A medida que una continua insatisfacción e inquietud se agita teológicas más comunes de la actualidad. El elemento “liberal” del cristianismo ha estado involucrado durante años en causas políticas y sociales alrededor del mundo. Y ahora, el sector “evangélico, conservador” deja iglesia cristiana está manifestando una Creciente disposición a defender los aspectos políticos y sociales que entiende son de importancia. ¿Cómo deberían ver los Adventistas del Séptimo Día esas corrientes? ¿Cuál debería ser nuestra posición? Este artículo fue escrito en respuesta a la pregunta de un alumno universitario adventista: “¿Cuál es la razón por la que la iglesia (Adventista del Séptimo Día) se oculta detrás de un escapismo, indiferente a los lamentos de los desamparados, y al clamor de los inocentes que se consumen en oscuras prisiones?” A causa del “despotismo, la tortura, la tiranía, y la injusticia social” que este alumno ve en el mundo, reclama con urgencia que la iglesia le dé una respuesta sobre este JÉ asunto. Los Adventistas del Séptimo Día están muy lejos de ser indiferentes a las necesidades humanas. Sin embargo, creen en una combinación apropiada de las responsabilidades verticales y horizontales del cristiano. – Los editores.

De acuerdo con Mitchel de Saint Pierre una crisis está sacudiendo actualmente el catolicismo, y está dividiendo a los clérigos en dos grupos antagónicos: los verticalistas que están preocupados con la revelación, y los horizontalistas que han engrosado las filas de la revolución. Un grupo es conocido por su ferviente teocentrismo, mientras que el otro lo es por su absorbente antropocentrismo. Los verticalistas centralizan sus intereses en la justicia divina, mientras que los horizontalistas lo hacen en la justicia social. Estas dos posiciones que aparentemente están dividiendo a los clérigos católicos, también parecen estar separando a otros teólogos y ministros contemporáneos, representantes del protestantismo histórico. Cada día hay más líderes evangélicos que apoyan a una iglesia temporal, no conformista; quienes participan en movimientos de protesta y claman por la necesidad de cambios radicales en la estructura social presente. En contraste, podemos ver también a ministros conservadores, guiados por un verticalismo aislado, quienes defienden la idea de una iglesia conformista e introvertida, separada del mundo e indiferente a los problemas causados por la tiranía, la pobreza y la injusticia social. Ante semejante dualismo, ¿cuál es nuestra posición como iglesia? ¿Somos verticalistas u horizontalistas?

La visión de Isaías

Dentro de cada ser humano hay una incontrolable naturaleza verticalista. Procedemos de Dios, y sin Él nos sentimos vacíos, incompletos y desorientados. Hay en cada alma un anhelo por lo que es eterno, un deseo de una vida más allá de las ataduras de esta tierra. Este impulso misterioso e íntimo conduce a las almas piadosas a una experiencia vertical, a un encuentro con Dios.

Cuando el profeta Isaías se sintió sumergido en el misterioso mundo del espíritu, nos dejó una descripción poética de su experiencia: “Vi yo al Señor sentado sobre un trono alto y sublime”. Verdaderamente esta fue una experiencia única en su vida. Fue tan sublime que las palabras humanas fueron incapaces de describirla, por lo que utilizó figuras simbólicas. Pero mientras se encontraba contemplando la majestad de Dios, escuchó una voz decir: “¿A quién enviaré?” Al enfrentar aquel desafío respondió sin titubeos: “Heme aquí, envíame a mí”.[1] Esta disposición espontánea revela que Isaías tuvo una visión que abarcaba no solamente al Dios trascendente, el alto y el sublime, sino también el mundo entero y sus tremendas necesidades.

De la visión de Isaías podemos concluir que el verticalismo genuino -la adoración a Dios- guía al creyente a una experiencia horizontal -la acción por el prójimo. Estas dos líneas, una dirigida hacia el Altísimo y la otra orientada hacia nuestro prójimo, nos dan una verdadera visión de la cruz y su significado. Al contemplar la cruz comprendemos, en toda su grandeza, el desafío de un mundo sacudido por la incertidumbre y cubierto con los despojos de la desilusión.

Pero, ¿qué clase de acción debe motivarnos en esta experiencia horizontal? Frente a los exacerbados y clamorosos movimientos subversivos, de huelgas y marchas de protesta, muchos se preguntan: ¿cómo nos conduciremos como iglesia? ¿Será correcto que unamos nuestras fuerzas con los activistas en su lucha por una sociedad más humana y justa? ¿Podemos nosotros, en nuestra experiencia horizontal, levantar la bandera de la subversión?

El ejemplo de Cristo

Mucho es lo que se está diciendo en algunos círculos religiosos acerca de “la violencia cristiana” y “la violencia justificada” como un recurso legítimo contra la violación de los derechos humanos y las “leyes injustas”. Los defensores de la “teología de la liberación” presentan a Jesús como el primer cristiano que utilizó la violencia en el nombre de Dios. Los que lo ven con el látigo de cuerdas en su mano, echando a los vendedores ambulantes que profanaban el santuario de Dios, justifican su actitud recordando que las Escrituras profetizaron: “Porque me consumió el celo de tu casa”.[2]  Pero esta fue la única vez que Jesús utilizó la violencia. Y su acción estuvo dirigida hacia la iglesia y los abusos religiosos, y no contra la sociedad y los errores políticos. Cuando Pedro sacó su espada y cortó la oreja del siervo del sumo sacerdote, tuvo que escuchar de labios de Cristo la admonición: “Porque todos los que tomen espada, a espada perecerán”.[3]

El único camino seguro para la iglesia es seguir el extraordinario ejemplo de Cristo. El Señor dijo a los ricos que tendrían dificultad para entrar en el reino de Dios; no obstante, Él nunca tomó parte en un movimiento de protesta, ni denunció la injusta distribución de las riquezas. Nunca se unió a grupos subversivos llevando pancartas que dijesen “¡abajo los romanos!” Nunca alzó la voz contra la tiranía y la opresión imperialista del César. Por el contrario, una vez dijo: “Dad a César lo que es de César, y a Dios lo que es de Dios”.[4]

Al estudiar su vida y sus enseñanzas, podemos entender mejor qué curso de acción debemos tomar al enfrentar la corrupción y la injusticia. La inspiración nos ha dicho: “El gobierno bajo el cual Jesús vivía era corrompido y opresivo; por todos lados había abusos clamorosos: extorsión, intolerancia y crueldad insultante. Sin embargo, el Salvador no intentó hacer reformas civiles, no tocó los abusos nacionales ni condenó a los enemigos nacionales. No intervino en la autoridad ni en la administración de los que estaban en el poder. El que era nuestro ejemplo se mantuvo alejado de los gobiernos terrenales. No porque fuese indiferente a los males de los hombres, sino porque el remedio no consistía en medidas simplemente humanas y externas. Para ser eficiente, la cura debía alcanzar a los hombres individualmente, y debía regenerar el corazón”.[5]

La iglesia y la violencia

Los primeros cristianos también rehusaron levantar el estandarte de la sedición contra la ‘violencia institucionalizada”. Pero por el siglo IV, cuando el cristianismo había llegado a ser reconocido como religión oficial del imperio, San Agustín (354-430) aprobó decididamente el uso de la violencia para combatir la injusticia. En su Tratado de la libertad de elección, defendió el establecimiento de una dictadura bajo el liderazgo de una elite, cuando el pueblo fuese incapaz de elegir por sí mismo a líderes gubernamentales honestos y competentes.

El pensamiento del obispo de Hipona tuvo una gran influencia en Tomás de Aquino (1225-1274), quien escribió: “Cuando las leyes son injustas, los súbditos no están obligados a obedecerlas”. En una causa legítima, Aquino sostuvo que “la muerte podía infligirse a cualquier hombre’’ sin cometer por ello injusticia.

Estos y otros conceptos similares, proclamados por los influyentes líderes religiosos de aquel tiempo, inspiraron a los temidos tribunales de la “Santa Inquisición”, los que fueron responsables por crímenes horrendos y viles perpetrados “en defensa de la fe cristiana”.

En su encíclica Populorum Progressio Pablo VI justifica la violencia contra “una tiranía prolongada que ofenda gravemente los derechos humanos y amenace el bien común de la nación”.

Sin embargo, en contraste con el pensamiento del papa Pablo VI, tenemos la actitud del apóstol Pablo, el apóstol a las naciones. Este vivió en la época cuando estaba en vigencia uno de los males más abominables: la esclavitud. De acuerdo con la ley romana, un esclavo no era una persona; era una cosa, un animal. Su señor tenía completa autoridad sobre él y podía torturarlo, mutilarlo y aun matarlo con total impunidad. Sin embargo, no encontramos en los escritos paulinos ninguna protesta contra el sistema de la esclavitud. Por el contrario, él insistió en que los esclavos cristianos debían obedecer a sus amos, aun a aquellos que fuesen duros y crueles. En el caso específico de Onésimo, un esclavo convertido en Roma, Pablo lo envió de regreso a su amo. Pablo no estaba preocupado con los sistemas o instituciones que ejecutaban la ley por la fuerza, sino más bien con la proclamación del Evangelio y su poder redentor.

“La obra del apóstol no consistía en trastornar arbitraria o repentinamente el orden establecido de la sociedad. Si lo hubiera intentado habría impedido el éxito del evangelio. Pero enseñó principios que sacudían el mismo fundamento de la esclavitud y que, al ponerlos en práctica, con toda seguridad iban a minar todo el sistema. Porque ‘donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad’ (2 Cor. 3: 17). Una vez convertido, el esclavo llegaba a ser miembro del cuerpo de Cristo, y como tal debía ser amado y tratado como hermano, coheredero con su amo de las bendiciones de Dios y de los privilegios del Evangelio”.[6]

Sociología o salvación

Un dirigente religioso bien conocido, que ha llegado a ser famoso por su participación en marchas de protesta, hizo la siguiente declaración: “Veo la actividad religiosa en términos de acción social. La predicación y otras cosas ridículas que hacíamos antes no se justifican más en nuestro tiempo. Estamos más preocupados con los hombres que con Dios. Dios cuida de sí mismo. Los hombres necesitan nuestra ayuda”.

Parece claro, sin embargo, que cuando la iglesia hace de la acción social su prioridad fundamental, pierde su identidad como organismo centralizado en Cristo, como institución espiritual, y se transforma en un organismo centrado en el hombre. Puede continuar manteniendo una apariencia religiosa, pero carecerá del poder espiritual. Bajo el pretexto de promover la restauración del reino de Dios, en realidad apresura el establecimiento del reino del hombre. En su anhelo por mejorar las condiciones socioeconómicas del individuo, pierde la visión de su misión profética y de su responsabilidad espiritual.

“No somos enviados a predicar sociología sino salvación; ni economía, sino evangelio; ni reforma, sino redención; ni cultura, sino conversión; ni progreso, sino perdón; ni un orden social nuevo, sino un nuevo nacimiento; ni revolución, sino regeneración; ni una renovación, sino un reavivamiento; ni un resurgimiento, sino una resurrección; ni una nueva organización, sino una nueva creación; ni democracia, sino evangelismo; ni una civilización, sino a Cristo. Somos embajadores y no diplomáticos”.[7]

La iglesia y la acción total

No creemos que sea la función de la iglesia elaborar programas eventuales de acción social. “La iglesia es el medio señalado por Dios para la salvación de los hombres. Fue organizada para servir, y su misión es la de anunciar el Evangelio al mundo”.[8] La labor de la iglesia debe ser la proclamación del Evangelio que libera al hombre de una vida centrada en su propia persona, vacía de ideales y significado, y que le otorga una vida abundante y plena.

Pero la proclamación del Evangelio no ha de ser la única preocupación de la iglesia. El mundo tiene el derecho de esperar que la iglesia sea más que una simple ambulancia, recogiendo a los infelices, a los heridos, a las indigentes víctimas de los vicios, a los enfermos y oprimidos de la sociedad. Es conveniente que la iglesia tome la iniciativa en la lucha contra los enemigos del hombre. Por esa razón no escatimamos esfuerzos en nuestra lucha contra la drogadicción, el alcoholismo, el tabaquismo, el juego (por dinero), la pornografía, la prostitución, la contaminación ecológica y otros males que debilitan nuestra sociedad. Además, nos encontramos ocupados con un gran programa de benevolencia, que brinda asistencia social a los oprimidos y desvalidos.

Por precepto y ejemplo predicamos un nuevo concepto de la vida cuyas motivaciones no son el egoísmo, la ambición o la competición, sino el amor fraterno y el respeto por la dignidad humana. Al exaltar los méritos del amor, denunciamos las dialécticas y los sistemas que favorecen el odio y que son responsables de la rebelión y la guerra. Mientras nos encontremos aquí, no permitiremos ser engañados por la ilusión de que podremos transformar el orden establecido de las cosas. Dios es quien finalmente hará esto. De acuerdo con las profecías, El pronto intervendrá en el destino del mundo, estableciendo “cielos nuevos y tierra nueva”, para transformar completamente de esta manera la estructura social.

Sobre el autor: Enoch de Oliveira es vicepresidente de la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día.


Referencias

[1] Isa. 6: 1-8

[2] Sal. 69: 9.

[3] Mat. 26. 52.

[4] Luc. 20: 25.

[5] E. G. de White, El Deseado de todas las gentes, pág. 470.

[6] White, Los hechos de los apóstoles, pág. 379.

[7] Hugo Thomson Kerr, citado por Samuel Marium Zwemer en Evangelism Today.

[8] White, Los hechos de los apóstoles, pág. 9.