La sensación de la presencia de Dios y de nuestra dependencia de él elimina todo temor.

Era más de medianoche y me encontraba reflexionando. Estaba analizando el trabajo llevado a cabo el año anterior, y me asusté al notar que mis pensamientos me llevaban constantemente a recordar los errores, las fallas y las situaciones en las que la inexperiencia había tenido la voz cantante.

Soy responsable de un distrito de Misión Global con quince iglesias y grupos. Son congregaciones nuevas, cuyos líderes necesitan más capacitación y experiencia. Pensando en eso, por momentos me dejé abrumar por las dificultades que encontré en el trabajo. Confieso que el peso de esos pensamientos me trajo cierto grado de desánimo. Luego tuve que enfrentar estas preguntas: ¿Soy realmente capaz de hacer esto? ¿Conseguí dirigir en forma adecuada esas congregaciones?

¿Estoy contribuyendo a su progreso? ¿Cómo puedo vencer las dificultades en un distrito tan difícil?

Perdido en esos pensamientos, sentí que el Espíritu Santo me estaba invitando a meditar en la vida del profeta Elias, cuando perseguido por Jezabel él también se sintió solo. Sentí la Presencia de Dios, que me quería salvar de mí mismo y de mis propios pensamientos. Esa noche aprendí tres preciosas lecciones que llevaré conmigo hasta el fin de mi vida.

Dios es el Señor de la misión

Aunque Dios le da al hombre el privilegio de compartir con él la misión, no lo deja solo. Cuando comprendí esta verdad, mis temores desaparecieron.

Sentí que el Señor me estaba invitando 3 dejar de mirarme a mí mismo, a dejar de preocuparme de si soy capaz o no, o si lo que hago o dejo de hacer causa alguna diferencia. Aprendí que “aquellos a quienes Dios emplea como sus mensajeros no deben considerar que la obra de él depende de ellos. Los seres finitos no son los que han de llevar esta carga de responsabilidad. El que no duerme, el que está obrando de continuo para realizar sus designios, él llevará adelante su obra” (Profetas y reyes, p. 130).

En ese momento recordé que no soy director ni gerente de una empresa terrenal. He sido escogido para emplear mis dones personales, mi ser entero, a fin de orientar el empleo de los talentos de la iglesia en favor de una causa que va rumbo al triunfo.

Celebremos las victorias

Dios alcanzó a Elias mientras se encontraba deprimido en su escondrijo, y le preguntó. “¿Qué haces aquí, Elias? Él respondió: He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos; porque los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y sólo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida” (1 Rey. 19:13, 14). El Señor trató de dirigir su visión hacia la posibilidad de la victoria: “Y yo haré que queden en Israel siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron” (vers. 18).

Mientras reflexionaba esa noche, el enemigo me presentó una serie de imágenes negativas de fallas y actividades que habían terminado en fracaso. Pero el Señor, en cambio, me hizo ver las victorias. Entonces, vi la ciudad de Tabira.

A comienzos del año, la presencia adventista en esa ciudad se limitaba a dos personas. Pero en ese momento ya había una iglesia bien establecida, unida y con una clara visión misionera. Vi también a un joven que, motivado por un seminario de entrenamiento, se había dispuesto a iniciar una clase bíblica en una zona rural. Cada fin de semana viaja diez kilómetros en bicicleta para dar los estudios bíblicos.

Muchos otros cuadros pasaron por mi mente, que mostraban el amor de un Dios que comparte sus victorias con su pueblo, y también las celebra.

Creer en la gente

En el trayecto de la tristeza a la alegría, leí estas palabras: “Y le dijo Jehová: Ve, vuélvete por tu camino, por el desierto de Damasco, y llegarás, y ungirás a Hazael por rey de Siria, a Jehü, hijo de Nimsi, ungirás por rey sobre Israel, y a Eliseo, hijo de Safat, de Abelmeholá, ungirás para que sea profeta en tu lugar” (1 Rey. 19:15, 16). Dios presenta, en este caso, uno de sus métodos para enfrentar las crisis: creer en la gente y darle algo que hacer.

Pude oír cuando me decía: “Si motivas a la iglesia, la entrenas, la capacitas, delegas responsabilidades, y aun así la obra no marcha como esperabas, no dejes de creer en la gente. Entrénala de nuevo, capacítala, motívala e inspírala otra vez. Si todos los intentos fracasan, corre a mis brazos. Yo renovaré tus fuerzas”.

Entonces me pude dormir con el corazón repleto de esperanza. Ya no me sentía solo. Jesús estaba en su debido lugar en mi ministerio. Yo, con mis virtudes y defectos, mis puntos altos y bajos, estaba decidido a ocupar un lugar definido en la obra pastoral: vivir y trabajar dependiendo de un Dios que nos conoce profundamente y nos da el privilegio de luchar por una causa que no sabe de derrotas.

Sobre el autor: Pastor en la Asociación de Pernambuco, Rep. del Brasil.