Este año mi esposo y yo completamos 19 pasaba por la entrada principal del Instituto años en el ministerio. A veces cerramos los ojos y recordamos cosas – ¡tantas cosas…! – alegres y tristes, gratas e ingratas, que ocurrieron en ese período de trabajo. Recuerdo, por ejemplo, los primeros años allá en Nanuque, lugar difícil, recién casados y lejos de todo lo que nos era querido. Mi esposo se lanzó al trabajo, incansable, entusiasta, con todo el vigor de la juventud.
Recuerdo aquella primera serie de conferencias. Cada noche el salón se llenaba y mi esposo se sentía feliz. Yo, por mi parte, en una pequeña sala, luchaba con los niños. Casi me desesperaba con el ruido ensordecedor de esos muchachitos. Parecía que nadie prestaba atención a lo que yo decía, por más material audiovisual que les presentara.
El tiempo fue pasando. Meses después mi esposo vio las primeras almas bautizadas como fruto de las conferencias. Allí estaban los resultados de su trabajo. Él podía verlas, abrazarlas y su rostro dibujaba una amplia sonrisa de satisfacción. Yo, por el contrario, si bien era cierto que me sentía feliz con el éxito que Dios concedía a mi esposo, tenía una sensación de fracaso en el fondo de mi corazón. ¿Qué había logrado? ¿Podía ver el resultado de mi trabajo? Parecía que no. Aquellos niños continuaban con su irreverencia y tuve la sensación de que había perdido mi tiempo.
Pasaron muchos años… Cierto día, cuando Adventista de Ensino (San Pablo, Brasil), Ocurrió algo muy interesante. El joven que supervisaba la entrada, mirándome fijamente, dijo: “Yo la conozco”. Al principio me sorprendí. Pero él continuó: “En Nanuque, sí, fue en /Nanuque. Nunca la podré olvidar. Ud. me, enseñaba cuando yo era niño. Era el más ruidoso del grupo. Ud. muchas veces sintió deseos de expulsarme, podía verlo en sus ojos. Yo veía que Ud. estaba desilusionada con los niños; pero miré cómo son las cosas, nunca me olvidé de todo lo que Ud. dijo. Muchas veces sentí deseos de salir de la iglesia, pero siempre recordaba sus consejos, sus palabras. Ellos fueron los que me ayudaron a permanecer en la iglesia y a prepararme para servir algún día en la Obra como pastor”.
Aquella noche, oré al Señor y le dije: “Oh, Señor, perdóname por haber pensado que mi trabajo no daba frutos. Hoy, después de tantos años pude ver en ese muchacho los frutos que creí que nunca iría a cosechar. Muchas gracias, Señor, por permitirme ser la esposa de un pastor”.
A veces cerramos los ojos y recordamos cosas – ¡tantas cosas…! – y algunas de ellas nos hacen derramar alguna lágrima de gratitud, como ésta por ejemplo.
Sobre la autora: Iracilda Rodrigues Stabenow es esposa del pastor Paulo Stabenow, director de la Compañía de Alimentos de la DSA.