Un domino de noche, aturdido por los efectos de la bebida, un ebrio de andar torpe y vacilante entró en una iglesia. Se acomodó en un asiento y, vencido por el sueño, se quedó dormido. Al final del servicio religioso el soñoliento visitante fué despertado por un bondadoso diácono, y llevado a presencia del pastor. Pero como estaba tan embotado por os vapores del alcohol, no consiguió responder a las preguntas que se le formularon.

Aun cuando volvió a la iglesia en varias ocasiones posteriores, siempre estaba embriagado. Cuando el pastor averiguó dónde vivía ese hombre, obtuvo su dirección, y además supo que no se embriagaba durante los días de trabajo. Sin embargo, los sábados y domingos se entregaba invariablemente a las libaciones de la copa.

El pastor se percató de que, para hablar con él acerca de su necesidad de un Salvador, tendría que hacerlo en la noche de algún otro día. Pero en su agenda tenía tantos compromisos que no le quedaba tiempo para visitar al necesitado ebrio y ayudarle a vencer el vicio y encontrar a Cristo.

Al cabo de algunas semanas, el atareado pastor recibió, cual terrible impacto, la infausta noticia de la muerte del desdichado desconocido ocurrida en un lamentable accidente. El pastor describió el dolor que le oprimió el corazón, como resultado de aquel desenlace, con las siguientes palabras:

“Me sentí profundamente conmovido cuando me informaron de su muerte. Me quedé pensando acerca de cuál habría sido el resultado si yo lo hubiera visitado.

“Entonces me convencí de que estaba demasiado ocupado. En consecuencia, reorganicé todo mi programa de trabajo. Descarté las cosas que no eran esenciales. Ahora me estoy concentrando en el trabajo para el cual Dios me ha llamado: el de ganar almas”.

En alguna parte leí la patética experiencia de un joven que, para sobreponerse a grandes luchas espirituales, trató de obtener la asistencia y orientación de un talentoso predicador que lo había inspirado en la práctica del bien y en el ejercicio de la virtud, con sus vibrantes mensajes presentados desde el púlpito. Pero el genial predicador estaba tan ocupado con la preparación de un sermón, que no tuvo tiempo para atenderlo y ayudarlo en la solución de sus problemas e inquietudes.

Chasqueado en su deseo de entrevistarse con el pastor, decidió precipitadamente no volver más a la iglesia. Y los problemas que lo inquietaban los resolvió en una forma insensata e infeliz.

Convendría que examinásemos con mayor atención la rutina diaria de nuestras actividades para ver si en verdad no estamos demasiado ocupados en la preparación de sermones, en desmedro del trabajo individual por las almas. “En la obra de muchos ministros hay demasiados sermones y demasiado poco trabajo personal, de corazón a corazón. Hay necesidad de más labor personal por las almas. Con una simpatía como la de Cristo, el predicador debe acercarse a los hombres individualmente, y tratar de despertar su interés por las grandes cosas de la vida eterna” (Obreros Evangélicos, pág. 193).

Uno de los peligros que conspiran contra el ministro adventista de nuestros días consiste en que se absorba tan completamente en sus estudios o en los negocios de la iglesia, que no le quede tiempo para este íntimo contacto con las almas que, ansiosas, anhelan conocer las magníficas lecciones de la verdad.

Cuando los predicadores de la iglesia primitiva advirtieron este peligro, se apresuraron a elegir “varones de buena reputación, llenos de Espíritu Santo y sabiduría”, en cuyas manos confiaron los negocios de la iglesia. En esa forma ellos pudieron dedicarse sin reservas al ministerio de la palabra, presentando a las multitudes las insondables riquezas de Cristo, e intimando con las personas por quienes trabajaban.

Hace algunos años, un encanecido ministro, después de 27 años de actividad pastoral, renunció dramáticamente a su pastorado, para dirigir una activa cruzada de evangelismo. Para justificar su actitud, dijo:

“Durante todos estos años mantuve a la congregación en paz y armonía. Siento como si hubiese ido de un lado a otro con un chupete en una mano y un cascabel en la otra, consolando, dando consejos, apaciguando y mimando. “Recogí fondos y reuní dinero con el que construí edificios. Y, como pude organizar reuniones con fines materiales e inspirar a las congregaciones para levantar fondos, me consideran un pastor de éxito.

“Pero, ¿para qué continuar? Hice sólo lo que habían hecho otros pastores, y trabajé como ellos habían trabajado. Al cabo de todos estos años de actuación tengo la impresión de que estuve demasiado ocupado con las cosas de menor importancia.

“Durante todo mi ministerio había millares de personas que no procuré alcanzar. Mientras perdía mi tiempo para mantener en la lista de contribuyentes a la Hna. Fulana, había centenares de pecadores a los que podría haberme acercado con el poder salvador del Evangelio de Jesucristo.

“No, yo sólo estuve ‘entreteniendo’ mientras el fuego del diablo consumía las vidas y las almas de los hombres por cuya salvación murió Jesús” (Religious Digest, septiembre de 1951).

Satanás, si pudiera hacerlo, derrotaría el Movimiento Adventista recargando de tal forma a la ¡mayor parte de nuestros ministros con las actividades comunes de la iglesia, que no les quede tiempo para llevar el mensaje de esperanza a los que están en tinieblas.

No debemos desviarnos del objetivo que se nos ha señalado divinamente. Inspirémonos en el ejemplo de Jesús que, en su agitado ministerio, siempre encontró tiempo para acercarse a los afligidos, los enfermos y los abatidos.

“Nuestro Salvador iba de casa en casa, sanando a los enfermos, consolando a los que lloraban, calmando a los afligidos, hablando palabras de paz a los desconsolados. Tomaba a los niños en sus brazos, los bendecía y decía palabras de esperanza y consuelo a las cansadas madres. Con inagotable ternura y amabilidad, él encaraba toda forma de desgracia y aflicción humanas. No trabajaba para sí, sino para los demás. Era siervo de todos. Era su comida y bebida dar esperanza y fuerza a todos aquellos con quienes se relacionaba” (Obreros Evangélicos, pág. 196).

Si en nuestro absorbente programa pastoral consagramos más tiempo a un fervoroso evangelismo personal, podremos decir con Pablo: “Cómo nada que fuese útil he rehuido de anunciaros y enseñaros, públicamente y por las casas… arrepentimiento para con Dios, y la fe en nuestro Señor Jesucristo” (Hech. 20:20, 21).