El predicador viviente ocupa un lugar primordial en la proclamación del Evangelio eterno. Otros hay que tienen parte en esta gran obra. Por todos los medios imaginables y en todo tiempo debe darse el mensaje de la venida de Cristo y de su gracia salvadora. Deben usarse todos los medios de comunicación y de expresión del pensamiento si hemos de cumplir nuestra obra en tiempo. Pero detrás de todas estas cosas debe haber un hombre viviente, amante y lleno de celo. Cuando, años atrás, la mensajera del Señor afirmó que “la mayor necesidad del mundo es la de hombres”, apenas estaba expresando algo muy evidente, pero es algo que está en peligro de ser olvidado en esta era de artificios, de satélites y de computadoras, aun por nosotros que tenemos la obligación de predicar el Evangelio a “toda nación, tribu, lengua y pueblo”. No son cosas lo que Dios quiere y necesita, ¡son hombres!

“Y no lo hallé”

“Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé”(Eze. 22:30). Debe haber sido un gran chasco para Dios, y los resultados fueron tan trágicos como para ser casi imposibles de describir. “Por tanto, derramé sobre ellos mi ira; con el ardor de mi ira los consumí; hice volver el camino de ellos sobre su propia cabeza, dice Jehová el Señor” (vers. 31).

Estos dos versículos tienen un gran significado para el predicador actual del Evangelio. El mundo se encuentra en la misma relación hacia los juicios de Dios en que se encontraba Jerusalén en los días cuando se escribió nuestro texto. Estamos haciendo frente con nuestro mensaje, nuestra energía, nuestro celo a las necesidades del mundo, y a menos que se produzca en nosotros algún cambio, leeremos algún día la historia de esta perdida generación en palabras muy semejantes a las que se pronunciaron sobre Jerusalén. La causa será la misma. “Y busqué entre ellos un hombre…y no lo hallé”.

Un cólico teológico

Ralph McGill, columnista de varios periódicos norteamericanos, comentó recientemente una declaración del Dr. Alberto Outler, profesor de teología de la Universidad Metodista del Sur, notable historiador metodista, que fue observador oficial al Concilio Vaticano. Dijo el Dr. Outler en un mensaje a un auditorio universitario en Dallas: “Todavía estamos ocupados con nuestra isometría verbal en la cual se extienden los músculos pero no se va a ninguna parte. El protestantismo se está retorciendo en los dolores de un agudo cólico teológico, y esto no es muy edificante para nuestros hermanos católicos que se están interesando en el pensamiento protestante.

“A falta de una renovación de la auténtica religión evangélica podemos hallarnos más cerca del fin de la era protestante de lo que alguna vez pensamos por negligencia, no por transfiguración” (Citado en el Times, de Seattle, 14 de febrero de 1966).

El Sr. McGill dijo: “Si hay congregaciones estériles que no reflejan la presencia de ningún Dios viviente, ¿está Dios muerto o vive en esa congregación? ¿Puede el hombre moderno, inevitablemente envuelto en el torbellino secular de su vida, su trabajo de todos los días, sus idas y venidas, decir que su vida depende diariamente de Dios? ¿O debe buscar alguna otra palabra para explicarse a sí mismo?

“¿Cómo tendrá que ser una ‘auténtica religión evangélica’ para nuestro tiempo?… ¿Cómo puede aplicarse el ‘evangelismo auténtico’ a nuestros opulentos suburbios y a nuestros corrosivos centros urbanos?… ¿Quién puede producir una forma de religión evangélica que tenga algo que ofrecer a los que viven bajo las condiciones actuales?”

Ninguna cosa nueva

¡Qué desafío para el movimiento adventista! ¡Qué llamado para hombres, verdaderos hombres que no teman dar al pecado el nombre que le corresponde! “Hombres que se mantengan de parte de la justicia aunque se desplomen los cielos”, y que sepan muy bien que pronto tendrán que hacerlo, darán las buenas nuevas de salvación antes que sea demasiado tarde.

“La mayor necesidad del mundo es la de hombres” —no de nuevas teorías, no de nueva luz, no de nuevos vocabularios, ninguna cosa nueva, sino hombres que sepan usar todas esas cosas para la gloria de Dios; hombres que sean sanos de juicio, puros de carácter, que tengan un sentido correcto de la escala de valores, claros pensadores y hombres de acción. Deben ser hombres purificados, guiados, llenados y dirigidos por el Espíritu. Porque, ¿“cómo oirán” sin tales predicadores?

¡Y tienen que oír! Es nuestro deber presentar el mensaje de salvación con sonidos tan ciertos, claros e inconfundibles que nadie en ninguna parte del mundo pueda, por fuerza de ubicación o circunstancias, dejar de oír y comprender. Siendo esto así, y esta es nuestra misión, se necesitan imperiosamente el uso de todas nuestras habilidades, facultades, ingenio e imaginación para descubrir maneras por las cuales puedan darse las buenas nuevas.

Hay innumerables ruidos que llaman la atención de la gente hoy día: sonidos de música, unos buenos, otros malos; sonidos de ciencia —éstos son comparativamente nuevos en los oídos de muchos, pero se los está oyendo. Hay sonidos de la industria, siempre crecientes en intensidad y volumen; sonidos de violencia que se oyen por todo el mundo. Pero todos esos sonidos, comprendidos correctamente, hablan el mismo mensaje. Cada uno de ellos sostiene y apoya al otro, y todos declaran en forma inequívoca la existencia de Dios, su amor por el hombre y la pronta venida de Jesús.

Debemos todos usar los medios que están a nuestra disposición para interpretar correctamente estos sonidos para las almas de los hombres. Debemos alertarlos de la necesidad que tienen de una pronta preparación para la venida del Señor. Debemos dar al mensaje el sonido de autoridad, el sonido de autenticidad, el sonido de urgencia y el sonido de certeza. Esto debe ser proclamado por hombres que conozcan, crean, amen y vivan el mensaje. Esta es la obra del “evangelismo auténtico”, la obra del ministerio, y la obra de todo cristiano.

Autoridad

Nuestra autoridad está en la gran comisión. Esta viene de nuestro Señor y Maestro. Somos llamados, limpiados y encargados de ir en su poder a todo el mundo. No estamos corriendo sin un mensaje y sin autoridad. Cristo da la comisión. Cristo da la autoridad. Cristo da el poder, y su divino Espíritu da los resultados. “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id”.

Autenticidad

Tenemos la verdad —la verdad divina, inspirada, salvadora. “Santifícalos en tu verdad: tu palabra es verdad”. No debiéramos, pues, predicar especulaciones, rumores o meras teorías. Debemos declarar con toda convicción: “Así dice Jehová”. Detrás de cada mensaje debe haber un “escrito está”. Con la Palabra de Dios en nuestro corazón tenemos bastante autoridad como para hacer frente al desafío del enemigo, y poder para predicar la verdad que convierte.

No tenemos que enseñar fábulas. Debemos evitar las especulaciones. No nos atrevamos a predicar discursos insulsos, sin vida. Nuestro mensaje es la buena nueva, el Evangelio eterno, el último mensaje que ha de ser dado al mundo. Este mensaje es digno de confianza, auténtico, la verdad misma, y debe ser presentado por doquiera con el amor de Jesús llenando nuestro corazón.

Urgencia

No tenemos tiempo que perder. Estamos literalmente en una carrera contra el tiempo. Los poderes de las tinieblas están obrando. Estamos acosados por todas partes, pero no debemos vacilar. Tras la orden de ir está toda la urgencia que nuestro tiempo limitado nos impone. Debemos ir con poder, pero también con prisa. Ni las condiciones adversas del mundo, ni la lasitud de la iglesia deben detenernos. Las fuerzas del mal se están combinando para el último gran conflicto. El diablo sabe que su tiempo es corto, y, ¡ay de nosotros si dejamos de darnos cuenta de ello también!

Certeza

Nunca dudemos acerca de la certeza de nuestro mensaje. Estemos tan convencidos del mismo que podamos predicarlo con toda la convicción de nuestra mente y corazón plenamente satisfechos. Ningún mensaje que no podamos predicar con esta seguridad merece ser predicado. Por lo tanto, estudiemos nuestro mensaje, examinemos nuestra posición, seamos claros en cada doctrina, y entonces, con todo el poder que consigamos, proclamemos este glorioso Evangelio de nuestro Señor con tal fervor que hombres y mujeres puedan oír la voz de Dios llamándolos a unirse con su iglesia en preparación para la venida del Salvador.

No consultemos con nuestros temores ni con los temerosos. No tomemos consejos de nuestras dudas, ni de los que dudan. No nos preocupemos por las verdades que no están todavía plenamente reveladas. No esperemos nada, excepto la experiencia que debemos buscar de todo nuestro corazón que abrirá el camino para el poder del Espíritu Santo que descanse sobre nosotros y nos envíe en una poderosa cruzada para Dios. Usemos todos los métodos, ideas y formas de acercamiento que estén a nuestro alcance, y salgamos en el poder del Señor, y Dios abrirá corazones y puertas de oportunidad por todas partes para la pronta terminación de su magna obra en la tierra.

“Vuélveme el gozo de tu salvación, y espíritu noble me sustente. Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti” (Sal. 51:12, 13).

Este es el día del “evangelismo auténtico”. Esta es nuestra oportunidad para dejar oír nuestra voz con las buenas nuevas de la gracia salvadora. “Y busqué entre ellos un hombre”. Por la gracia de Dios, sea cada uno de nosotros ese hombre. Porque, “¿cómo oirán sin haber quien les predique?”

Sobre el autor: Presidente de la Asociación Ministerial de la Asociación General