Necesitamos clarificar la misión de esta Iglesia. ¿Por qué trajo Dios a la existencia a esta Iglesia? ¿Qué estamos predicando?
Estimado hermano Folkenberg: Usted recibió hace poco una carta, con copia para mí, que dice: “Los oficiales de la Asociación han leído y discutido el artículo de David Newman ‘Misión Global, mi misión’, que apareció en el número de abril de la revista Ministry. Pastor Folkenberg, nosotros tomamos un voto en nuestra reunión de oficiales del 2 de abril de 1991. El voto expresa desagrado y disgusto con relación al contenido del artículo del pastor Newman.
“Le agradará saber que aprobamos lo que David pretende sostener como su tema y su enfoque que es ‘predicar a Cristo y Cristo crucificado’. Sin embargo, su artículo, con pocos cambios menores, podría haber sido escrito por bautistas o pentecostales. En vez de exaltar a Jesús, este artículo desalentará a muchos y alimentará el fuego de la crítica”.
Los dirigentes de esta asociación siguen diciendo que he desacreditado a la iglesia, a los evangelistas, la honestidad de los registros de la asociación, y las doctrinas adventistas y dado armas a nuestros críticos, compartiendo con ellos algunos de los problemas internos.
La carta destaca dos problemas cruciales en nuestra Iglesia actual: 1. ¿Cuál es nuestro mensaje? 2. ¿Estamos convirtiendo a la gente a este mensaje en forma adecuada?
Robert Spangler, mi predecesor, escribió una carta abierta al presidente de la Asociación General (véase diciembre de 1979), pero ésta es la primera que yo escribo como director. No hay duda de que están sucediendo cosas buenas en nuestra iglesia. Muchos pastores e iglesias están ardiendo y brillando por Jesucristo y ganando almas para su reino. Todavía somos el de mayor crecimiento entre todos los grupos religiosos. Nuestro pueblo todavía da generosamente sus diezmos y ofrendas. Y muchos, como los dirigentes de esta asociación, no creen que haya nada fundamentalmente erróneo en nuestra Iglesia. Sin embargo, hay muchos dirigentes y laicos que creen exactamente lo contrario. Este es el tema de esta carta abierta.
Pero también la abrumadora respuesta (más cartas de las que se han recibido jamás por causa de un artículo) que he recibido por mi artículo ‘Misión Global, mi misión”, y las discusiones que se produjeron en el concilio anual de 1991 en Perth con respecto a la condición laodicense de la Iglesia, motivan esta carta abierta. También está motivada por la declaración de objetivos de la revista El Ministerio que dice en parte: “El Ministerio se propone servir como voz profética llamando a la iglesia de vuelta a los fundamentos bíblicos que constituyen los ideales, los valores y la verdad adventista”.
Tenemos la tendencia a negar la existencia de problemas reales debido a la estridente crítica que recibimos de los grupos independientes. Cualquiera que suscita la cuestión de que no todo está bien tiene que hacerle frente a la sospecha y la acusación de deslealtad a la Iglesia. Sin embargo, el problema con la condición laodicense de la Iglesia es que no está dispuesta a admitir que es cualquier cosa, menos rica y sin necesidad de “ninguna cosa” (Apoc. 3:17).
La Declaración de Perth
Pastor Folkenberg, recuerdo muy bien la discusión acerca de la Declaración de Perth en el Concilio Anual de 1991. El pastor N. C. Wilson hizo una elocuente súplica en el sentido de que se hiciera alguna referencia a la condición laodicense de nuestra Iglesia. La Declaración de Perth llamó a nuestros miembros a una renovada dedicación a Cristo y también apeló a los grupos independientes que hay entre nosotros a detener sus actividades que causan división.
El pastor Wilson dijo que nuestra renuencia a admitir nuestra condición laodicense alienta el surgimiento de muchos ministerios independientes. Pero no quisimos hacerle frente al verdadero problema. Todo lo que hicimos fue añadir una frase en un vacilante intento de indicar que estamos conscientes de nuestra condición laodicense. Yo estaba allí y no dije nada. Comparto la responsabilidad colectiva.
La Declaración de Perth intentó señalarnos la dirección correcta diciendo: “Desde el púlpito, en la instrucción personal, en las reuniones de obreros tal como son conducidas por la Asociación Ministerial y los administradores de cada campo, en conferencias públicas, debemos presentar a Jesús en el marco de la verdad presente como respuesta a toda necesidad humana”.
Elena G. de White fue la primera en aplicar el mensaje a nuestra Iglesia en la década de 1850 (Testimonies, tomo 1, págs. 141-146; 185-195), y durante todo el curso de su ministerio nunca alentó a la iglesia a creer que había escapado a esta condición laodicense. Dijo que nunca podríamos hacer la obra que Dios desea que hagamos en realidad hasta que todos admitiéramos, de todo corazón, que estamos en una condición laodicense y buscáramos el remedio divino como nuestra prioridad.
Dios nos dice que a Laodicea le encanta espaciarse en la complacencia de sus éxitos y realizaciones. Por ejemplo, nos enorgullecemos de nuestros éxitos bautismales y del aumento de feligresía. De alguna manera estas cifras han llegado a convertirse en más importantes que las personas a quienes representan. Hace poco el presidente de una asociación hizo un censo de la feligresía de su campo. En los registros había más de 3000 miembros, pero el censo sólo pudo dar cuenta de 721. Otro presidente hizo lo mismo y sólo pudo hallar 330 de 1000 miembros. Otro campo sólo pudo hallar a 1400 de un registro de más de 8,000 que estaban en los libros.
Si usted examina el Informe Estadístico Anual de la Asociación General de los diez últimos años encontrará que en algunas partes del mundo las apostasías son prácticamente inexistentes. Las asociaciones/misiones de más de 20,000 e incluso 30,000 miembros informan una o dos apostasías cuando mucho en un año. Claro, es posible que estos campos alimenten y retengan mejor a sus miembros que los de otras latitudes. Sin embargo, personas que han trabajado en esas regiones me han mencionado otras razones. No quiero dar a entender que todas las asociaciones/misiones han inflado excesivamente sus registros de feligresía; algunos toman el consejo de Elena G. de White seriamente; “Dios preferiría que hubiese seis personas cabalmente convertidas a la verdad antes que sesenta que lo profesasen y no fuesen verdaderamente convertidas” (Obreros Evangélicos, pág. 383). Algunos creemos que si tomáramos un censo global hallaríamos sólo la mitad de los miembros que aparecen en los libros. Es posible que esa sea la razón por la cual somos tan renuentes a esforzarnos por saber todo; tememos descubrir la verdad.
Reconociendo que hay algunos problemas reales en este asunto, la Asociación Ministerial de la Asociación General hizo una petición formal a los presidentes de las divisiones en el Concilio Anual de 1990 para hacer un registro de asistencia a la iglesia a nivel mundial. ¿Estamos convirtiendo en discípulos a las personas a quienes bautizamos? Pero los presidentes de las divisiones rechazaron la idea.
Citaron muchas razones como, por ejemplo, que ya hay demasiadas estadísticas, y la dificultad para obtener la información. Pero sin ella nadie sabe con seguridad cuán “blandas” son en realidad nuestras cifras de feligresía.
Los registros exactos de feligresía son importantes. Muchas decisiones, como los delegados a los congresos administrativos, se hacen en base a estas cifras. Por lo tanto, aquellas regiones del mundo que son más diligentes al tratar el problema de la apostasía están, en cierta forma, penalizadas por seguir los principios bíblicos en la aplicación de la disciplina eclesiástica. Además, sufrimos espiritualmente cuando tratamos ligeramente las cifras de la feligresía. Elena G. de White nos recuerda: “Dios no obra para traer muchas almas a la verdad, a causa de los miembros de la iglesia que nunca se han convertido, y aquellos que fueron una vez convertidos pero que han apostatado” (Testimonies, tomo 6, pág. 371).
Auditores espirituales
La primera sugerencia que le hago en esta carta abierta, hermano Folkenberg, es que nombremos auditores espirituales separados de la administración de la Iglesia. Nadie sugiere que nuestros tesoreros sean deshonestos porque empleamos auditores financieros para supervisar su trabajo. Reconocemos que los seres humanos son falibles, que cometen errores, y que interpretan los reglamentos en forma diferente. Los auditores proveen cierta supervisión y equilibrio.
Si nos interesamos tanto en los asuntos materiales, ¿no deberíamos tener, al menos, el mismo interés en el mundo espiritual? Nuestros dirigentes son hombres y mujeres honestos. Pero son falibles, cometen errores e interpretan en forma diferente los reglamentos. Además, cuando el número de miembros anotado tiene una relación directa con los subsidios financieros y el número de delegados a los congresos, es muy humano ser tan generosos con uno mismo como sea posible. Necesitamos una revisión independiente para supervisar el sistema de bautismos, feligresía, asistencia, del mismo modo como procedemos con las finanzas.
Y dicha revisión no tiene por qué ser difícil. Mi padre fue presidente de asociación en una división hace más de 30 años. Cuando llegó a dicha asociación halló un número de miembros pero no los nombres que avalaran dicha cifra. Descubrió que las iglesias locales no tenían registros de sus miembros. Visitó a cada una de ellas (más de 100) y pidió a los pastores que escribieran los nombres de cada uno de los miembros. Más tarde imprimió una tarjeta por triplicado para registrar toda la información de los miembros (una para la oficina de la asociación, otra para la iglesia local y una tercera para los miembros). Cuando el plan terminó, tuvo que hacer un ajuste de la feligresía de la asociación, rebajando la cifra en más de 1000.
Dos formas de concebir la salvación
El siguiente punto de esta carta abierta tiene que ver con nuestra misión. Creo que aquí reside la base de todos nuestros problemas. Si resolvemos ésta, tendremos la clave para resolver todas nuestras otras dificultades.
En 1990, la junta directiva de una de nuestras divisiones mundiales votó enviar una expresión de preocupación a la Asociación General con respecto a la repetida confusión e inclinación en algunas de nuestras publicaciones con relación a (1) la definición y naturaleza de la justificación; (2) la relación de la justificación con la obra transformadora del Espíritu Santo; (3) el perfeccionismo; (4) el deterioro de la seguridad cristiana; y (5) el uso selectivo de las citas de Elena G. de White.
El voto continuaba detallando la extensión del problema y concluía con lo siguiente: “Solicitar a la Asociación General que endose la declaración propuesta por la División para que sirva de punto de partida para nuestros… en cuanto a la posición aceptada de la Iglesia sobre la naturaleza de la justificación y la relación con la renovación interna del Espíritu Santo”.
Hasta el momento la Asociación General no ha contestado esta solicitud. Cada dirigente desea abarcar con un abrazo, tan grande como sea posible, a cada miembro de la familia de Dios. Pero ha llegado el momento cuando nosotros, como dirigentes, hemos de tomar una posición que debe considerarse. Necesitamos clarificar la misión de esta Iglesia. ¿Por qué trajo Dios a la existencia a esta Iglesia? ¿Qué estamos predicando?
Hermano presidente, usted me ha dicho que la carga de su corazón es ver que nuestro pueblo tenga la seguridad de su salvación. ¿Por qué, después de más de 150 años de existencia, nuestro pueblo no entiende ésta que es la más básica de todas las doctrinas? Mis directores asociados y yo detectamos una lamentable confusión en todo el campo mundial en este aspecto. Creo que se debe a que no hemos establecido cuáles son las bases de nuestra salvación. Algunos de nosotros estamos enseñando una teología católica romana disfrazada de la salvación. Otros están confusos en cuanto al equilibrio que deberían observar al enfatizar la obra de Cristo por nosotros y su obra en nosotros. Ambas son necesarias, pero necesitamos comprender la función de cada una. La obra de Cristo en nosotros, sin embargo, se basa siempre en la aceptación de la obra de Cristo por nosotros.
Me he quedado sorprendido por las cartas y comentarios que hemos recibido que nuestra misión no es la de levantar a Cristo. Dicen que no debemos tratar de imitar a los pentecostales en la predicación del Evangelio de Jesús. Otros dicen que nuestro énfasis no debería ser el de los cristianos del primer siglo. Nuestro énfasis hoy debería ser la victoria sobre el pecado, alcanzar una perfección del carácter que ninguna otra generación ha logrado. Por supuesto, creo firmemente que la victoria sobre el pecado es vital; prepararnos para la traslación es una experiencia singular, pero ¿es éste nuestro énfasis?
La confusión surge del hecho de que nuestra Iglesia comenzó su obra con una audiencia, mientras que ahora tenemos dos. Originalmente predicamos mayormente a una audiencia cristiana. Pero después comprendimos que también existe un mundo no cristiano. Pero fuimos muy lentos en el cambio de nuestro énfasis. Debemos comprender las diferencias entre el evangelismo que tiene como objetivo la conversión y el que produce crecimiento espiritual y la aceptación de verdades descuidadas como el sábado. Debemos determinar cuál de estos objetivos es la necesidad particular de la audiencia específica a la cual nos dirigimos.
Esta falta de comprensión de las dos audiencias significa que algunos de nosotros suponemos que ya no necesitamos enfatizar algo que ocurrió en el pasado (la cruz). Consecuentemente, la verdad presente se enfoca en el presente y en el estar listos para encontrarnos con Jesús, con el mayor énfasis en “estar listos”.
Nuestra Misión
¿Cuál es la misión primaria de nuestra Iglesia? Veamos qué deseaba Dios que fuera Israel cuando lo llamó. No lo llamó su pueblo porque eran grandes en número (Deut. 7:7,8) o porque fueran justos o un pueblo íntegro (Deut. 9:5); al contrario, era un pueblo terco y duro de cerviz (véase Deut. 9:6). No podían vanagloriarse de que Dios los hubiera elegido a causa de sus cualidades especiales. Dios los eligió porque él es Soberano. No los necesitaba para probar su carácter, sino para que exaltaran su nombre.
Dios no prometió a Israel prosperidad, salud y preeminencia (Deut. 28:1,9-11,13), para gloria de ellos, sino para Su propia gloria. Así, cuando la reina de Seba visitó a Salomón y vio las riquezas de su reino y escuchó su sabiduría, fue constreñida, no a alabar a Salomón, sino al Dios de los cielos por su grandeza (1 Rey. 10:9).
Desafortunadamente, Israel olvidó quién les había dado estas riquezas, y comenzó a confiar en su propio éxito en vez de confiar en el Dios que lo había dado. Hicieron la letra de la ley más importante que el espíritu de la ley. Pusieron la tarea por encima de la relación. Nunca fue el propósito de Dios que Israel se enorgulleciera de su éxito, se gloriara del número (David y el censo) y de su fama. Su tarea consistía en señalar a Dios y engrandecer su nombre.
No debemos confundir el papel de Dios con el nuestro. El Señor quería señalar a Israel como un ejemplo de lo que ocurre cuando un pueblo sigue a Dios y es obediente a su mandato tal como lo hizo con Job. La obediencia es vital en nuestro caminar con Dios, y la victoria sobre el pecado es esencial en el plan de salvación (1 Juan 3:21-24). Pero eso es algo por lo cual Dios, y no nosotros, debe gloriarse. El papel de Israel era hablar acerca de Dios, hablar de su grandeza, y luego su éxito debía testificar de la verdad acerca de Dios.
En la actualidad todavía existen dos funciones: la de Dios y la nuestra. Nuestro papel es levantar la cruz, hablar de Jesús, de sus maravillas, su gloria, su salvación. La parte de Dios es mostrar al universo lo que ocurre cuando un pueblo se rinde y entrega a Jesucristo. Nuestra obediencia, imperfecta como puede ser, es una fuente de gozo para Dios. Él quiere ponernos como un ejemplo de cómo puede ser la vida cuando un pueblo le sirve. Sin embargo, cuando enfatizamos la obediencia y disminuimos el énfasis sobre la cruz; cuando hablamos más de lo que Dios hace en nosotros que de lo que él ha hecho por nosotros, usurpamos el papel de Dios.
Los judíos tomaron las doctrinas, las normas, que Dios les había dado y las convirtieron en fines en sí mismas en vez de medios. Dios les había dado el sábado, el séptimo día cuyo propósito era ser una bendición, pero se convirtió en una carga. En vez de incitar a los paganos a inquirir acerca del Dios del cielo, el sábado los repelió. En vez de ser un tiempo para mejorar las relaciones, se convirtió en ocasión para enfocar la forma de guardarlo en vez de llevarlos a conocer al Señor del sábado.
Pablo nos recuerda que “Israel”, que iba tras una ley de justicia, no la alcanzó. ¿Por qué? “Porque iban tras ella no por fe, sino como por obras de la ley, pues tropezaron en la piedra de tropiezo” (Rom .9:31, 32). ¿Hemos tropezado en la misma piedra de tropiezo como Iglesia? Cristo, el escándalo (piedra de tropiezo). Su gracia es de tal manera ajena al reino de la experiencia humana, que el comprenderlo es un constante desafío.
Apocalipsis 14:6-12 es nuestra cédula; pero tal parece que nos detenemos más en el mensaje del tercer ángel (la marca de la bestia) que en el del primer ángel (el Evangelio eterno). Y como Israel no siguió el plan de Dios, él abandonó la idea de revelarse a sí mismo a través de la prosperidad material de un grupo particular de personas. Jesús dijo que Dios se revelaría mejor a través de la profundidad y pasión de las relaciones interpersonales: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35).
Pablo dijo que “toda la ley en esta sola palabra se cumple: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Pero si os mordéis y os coméis unos a otros, mirad que también no os consumáis unos a otros” (Gál. 5:14, 15). Y Pedro enfatiza que somos “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable” (1 Ped. 2:9). Luego el apóstol enfatiza que la razón para realizar buenas obras es importante, y el vivir correctamente es vital, no para llevarnos al cielo, sino para que los no cristianos puedan glorificar “a Dios en el día de la visitación, al considerar vuestras buenas obras” (vers. 12).
¿Glorifica la gente a Dios cuando oye el nombre “Adventista del Séptimo Día”? ¿O más bien nos felicitan por nuestros hospitales, nuestro sistema de beneficencia global en tiempos de desastres, y por nuestro maravilloso sistema educativo, etc.? ¿No será que Cristo ha quedado relativamente eclipsado por todas nuestras “buenas obras” y por nuestras doctrinas distintivas? Jesús dijo que la unidad de la Iglesia- del Señor entre todos los diversos grupos étnicos sería una fuente de asombro para el mundo (Juan 13:35). ¿Es ese el caso de nuestra Iglesia?
Jesús, la única respuesta
Jesús dijo, “Y yo, si fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo” (Juan 12:32). Sólo él es “El Camino, y la verdad, y la vida” (Juan 14:6). “Y en ningún otro hay salvación; porque no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hech. 4:12). Pablo anunció: “Porque no me avergüenzo del evangelio, porque es poder de Dios para salvación a todo aquel que cree; al judío primeramente, y también al griego” (Rom. 1:16).
Pablo comprendió, después de probar varias formas muy sofisticadas de enseñar al pueblo, que el mayor poder reside en predicar a Cristo solamente: “Pues me propuse no saber entre vosotros cosa alguna sino a Jesucristo, y a éste crucificado” (1 Cor. 2:2). Y cuando se gloriaba, únicamente lo hacía “en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo” (Gál. 6:14). Podría yo citar veintenas de textos que dan el mismo énfasis.
Pero algunos creen que nuestro énfasis debería ser diferente ahora; que es correcto y propio enfatizar el sábado, la reforma pro salud, la vida victoriosa… Hemos caído en la misma trampa que los fariseos. Jesús los reprendió por descuidar lo más importante de la ley: justicia, misericordia, fidelidad, mientras se detenían en otros asuntos que, aunque importantes, eran de menor trascendencia (Mal 23:23,24). Dios ha llamado a esta Iglesia a cumplir el mismo papel que había encomendado a su Iglesia a través de todas las etapas de su historia. El nos ha llamado, no porque seamos grandes, o perfectos, o porque seamos numerosos, sino porque nos ha dado la comprensión de la gran controversia que otras denominaciones no tienen. Dios quiere que compartamos la importancia de obedecer su ley. Pero siempre debe ser en el contexto de glorificar a Dios y levantar la cruz. Elena G. de White aclara perfectamente cual debiera ser nuestro énfasis primario.
“Cristo colgando de la cruz, era el evangelio. Ahora tenemos un mensaje: ‘He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo’. Los miembros de nuestra iglesia, ¿no querrán conservar los ojos fijos en un Salvador crucificado y resucitado en quien se centran sus esperanzas de vida «tema? Este es nuestro mensaje, nuestro tema, nuestra advertencia al impenitente, nuestro estímulo para el sufriente, la esperanza para cada creyente” (Comentario Bíblico Adventista, tomo 6, pág. 1113).
“La cruz del Calvario desafía, y finalmente vencerá a todo poder terrenal e infernal. En la cruz se centra toda influencia, y de ella fluye toda influencia. Es el gran centro de atracción, pues en ella Cristo entregó su vida por la raza humana. Este sacrificio se ofreció con el propósito de restaurar al hombre a su perfección original. Sí, aún más: fue ofrecido para transformar enteramente el carácter del hombre haciéndolo más que vencedor” (Ibid).
“Hay una gran verdad central que debe conservarse siempre ante la mente mientras se escudriña la Escritura: Cristo y Cristo crucificado. Cualquier otra verdad está investida de influencia y poder sólo en cuanto se relaciona con este tema… Es una de las grandes verdades que debe ser constantemente mantenida ante la mente de todos los hombres” (Materiales de Elena G. de White de 1888, tomo 2, págs. 806-807).
“Los adventistas del séptimo día debieran destacarse entre todos los que profesan ser cristianos, en cuanto a levantar a Cristo ante el mundo. La proclamación del mensaje del tercer ángel exige la presentación de la verdad del sábado. Esta verdad, junto con las otras incluidas en el mensaje, ha de ser proclamada; pero el gran centro de atracción, Cristo Jesús, no debe ser dejado a un lado” (Obreros evangélicos, pág. 164).
“Cristo crucificado, hablad de él, orad por él. cantad de él, y quebrantará los corazones. Este es el poder y la sabiduría de Dios para ganar almas para Cristo” (Testimonies, tomo 6, pág. 67).
Dos cuadros
La controversia con respecto a la misión y el énfasis de nuestra Iglesia está gráficamente presentada en dos pinturas encargadas por Jaime y Elena White. Estas pinturas revelan dos formas de considerar nuestra misión.
En 1878 Jaime White produjo el primer cuadro ilustrando el plan de salvación del Edén hasta la tierra nueva. Cristo y la ley recibieron igual reconocimiento. Sin embargo, Jaime White comenzó a pensar más acerca de este cuadro y estaba en el proceso de revisarlo cuando murió. Elena G. de White completó el cuadro revisado en 1883. Note el notable cambio del énfasis. La ley y el árbol desaparecen completamente, aunque la ley todavía está presente en el simbolismo del monte Sinaí como trasfondo. Ahora el ojo es atraído firmemente hacia el énfasis central, el cual es Cristo levantado sobre la cruz.
Muchos miembros de nuestro pueblo, y me atrevería a decir que algunos de nuestros ministros también, todavía están viviendo y enseñando el primer cuadro. Dios está esperando que su Iglesia adopte, de todo corazón, el énfasis del segundo cuadro. Dios ha levantado a nuestra Iglesia para revelar la importancia de la ley, especialmente el sábado, pero no a expensas de la cruz de Cristo. Todo está todavía allí, la ley, las obras, las doctrinas, pero todo está colocado en su correcta relación con la cruz. Nosotros levantamos la cruz ante el mundo, y Dios nos levanta delante del universo. Pero sólo lo podrá hacer cuando pongamos primero las cosas que van en primer lugar y dejemos que el mundo sepa que Cristo y Cristo crucificado es nuestra pasión, nuestro énfasis, nuestro gozo, y el punto central de nuestra doctrina.
Cuando el mundo escucha el nombre Adventistas del Séptimo Día, el cuadro de la cruz debería ser lo primero que pasara como un relámpago por sus mentes. ¿Estamos preparados para tomar esa posición? ¿Estamos preparados para hacer de eso la medida de nuestros programas, doctrinas, reglamentos y sermones? Si no, entonces Dios levantará otro pueblo para hacer su obra. La voluntad de Dios debe cumplirse. Es arrogancia de nuestra parte creer que Dios nos necesita para probar su carácter. Dios quiere usarnos para revelar su carácter; no obstante, si nadie acepta la salvación, no aparecería Dios como mentiroso o su carácter defectuoso. Dios todavía sería Dios.
Dios nos ha llamado por su buena voluntad para revelarse a sí mismo a un mundo en agonía. Pero él es tan justo como capaz cuando clamamos “pero nosotros somos la iglesia remanente”, de dar la misma respuesta que dio a los judíos cuando dijeron: ‘linaje de Abrahán somos”; “Yo puedo usar a las rocas para proclamar mi mensaje”. Si él puede usar objetos inanimados para realizar su voluntad, es arrogancia de nuestra parte jactarnos de que no lo puede hacer sin nosotros.
Nuestro énfasis en el éxito y el crecimiento de la Iglesia sólo revela cuán laodicenses somos en realidad. Dios seguirá esperando para derramar su Espíritu sobre nosotros. Los remedios están indicados en Apocalipsis 3: oro, vestiduras blancas, colirio. ¿Estamos dispuestos a hacer de esto el objeto de nuestra predicación, nuestros escritos, nuestros programas, y nuestras comisiones? Los bautismos son importantes, el crecimiento de la Iglesia se da por sentado, las instituciones pueden desempeñar una parte muy importante, las finanzas son parte integral de la obra. Pero estas son “las otras cosas” (Mat. 23:24), mientras que hemos estado descuidando el “esto” que es necesario.
Sí, hermano presidente, estamos en una coyuntura crítica en la historia de la Iglesia. Creo que Dios lo ha llamado a usted para un tiempo como éste. ¿Estamos dispuestos a ser confrontados por estas grandes cuestiones que afronta nuestra Iglesia: la calidad del crecimiento y el Evangelio que estamos predicando? Este Evangelio que, o da a la gente la seguridad de su salvación, o la deja preguntándose si será lo suficientemente buena como para alcanzar el cielo. Necesitamos discutir franca y honestamente estas cuestiones, porque son asuntos de vida o muerte. Yo quiero saber qué es lo correcto. No quiero enfatizar un Evangelio equivocado. No quiero la maldición que Pablo dijo que vendría sobre mí si predico un Evangelio equivocado: “Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os predica diferente Evangelio del que habéis recibido, sea anatema” (Gál. 1:9). Prediquemos el Evangelio correcto, para que Dios pueda ser glorificado. Suyo, por el reavivamiento y la reforma.
Sobre el autor: Es director de la revista Ministry.