El ambiente hervía de entusiasmo. Era un campamento de guías mayores y los jóvenes adventistas se encontraban en su medio natural. La alegría juvenil se manifestaba en un ¡nocente y agradable bullicio. Yo conversaba animadamente con un joven estudiante de teología cuando de repente me sorprendió con esta pregunta directa: ¿Cómo te sientes al ser la hija del pastor? La pregunta me sorprendió. No supe qué contestar. Miré a los ojos a mi amigo y sonreí. ¿Cómo explicar lo inexplicable?

No contesté nada, pero un tumulto de reminiscencias invadió mi mente. El recuerdo me hizo volver a vivir con doloroso realismo una experiencia. Mi padre, con su portafolios en la mano, listo para salir. Yo, aferrada a sus manos, le suplicaba con lágrimas en los ojos.

– No nos dejes, por favor.

No es que mi padre fuera malo. Mucho menos que hubiera decidido abandonarnos. Al contrario, era y es un excelente padre y amigo de su esposa y sus hijos. Su presencia era gozo y luz de la vida familiar. Cuando él estaba en casa ésta parecía brillar con una luz especial. Pero cuando se ausentaba una sombra invadía nuestros corazones. Y aquello nos ocurría muy a menudo. Desde los más lejanos recuerdos de mi infancia lo veo como un pastor con un alto sentido del deber. Siempre fuera de casa, sirviendo, visitando, trabajando. Pero cuando fue invitado para ser presidente de la asociación las responsabilidades aumentaron y con ello sus ausencias. Lo peor eran los interminables viajes. Eran parte de nuestra existencia. Es el único recuerdo doloroso de mi infancia.

Por eso la pregunta de mi amigo me hizo revivir el dolor de aquella experiencia.

– ¡Papi, no te vayas por favor! – le suplicaba– ¡no nos dejes!

Más de una hora le supliqué con lágrimas que no se fuera. Finalmente comprendí que no podría evitarlo y corrí a refugiarme en los brazos de mi madre. Juntas le dijimos adiós por la ventana. Las lágrimas de mis ojos tardaron mucho en secarse. Yo sabía que pasarían varias semanas antes que volviera a ver a mi amado padre.

¡Oh, sí, mi padre era, es, un buen hombre, un buen pastor y un buen padre! Cariñoso con mi madre y con nosotros sus tres hijos. Nosotros lo amábamos intensamente y esperábamos ansiosos su regreso de aquellos largos viajes. Y siempre nos traía algo, un pequeño juguete, cualquier cosita. Pero con ello nos decía que siempre estábamos en su corazón y en su mente mientras estaba fuera de casa. Con los años he llegado a comprender que él también sufría cuando tenía que dejarnos. Era parte del sacrificio que le exigía su servicio a Dios. Algunas veces nos llevaba con él. Así tuvimos la experiencia que se obtiene al conocer muchos lugares y a muchas personas.

Mi padre siempre se preocupó porque estudiáramos música. Mi hermano y yo comenzamos a estudiar el violín desde los cinco y siete años de edad, respectivamente. En la medida de nuestra capacidad hemos tocado en muchos lugares y hemos alabado a Dios, a quien se nos enseñó a amar y reverenciar desde niños. Desde los más lejanos recuerdos de mi infancia vengo escuchando las hermosas historias de la Biblia. Siempre me llamaba la atención encontrar niños de mi edad que no supieran tanto como yo de esas historias. Y no encontraba explicación, pues pertenecíamos a la misma iglesia.

Mi casa siempre estaba llena de gente. Gente que venía de visita, que algunas veces se quedaba en casa a dormir (lo cual casi siempre significaba ceder mi cama y dormir en el piso). Así tuve la oportunidad de conocer a muchas personas, de quienes he aprendido bastante y a quienes he vuelto a encontrar con gozo en el camino de la vida. La gente es una parte muy importante en la vida de una hija de pastor.

Otra cosa que me dolía profundamente era tener que cambiarnos de casa y de ciudad. Siempre he sido una persona muy sensible y por lo mismo muy ligada a mis amigos y amigas. Tener que dejarlos a todos era muy doloroso para mí, y pasaban meses hasta que sanaban las heridas y comenzaba a tener nuevos amigos. Cada cambio de distrito de mi padre era una experiencia dolorosa para mí, lo cual, por desgracia, ocurría con inexorable regularidad.

Pero gracias a Dios, ser hija de pastor tiene más privilegios, risas, alegría y felicidad que sangre, sudor y lágrimas. Es posible que la mía haya sido la infancia más feliz que una niña pueda tener. Muchas veces vivimos en casas de la asociación, donde también vivían otros pastores con sus hijos de nuestra misma edad, con los cuales compartimos las experiencias más felices de nuestra infancia. Juntos estábamos en la iglesia, en los campamentos y el vecindario. Pocos niños han gozado de tantos privilegios; ahora lo comprendo perfectamente.

Cuando llegué a la adolescencia hubo cosas que me molestaron y me siguen molestando. Muchas veces fui señalada por otros jóvenes o personas adultas por ser hija del pastor. Al parecer, siempre estaban pendientes de lo que yo hacía para publicarlo. Si cometía un error, pues no hay persona justa en este mundo “que haga el bien y nunca peque’ (Ecl. 7:20), decían: “Y eso que es la hija del pastor”. Pocas palabras tienen tanto poder para herir a un hijo o hija de pastor que éstas. Lastiman y hacen sangrar el corazón. En mi casa me decían que no podía hacer ciertas cosas (que no me parecían mal) porque era la hija del pastor y si las hacía, los demás me criticaban porque era la hija del pastor. Muchos de mis amigos se divertían de lo lindo mientras yo me quedaba en casa para no dar “apariencia de mal”, porque era la hija del pastor. Me apena recordar que a veces deseé haber nacido en el seno de otra familia y no en la familia del pastor.

Pero muchas veces he pensado y comprendido que ser hija de pastor no es más que un enorme privilegio dado por Dios. Es cierto que me hubiera gustado que algunas cosas fueran distintas. Pero difícilmente habrá quien conozca mejor la iglesia que la familia del pastor. Llegamos a ver de cerca las grandes virtudes de la iglesia y también los errores que suelen cometer los seres humanos que ¡a componen. A fuerza de oírlas desde el vientre de la madre uno llega a conocer las doctrinas mejor que muchos de los demás miembros. ¿Quién conoce más lugares y asiste a más reuniones inspiradoras, interesantes y sumamente importantes que un hijo o hija de pastor? Pocos niños y jóvenes tienen tal privilegio. Algunas veces llegamos a conocer más lugares y aprender más cosas que cualquiera de nuestros compañeros. Eso nos da una visión más amplia de lo que es el mundo y la iglesia que une naciones, pueblos y lenguas. Uno de los peligros que amenazan al que es hijo de pastor es esa seguridad y suficiencia casi natural e inconsciente que le produce su privilegiada posición. Sé por experiencia personal que hay quienes detectan y juzgan mal esta actitud que podría ser natural en los hijos de los pastores.

Muchas veces deseé que mi padre ganara más dinero para que pudiese comprarme algo que deseaba con vehemencia. Pero cuando me detengo y veo un poco más allá, lo único que contemplo es el alto privilegio de ser hija de un siervo del Dios del universo. Pocas familias de la iglesia ven los milagros tantas veces y tan de cerca como la familia del pastor.

Los hijos de los pastores sabemos que nuestros padres tienen la inmensa responsabilidad de dirigir la iglesia de Dios en estos últimos días. Nuestros padres trabajan en la empresa más santa y más importante que puede existir en este mundo y en todos los mundos posibles. Y nuestros padres son grandes, no sólo por la grandeza de su esperanza, sino porque han dedicado su vida al servicio de los demás, lo cual engrandece a una persona aun en este mundo.

Por eso muchas veces he pensado que ser la hija del pastor no es más que un gran privilegio. Estar cerca de mi padre que es pastor es mil veces mejor que estar en la casa más rica y más acomodada del mundo. Porque ser hija de pastor es comer el alimento de la casa de Dios y estar más unida a la familia de Dios en el cielo y en la tierra. Este privilegio y esta bendición especial sólo los disfruta en la vida cotidiana el que es hijo o hija de pastor.