Todo había terminado. Aparentemente los sueños de los discípulos estaban hechos añicos en el polvo de la historia. Ya era domingo de tarde y Jesús, el amado Maestro, no sólo estaba muerto sino también había desaparecido. Su cuerpo no estaba más en la tumba.

Me impresiona la manera en que Juan relata la historia: “Cuando llegó la noche de aquel mismo día, el primero de la semana” (Juan 20:19). ¿Se dio cuenta de que, en algún momento, la noche llega para todos nosotros también? A medida que avanza la tarde, también llegan las sombras, las tinieblas, la oscuridad. Las sombras siempre son símbolos de tristeza, de dolor, de miedo. De acuerdo con Juan, las sombras envolvían las vidas de los discípulos de Cristo. Estaban tristes. Todos los castillos que habían construido a lo largo de tres años se habían derrumbado. El que creían que era el Mesías, el libertador de Israel, había sido crucificado como un criminal. A ellos mismos los estaban persiguiendo. Por eso se escondieron, y las sombras de esa noche no sólo envolvían sus cuerpos sino también sus almas. Vea como continúa el relato: “Estando las puertas cerradas en el lugar donde los discípulos estaban reunidos por miedo de los judíos, vino Jesús y puesto en medio, les dijo: Paz a vosotros”.

Para entender y aceptar la misión de Jesús, es necesario comprender lo que nos enseña este texto con respecto a las actitudes de Cristo y los discípulos. Ellos estaban dominados por el miedo. Se sabe que éste paraliza. Una persona dominada por el miedo no puede hacer nada, y cuando éste se transforma en pánico puede hacer algo, pero lo que hace no tiene sentido. ¿Cómo puede cumplir una misión alguien dominado por el miedo? Imagine a ese grupo de valientes pescadores, hechos para enfrentar las tormentas más terribles, reunidos allí con las puertas cerradas “por miedo de los judíos” ¿No se acordaban de la orden que dio Jesús antes de su muerte: “Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo” (Mat. 24:14)? ¿Cómo podían predicar con “las puertas cerradas”? Parte del mundo que debía recibir el evangelio eran los judíos, pero los discípulos se estaban escondiendo precisamente de ellos. ¿Se da cuenta de cómo destruye el miedo la visión, los sueños y la voluntad de hacer algo?

Por eso, apareció Jesús. Gracias a Dios, él siempre aparece para animar y dar una nueva oportunidad. Si hubiera dependido de los discípulos, la misión habría fracasado esa misma tarde sombría en la casa donde estaban escondidos, con las puertas cerradas. Pero Jesús apareció, y ahora note su actitud: “Se puso en medio de ellos”. ¿Por qué no a un lado? ¿Por qué no cerca o al frente? ¿Por qué en el medio? Porque él es el catalizador, de él depende la unidad, es el centro de todo, el fundamento, la piedra angular; él es todo. Sin él no hay evangelio ni evangelización. Esto es lo primero que debemos recordar antes de pensar en la misión o en cualquier otra actividad evangélica.

Observe ahora cómo se presentó Jesús. Comenzó con un saludo: “Paz a vosotros”. Paz, en hebreo, es shalom. No es sólo un saludo. Shalom es mucho más que sólo armonía y ausencia de conflictos. Es una de las palabras con más amplio significado en el diccionario hebreo. Jesús la usó dos veces en el corto relato que encontramos entre los versículos 19 al 23 del capítulo 20 de Juan.

¿Cómo podían tener paz los discípulos si vivían en mundo lleno de conflictos? ¿No estaban los dirigentes judíos, acaso, tratando de darles a ellos el mismo fin que le dieron a su Maestro? ¿Cómo podemos tener paz nosotros hoy, si vivimos en medio de tanta violencia?

Jesús nos dice por qué. Les mostró a sus discípulos las heridas aún abiertas de sus manos. Mostró su sacrificio, la obra gloriosa cumplida en la Cruz. Por esas heridas se derramó su sangre. La sangre es vida. Jesús quería decir que su muerte trajo vida a los seres humanos, que la deuda del hombre había sido pagada y que nadie más tenía que tener miedo de nada. Ni siquiera de la muerte, ni del pasado, ni del presente, ni del futuro, ni de principados, ni potestades, ni de los dirigentes judíos ni mucho menos de cumplir su misión.

La gente con miedo no puede cumplir ninguna misión. Por eso, era necesario expulsar el miedo de esos corazones y, para conseguirlo, Jesús apareció con la fuerza de su Palabra -que ya era bastante-, y a ella él añadió sus heridas como argumento incontestable.

¿Para qué todo esto? Para presentarles la misión: “Como me envió el Padre, así también yo os envío”, declaró. De nuevo vemos aquí la íntima relación que existe entre la palabra y el hecho. “Yo os envío”. Es una orden, pero no es sólo palabra, pues va acompañada de un hecho: “Como me envió el Padre”. Jesús no enviaría a nadie si primero él no hubiera sido enviado. Es pera que aceptemos hoy su invitación a ir, porque él vino primero: la palabra y el hecho unidos de manera extraordinaria en la vida del Señor Jesús.

¿Quién era usted antes de ser pastor? ¿Qué sería si no fuera pastor? Personalmente, toda la eternidad no me bastará para agradecerle a Dios porque un día alcanzó a mi familia con la luz del evangelio. Éste abrió los ojos de mi madre a fin de que pudiera ver las bendiciones de la educación cristiana, y convencer a mi padre para que la familia se mudara cerca del colegio cristiano donde me llegó la invitación de Jesús de prepararme para ser pastor y salir a predicar.

¿Hay motivos para tener miedo? ¿Por qué? ¿Acaso Jesús no está entre nosotros mostrándonos su obra de redención? ¿Acaso no resucitó, derrotando a la muerte y declarando su victoria definitiva sobre las fuerzas del mal?

Jesús es capaz de encontrar vidas paralizadas, semidestruidas, abatidas o desesperadas. Jesús es capaz de encontrar personas escondidas, tímidas, avergonzadas, con las puertas de sus vidas cenadas por las circunstancias más adversas. Jesús siempre está dispuesto a lograr que esas personas renazcan, a fin de enviarlas a cumplir su misión.

Ese domingo de tarde, después de desearles paz a sus discípulos, y después de enviarlos al mundo a cumplir la misión, Jesús hizo dos cosas más: Sopló en dirección de ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo”.

¿Recuerda usted cuándo fue la primera vez que Dios sopló? Fue en ocasión de la creación para darle vida a un cuerpo de barro. ¿Sabe algo? Si no fuera por ese soplo divino, seríamos sólo baño. Pablo dice, en 2 Corintios 4:7, que “tenemos este tesoro en vasos de barro”. ¡Ay de usted y de mí si un día llegáramos a la conclusión de que porque aceptamos el ministerio somos el tesoro! Somos sólo vasos de barro. El tesoro es Jesús. Él nos dio vida, valor, fuerza y poder; por el soplo divino que le dio vida al cuerpo de barro y por el soplo de Jesús, que hizo de ese grupo temeroso de discípulos hombres sin miedo que salieron a los cuatro rincones de la tierra para predicar el evangelio sin importarles su propia vida.

Escuche: Si Jesús pudo hacer maravillas en las vidas de esos hombres, ¿no será capaz de hacerlas en favor de nosotros, para nosotros y por medio de nosotros?

Por eso, en este Día del Pastor, lo invito a reflexionar en su propia historia. Lo invito a que se deje encontrar una vez más por Jesús. En el silencio de su corazón, observe una vez más las heridas de las manos de Jesús, contemple su amor por usted escrito con sangre y escuche su invitación: “Como me envió el Padre, así también yo os envío”. Después de eso sienta el soplo de Jesús, que trae vida, perdón y poder para cumplir la misión. Reciba al Espíritu, y parta sin miedo para alcanzar una nueva dimensión en su ministerio.

Sobre el autor: Secretario de la Asociación Ministerial de la División Sudamericana.