“Y vosotros seréis llamados sacerdotes de Jehová, ministros de nuestro Dios seréis llamados”. (Isa. 61:6)
En todo período de la historia de esta Tierra, Dios tuvo hombres a quienes podía usar como instrumentos oportunos a los cuales dijo: “Sois mis testigos”. En toda edad hubo hombres piadosos, que recogieron los rayos de luz que fulguraban en su senda y hablaron al pueblo las palabras de Dios. Enoc, Noé, Moisés, Daniel, y la larga lista de patriarcas y profetas, todos fueron ministros de justicia. No fueron infalibles; eran hombres débiles, sujetos a yerro, pero el Señor obró por su medio a medida que se entregaban a su servicio.
Desde su ascensión, Cristo, la gran cabeza de la iglesia, ha llevado a cabo su obra en el mundo por medio de embajadores escogidos, mediante los cuales habla a los hijos de los hombres y atiende sus necesidades. La posición de aquellos que han sido llamados por Dios a trabajar en palabra y doctrina para la edificación de su iglesia está rodeada de grave responsabilidad. Ocupan ellos el lugar de Cristo, en la obra de exhortar a hombres y mujeres a reconciliarse con Dios; y únicamente en la medida en que reciban de lo Alto sabiduría y poder podrán cumplir su misión.
Los ministros de Dios están simbolizados por las siete estrellas, las cuales se hallan bajo el cuidado y la protección especiales de aquel que es el primero y el postrero. Las suaves influencias que han de abundar en la iglesia están ligadas a estos ministros de Dios, que han de representar el amor de Cristo. Las estrellas del cielo están bajo el gobierno de Dios. Él las llena de luz. Él guía y dirige sus movimientos. Si no lo hiciese, pasarían a ser estrellas caídas. Así sucede con sus ministros. No son sino instrumentos en sus manos, y todo el bien que pueden hacer se realiza por su poder.
Es para honor suyo para lo que Cristo hace a sus ministros una bendición mayor para la iglesia de lo que lo son las estrellas para el mundo, por medio de la obra del Espíritu Santo. El Salvador ha de ser su eficiencia. Si quieren mirar a él como él miraba a su Padre, harán sus obras. A medida que ellos dependan más y más de Dios, él les dará su resplandor para que lo reflejen sobre el mundo.
Los ministros de Cristo son los guardianes espirituales de la gente confiada a su cuidado. Su obra ha sido comparada con la de los centinelas. En los tiempos antiguos, se colocaban a menudo centinelas en las murallas de las ciudades, donde, desde puntos ventajosamente situados, su mirada podía dominar importantes puntos que habían de ser guardados, a fin de advertir la proximidad del enemigo. De la fidelidad de estos centinelas dependía la seguridad de todos los habitantes. A intervalos fijos debían llamarse unos a otros, para asegurarse de que no dormían y de que ningún mal les había acontecido. El clamor de ánimo o advertencia se transmitía de uno a otro, repetido por cada uno hasta que repercutía en todo el contorno de la ciudad.
A cada ministro suyo, declara el Señor: “Tú pues, hijo del hombre, yo te he puesto por atalaya a la casa de Israel, y oirás la palabra de mi boca, y los apercibirás de mi parte. Diciendo yo al impío: Impío, de cierto morirás; si tú no hablares para que se guarde el impío de su camino, el impío morirá por su pecado, mas su sangre yo la demandaré de tu mano. Y si tú avisares al impío de su camino para que él se aparte, […] tú libraste tu vida” (Eze. 33:7-9).
Estas palabras del profeta declaran la solemne responsabilidad que recae sobre aquellos que fueron nombrados guardianes de la iglesia, dispensadores de los misterios de Dios. Han de ser como ata- layas en las murallas de Sion, para hacer resonar la nota de alarma si se acerca el enemigo. Si por alguna razón sus sentidos espirituales se embotan hasta el punto de que no pueden discernir el peligro, y el pueblo perece porque ellos no dan la advertencia, Dios requerirá de sus manos la sangre de los que se pierdan.
Es privilegio de estos centinelas de las murallas de Sion vivir tan cerca de Dios, y ser tan susceptibles a las impresiones de su Espíritu, que él pueda obrar por su medio para apercibir a los pecadores del peligro y señalarles el lugar de refugio. Elegidos por Dios, sellados por la sangre de la consagración, han de salvar a hombres y mujeres de la destrucción inminente. Con fidelidad han de advertir a sus semejantes del seguro resultado de la transgresión, y salvaguardar fielmente los intereses de la iglesia. En ningún momento deben descuidar su vigilancia. La suya es una obra que requiere el ejercicio de todas las facultades del ser. Sus voces han de elevarse en tonos de trompeta, sin dejar oír nunca una nota vacilante e in- cierta. Han de trabajar, no por salario, sino porque no pueden actuar de otra manera, porque se dan cuenta de que pesa un ay sobre ellos si no predican el evangelio.
El ministro que sea colaborador con Cristo deberá poseer una profunda comprensión del carácter sagrado de su obra, y del trabajo y el sacrificio requeridos para hacerla con éxito. No procurará su comodidad o conveniencia. Se olvidará de sí mismo. En su búsqueda de las ovejas perdidas, no se percatará de que él mismo está cansado ni de que tiene hambre y frío. Tendrá solo un objeto en vista, la salvación de los perdidos.
El que sirve bajo el estandarte ensangrentado de Emmanuel tiene a menudo que vérselas con llamados que exigen esfuerzos heroicos y paciente perseverancia. Pero el soldado de la cruz resiste intrépidamente en el frente de batalla. Cuando el enemigo lo apremia en su ataque, él se vuelve hacia la Fortaleza para recibir ayuda; y, al clamar al Señor por el cumplimiento de las promesas de la Palabra, queda fortalecido para los deberes de la hora. Siente su necesidad de ayuda de lo Alto. Las victorias que obtiene no lo inducen a exaltarse, sino a apoyarse más y más plenamente en el Todopoderoso. Fiando en ese poder, estará capacitado para presentar el mensaje de salvación con tal fuerza que haga vibrar en otras mentes una cuerda de respuesta.
El Señor envía a sus ministros a presentar la palabra de vida, a predicar, no “filosofías y vanas sutilezas”, ni “la falsamente llamada ciencia”, sino el evangelio, “potencia de Dios para salud” (Col. 2:8; 1 Tim. 6:20; Rom. 1:16). “Requiero yo pues –escribió Pablo a Timoteo–, delante de Dios, y del Señor Jesucristo, que ha de juzgar a los vivos y los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina; antes, teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído, y se volverán a las fábulas. Pero tú vela en todo, soporta las aflicciones, haz la obra de evangelista, cumple tu ministerio” (2 Tim. 4:1-5). En este encargo, todo ministro tiene esbozada su obra, una obra que él puede hacer únicamente por el cumplimiento de la promesa que hizo Jesús a sus discípulos: “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mat. 28:20).
Los ministros del evangelio, como mensajeros de Dios a sus semejantes, no deben nunca perder de vista su misión ni sus responsabilidades. Si pierden su conexión con el Cielo, están en mayor peligro que los demás, y pueden ejercer mayor influencia para el mal. Satanás los vigila constantemente, esperando que se manifieste alguna debilidad por medio de la cual pueda atacarlos con éxito. ¡Y cómo se regocija cuando tiene éxito! Porque un embajador de Cristo que no esté en guardia permite al gran adversario arrebatar muchas almas.
El verdadero ministro no hará nada que empequeñezca su cargo sagrado. Se comportará con circunspección, y será prudente en su conducta. Obrará como obró Cristo; hará como Cristo. Empleará todas las facultades en la proclamación de las nuevas de salvación a quienes no las conocen. Llenará su corazón una intensa hambre de la justicia de Cristo. Sintiendo su necesidad, buscará con fervor el poder que debe recibir antes de poder presentar con sencillez, veracidad y humildad la verdad tal cual es en Jesús.
Los siervos de Dios no reciben honores ni reconocimiento del mundo. Esteban fue apedreado porque predicaba a Cristo y Cristo crucificado. Pablo fue encarcelado, azotado, apedreado y finalmente muerto, porque era un fiel mensajero de Dios a los gentiles. El apóstol Juan fue desterrado a la isla de Patmos, “por la palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo” (Apoc. 1:9). Estos ejemplos humanos de constancia en la fuerza del poder divino son para el mundo un testimonio de la fidelidad de Dios a sus promesas, de su constante presencia y gracia sostenedora.
Ninguna esperanza de inmortalidad gloriosa alumbra el futuro de los enemigos de Dios. El gran jefe militar conquista naciones, y deshace los ejércitos de medio mundo; pero muere de desilusión en el destierro. El filósofo que recorre el universo con su pensamiento, viendo por doquiera manifestaciones del poder de Dios y deleitándose en su armonía, deja muchas veces de contemplar en estos prodigios admirables la Mano que los hizo todos. “El hombre en honra que no entiende, semejante es a las bestias que perecen” (Sal. 49:20). Pero los héroes de Dios, poseídos de la fe, reciben una herencia de mayor valor que cualesquiera riquezas terrenas, una herencia que satisfará los anhelos del alma. Pueden ser desconocidos e ignorados por el mundo, pero en los libros del cielo están anotados como ciudadanos del Reino de Dios, y serán objeto de una excelsa grandeza, de un eterno peso de gloria.
La obra mayor, el esfuerzo más noble a que puedan dedicarse los hombres, es mostrar el Cordero de Dios a los pecadores. Los verdaderos ministros son colaboradores del Señor en el cumplimiento de sus propósitos. Dios les dice: Id, enseñad y predicad a Cristo. Instruid y educad a todos los que no conocen su gracia, su bondad y su misericordia. Enseñad a la gente. “¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán a aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?” (Rom. 10:14).
“¡Cuán hermosos son sobre los montes los pies del que trae alegres nuevas, del que publica la paz, del que trae nuevas del bien, del que publica salud, del que dice a Sion: Tu Dios reina!” “Cantad alabanzas, alegraos juntamente, soledades de Jerusalén: porque Jehová ha consola- do a su pueblo, a Jerusalén ha redimido. Jehová desnudó el brazo de su santidad ante los ojos de todas las gentes; y todos los términos de la tierra verán la salud del Dios nuestro” (Isa. 52:7, 9, 10).
Los que trabajan para Cristo nunca han de pensar, y mucho menos hablar, acerca de fracasos en su obra. El Señor Jesús es nuestra eficiencia en todas las cosas; su Espíritu ha de ser nuestra inspiración; y, al colocarnos en sus manos para ser conductos de luz, nunca se agotarán nuestros medios para hacer el bien. Podemos allegarnos a su plenitud, y recibir de la gracia que no tiene límites.
Sobre el autor: Mensajera del Señor.
Referencias
[1] Extraído de Obreros evangélicos, pp. 13-20