle; una Providencia que no interfiere sino que deja que el mundo siga su propio curso.
Esta última posición está más enraizada en el racionalismo moderno que en las Escrituras, aunque enseñe que los seres humanos somos libres de aceptar o rechazar la voluntad de Dios. Pero, ¿los errores y las maldades serían entonces expresiones de la voluntad de Dios? Las diversas traducciones que existen de Romanos 8:28 reflejan la incertidumbre que existe al respecto. Las versiones en inglés del Rey Jaime y la Nueva Versión Revisada en inglés dicen que “todas las cosas obran juntas para el bien”, pero difieren de otras según las cuales Dios “hace que todas las cosas obren juntas”, y aun otras que vierten: “En todas las cosas Dios obra para el bien”, con lo que se implica el hecho de que Dios está detrás de todos los hechos con el fin de transformar el mal en bien.
Eso sugiere un providencial cambio de ruta: Dios permite que los seres humanos experimentemos alguna confusión y transitemos temporalmente por un camino duro. Entonces obra para el bien en medio de esa confusión y a través de ella. Algunas historias bíblicas ilustran este punto: José, por ejemplo, interpretó la deslealtad de sus hermanos como un providencial cambio de ruta. “Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien, para hacer lo que vemos hoy, para mantener en vida a mucho pueblo” (Gén. 50:20).
En la horripilante historia de la concubina despedazada (Jueces 19 y 20), los israelitas sufrieron dos amargas derrotas al enfrentar a los benjaminitas antes de buscar al Señor (Jue. 20:8-23). Sólo cuando buscaron primero al Señor, antes de reunirse para la batalla (vers. 26-28), Dios les dio la victoria. La segunda derrota es tan sorprendente que muchas traducciones modernas cambian los versículos 22 y 23 (sin apoyo de los manuscritos) con el fin de presentar una secuencia más lógica. Pero el texto original es claro: un providencial cambio de ruta llevó a los obstinados seres humanos del mal al bien.
Cuando Pablo y Bernabé discutieron acerca de la aptitud de Marcos para el ministerio, el primero escogió a Silas como su compañero, mientras Bernabé prefirió llevar a Marcos. Una respuesta providencial a la (pecaminosa) rebeldía de Pablo produjo dos equipos misioneros en lugar de uno (Hech. 15:36-41). Más tarde Pablo se convenció de cuán útil era Marcos como obrero (1 Tim. 4:11).
La historia del adventismo también ofrece providenciales cambios de ruta. En la gran desilusión de 1844 Dios transformó una falla inicial de interpretación bíblica en una estable convicción de la proximidad del advenimiento y la realidad del ministerio sacerdotal de Cristo.
La errónea creencia de que la puerta de la gracia se había cerrado para todos los que no se incorporaran a ese movimiento durante sus primeros días, fue una tregua providencial para la “manada pequeña”, dándole tiempo con el fin de que se afirmara en las verdades que Dios le estaba dando como tema de su predicación.
El providencial cambio de ruta de Utrecht está en buena compañía.
Puesto que el error nos obligó a cambiar de ruta, ¿cómo podemos volver a tomar el camino correcto? Creo que nos equivocamos al enfocar nuestra atención sobre la ordenación de las mujeres en lugar de prestar atención a la ordenación en sí. Deseo presentar el asunto de forma más amplia, como el primer camino en dirección de la propuesta de un plan para al futuro.
¿Hacia dónde vamos?
Aunque Hechos 15 ilustra admirablemente la unidad que se puede conseguir en la diversidad, no podemos esperar responder todas nuestras preguntas con respecto a algo que ni siquiera estaba en la agenda del Concilio de Jerusalén. Es, a saber, el tema de la ordenación.
Evidentemente ésta no es una pregunta fácil de responder porque, mientras buscamos y estudiamos, también tenemos que luchar con nuestra propia historia, nuestros sentimientos, además de examinar y evaluar de qué manera otras iglesias pueden haber ejercido influencia sobre nosotros con respecto a la ordenación.
El más alto concepto de ordenación lo encontramos en el catolicismo romano, donde se la considera un sacramento (no un símbolo) y como un especial instrumento de comunicación de la gracia para los que la reciben. Alguien investido de autoridad le pasa esa autoridad a otro mediante un proceso que la tradición católica supone se originó cuando Cristo le dio a Pedro las llaves del reino. Aunque los protestantes niegan que la ordenación sea un sacramento, como es el caso en el adventismo, la tradición acepta que los que están investidos de autoridad pueden transferirla a otros por medio de la ordenación.
La enseñanza del Nuevo testamento acerca del liderazgo implica la idea del sacerdocio universal de los creyentes, no sólo una clase de hombres ordenados que comparten su autoridad con otros. Es oportuno que analicemos algunos pasajes de la Biblia, comenzando con Hechos 13:1 al 3, uno de los pocos textos que describen la forma como la iglesia reconoce el llamado de Dios para el servicio.
Hechos 13:1-3. A una orden del Espíritu Santo, los creyentes de Antioquía consagraron a Bernabé y a Saulo para una obra especial. Pero la descripción del papel de los creyentes en este caso es torturantemente breve: “Entonces, habiendo ayunado y orado, les impusieron las manos y los despidieron” (vers. 3).
En vez de que los líderes humanos sirvieran de canales del llamado y de la autoridad de Dios, el Espíritu hizo el llamado. Entonces la iglesia, aparentemente en su totalidad, reconoció ese llamado por la imposición de manos, para comisionar de esa manera a sus líderes. La iglesia también ilustró el principio protestante del “sacerdocio de todos los creyentes” con la frase de la primera carta de Pedro, donde un contundente “sacerdocio real” tiene que ver con una “nación santa” y un “pueblo adquirido” (1 Ped. 2:9); esto es, todos los miembros del cuerpo de Cristo.
Como resultado de la encamación, los líderes del Nuevo Testamento son mucho menos autoritarios que los del Antiguo. Pablo, por ejemplo, reprendió a Pedro “cara a cara” (Gál. 2:11), un acto que le podría haber costado la vida en los días de Josué (Jos. 1:8). La animada discusión del Concilio de Jerusalén tendría que haber sido más discreta si Josué hubiera sido su presidente.
¿Por qué esta diferencia? Porque Jesús transformó el concepto de autoridad. Los dos pasajes que vamos a considerar a continuación nos muestran cómo sucedió esto.
Mateo 20:20-28. Cuando la madre de Santiago y Juan reclamó puestos de liderazgo para sus dos hijos, Jesús dijo que sólo los gentiles ejercen autoridad sobre los demás. “El que quiera hacerse grande entre vosotros —les dijo a sus discípulos— será vuestro servidor” (vers. 26). El reino de Cristo recibió la marca de la igualdad, no del ejercicio de la autoridad de un creyente sobre otro.
Mateo 23:8-12. El apego a los puestos no era sólo una debilidad de los gentiles. Al censurar a los fariseos Jesús condenó su avidez por la honra y los títulos (vers. 5-7). Pero a todos los discípulos se los ubicó en un nivel inferior, con un solo Maestro por encima de ellos (vers. 8). La ley de su reino es sencilla: “El que es el mayor de vosotros, sea vuestro siervo” (vers. 11).
Sin embargo, el Nuevo Testamento sigue preservando la idea de jerarquía en la iglesia. En 1 Cor. 12:28, por ejemplo, los primeros tres dones que se mencionan aparecen en orden de importancia: apóstoles, profetas y doctores (maestros). Pero todos los dones son necesarios para la salud del cuerpo. Y, al dejar en claro que no debería existir ningún malentendido —como ser la idea de jerarquías en los puestos—, Pablo concluye el capítulo con un llamado para que se procuraran celosamente “los mejores dones” (vers. 31). Los dones mencionados en el capítulo 13 no son jerárquicos, sino de la mente y el corazón: la fe, la esperanza y el amor, “pero el mayor de ellos es el amor”.
El punto crucial es que la superioridad de la fe, la esperanza y el amor nada tiene que ver ni con títulos ni con cargos, aunque los creyentes tengan que enfrentar la tentación de equiparar el cargo con una mayor santidad. Si los que son llamados o elegidos para desempeñar lo que se llama mayores responsabilidades presumen que por eso son más fieles, más justos, más amantes y, por la misma razón, son más santos y que están más cerca de Dios, les falta dar sólo un paso para reclamar la infalibilidad delante de Dios.
Aunque los adventistas no alentamos la idea de reverenciar a nuestros líderes, esa tendencia preocupaba a Elena de White.[4] Ella declaró que “los altos cargos no le confieren virtudes cristianas al carácter”.[5] Como un eco de esas palabras, Lord Acton (1834-1902) dijo que “el poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.
Si el poder es peligroso cuando se lo pone en manos humanas, lo es mucho más cuando se pretende ejercerlo en nombre de Dios. Los hombres que ocupan cargos destacados son justamente los “que están en peligro de considerar ese puesto de responsabilidad como evidencia (de que tienen) el poder especial de Dios”.[6] El puesto no le otorga infalibilidad a los hombres en sus juicios. Si un dirigente cree que “está investido de autoridad para hacer de su voluntad el poder de su gobierno, el curso mejor y más seguro es destituirlo, para evitar mayores daños y que no pierda su alma ni ponga en peligro el alma de los demás”.[7]
Los seguidores corren tanto riesgo como los líderes. En 1907 Elena de White dijo que era “más peligroso” para los creyentes “depender de la mente de ciertos obreros líderes” que para el propio líder creer que era “capaz de planificar y administrar todas las ramas de la obra”.[8]
La concentración del poder en el proceso de tomar decisiones no implica automáticamente que sus participantes sean mejores o más sabios. C. S. Lewis afirmó que la maldad humana es un argumento más poderoso en favor de la democracia que la bondad humana: Los deshonestos no se atreven a darle el poder absoluto a un deshonesto. A su vez, Juan Calvino declaró que “como consecuencia de los… defectos del hombre”, se necesita la pluralidad de gobernantes para que cada uno controle los excesos del otro.[9] El modelo presbiteriano de administración encara ese peligro al distinguir a ancianos gobernantes (laicos) de los ancianos que enseñan (clérigos), una salvaguardia contra la tendencia de los que enseñan a gobernar de manera inapropiada.
En la obra de la iglesia, entonces, es esencial la saludable interacción que presenta Hechos 15, que está arraigada en el concepto de liderazgo que aparece en Hechos 13, donde toda la iglesia reconoce el llamado del Espíritu Santo y los creyentes les imponen las manos a los dirigentes.
Descuidar ese modelo interactivo de liderazgo eclesiástico implica un peligro real para la iglesia. Elena de White advirtió que la tendencia a aceptar lisa y llanamente las propuestas de los líderes ha dado como resultado la aprobación de muchos asuntos que “implicaron mucho más de lo que se previo, y mucho más de lo que los que votaron habrían aceptado si hubieran tomado el tiempo necesario para considerar todos los aspectos de la cuestión”.[10]
Cualquier idea de que la ordenación implica que el ordenado goza de mayor santidad impide que los creyentes cumplan sus deberes espirituales con respecto a sus dirigentes. Elena de White da una sorprendente vislumbre de esto cuando describe la manera como un obrero joven debería relacionarse con su superior. “No debe sumergir su identidad en la del que lo instruyó, de manera que no pueda ejercer su propio juicio, limitándose a repetir lo que se le dijo, al margen de su propia comprensión de lo que es correcto o erróneo”. Si el supervisor se aparta de lo que es correcto, el obrero joven no debe ir “a algún foro exterior”, sino que debe ir a la oficina del mismísimo superior, “para expresar libremente su pensamiento. De este modo el aprendiz será una bendición cuando le toque enseñar”.[11]
Éste es el concepto que nos da el Nuevo Testamento acerca de la autoridad, que incluso admite el enfrentamiento de Pablo y Pedro. Curiosamente, Elena de White no emplea el término “autoridad” al tratar este asunto, ni mucho menos aparece esa palabra en las tres páginas en que se refiere al tema en Obreros evangélicos, en el capítulo titulado “Ministros jóvenes que trabajan con ministros de más edad”. Enseñar, ayudar, respetar, dar honra, entrenar, fortalecer, son los términos que se encuentran allí, pero no “autoridad”.[12] En el modelo del Nuevo Testamento no es precisamente la autoridad lo que se defiende.
Propuestas
Para terminar, me gustaría sugerir algunos pasos que se podrían dar para que nos podamos encontrar en un terreno común. Ninguna de las sugerencias que doy a continuación es nueva, sino que intentan relacionar ciertos principios bíblicos con algunas realidades prácticas. El tema subyacente es que Jesús es la cabeza de la iglesia para todos los creyentes, y que por la imposición de manos, ella reconoce el llamado del Espíritu para cualquier miembro del cuerpo de Cristo, ya sea judío o griego, esclavo o libre, hombre o mujer. Todo debe reflejar esa igualdad ante el llamado de Dios.
Credencial común. Las credenciales identifican a aquellos en quienes confía la iglesia. Para los adventistas, la emisión de credenciales fue el primer paso que se dio en dirección de la organización una década antes de que se estableciera la Asociación General en 1863. Las asociaciones y misiones podrían seguir otorgando credenciales tal como lo hacen en la actualidad, pero serían credenciales comunes, sin distinción ni de sexo, ni de situación económica, ni de cualquier otro factor inapropiado. Los que quisieran conservar sus antiguas credenciales podrían hacerlo. Pero los obreros que ya están trabajando podrían escoger entre una u otra; y los recién admitidos recibirían la nueva credencial.
Imposición de manos única. Podríamos permitir que los pastores, ancianos y laicos participaran de la imposición de manos en reconocimiento del llamado de Dios para servir. La asociación emitiría las credenciales, pero la imposición de manos se llevaría a cabo en la iglesia local, de acuerdo con el modelo de Hechos 13. Este plan no perpetuaría el concepto de que sólo los clérigos ordenados pueden imponer las manos sobre los que están siendo separados para el ministerio.
Un nuevo vocabulario. El significado de la palabra “ordenación” ha sido modificado tanto por el debate como por la práctica. La palabra podría ser inocente cuando se la usa con referencia a los ancianos de las iglesias locales y a los diáconos. Pero cuando se trata de la ordenación de pastores, implica la existencia de diferencias que no están en la Biblia y que no son prácticas tampoco. Por lo tanto, podríamos usar expresiones como “credencial” o “licencia” para referimos al documento emitido por la Asociación o la Misión, y “comisión” o “dedicación” para la imposición de manos.
Es posible que cuando el significado de la imposición de manos esté perfectamente claro, podíamos volver al uso de la palabra “ordenación”. Hasta entonces, una cuidadosa nomenclatura nos recordaría a nosotros, y también al mundo, lo que significa seguir a Jesús.
Rescatar la enseñanza del Nuevo Testamento con respecto al liderazgo y el ministerio, y practicarla, ha sido una necesidad urgente del adventismo de un tiempo a esta parte. A través del providencial cambio de rumbo provocado por el voto que se tomó en Utrecht, Dios nos abrió una nueva oportunidad. Por su gracia podemos hacer lo que se debe hacer. Deberíamos comenzar por hacer un estudio exhaustivo de todo el concepto de la ordenación tal como aparece en las Escrituras.
Sobre el autor: Profesor de Estudios Bíblicos en el Colegio Walla Walla, College Place, Washington, Estados Unidos.
Referencias:
[1] “Nosotros, los infrascritos, nos asociamos por medio de este instrumento, como iglesia, bajo el nombre de Adventistas del Séptimo Día, comprometiéndonos a guardar los mandamientos de Dios y la fe de Jesús”.—Review and Herald, 18:148 (08-10- 1861), en “Covenant Church” [La iglesia del pacto], SDA Encyclopedia [Enciclopedia adventista], 1996, t 10, p. 416.
[2] Elena de White, Manuscrito 24,1888, en The Ellen G. White Materials [Materiales de Elena de White](Washington D.C., Centro White, 1987), 1.1, p. 220.
[3] Ibíd.
[4] Tres secciones de Testimonios para los ministros son especialmente claras en su advertencia del peligro del abuso del poder. Son: “A los hermanos que ocupan puestos de responsabilidad” (pp. 279- 304), “Administradores de asociaciones” (pp. 319- 346) y “Exhortaciones a la verdad y la lealtad” (pp. 347-391).
[5] Elena de White, Testimonios para la iglesia, 03- 10-1907.
[6] Elena de White, Testimonies, t. 9, p. 277.
[7] Ibíd., p. 162.
[8] Ibíd., p. 277.
[9] C. S. Lewis, “Membership” [Feligresía], en Weight of Glory [Peso de gloria] (Nueva York, Collier Books, 1980), pp. 113,114; Juan Calvino, La institución de la religión cristiana (en inglés) (Grand Rapids, Eerdmans, 1964), libro 4, t. 2, p. 657.
[10] Elena de White, Testimonies, t. 9, p. 278.
[11] Elena de White, Obreros Evangélicos, pp. 108, 109.
[12] Ibíd., pp. 110,111.