¿Cuántas veces hemos dicho o escuchado el refrán “Dime con quién andas y te diré quién eres”? Ya sea como una máxima sobre la cual se debe reflexionar, o como un reflejo de la realidad, esta cita, mal comprendida, puede polarizar nuestras relaciones con los demás; sobre todo si no son cristianos o adventistas.
Es inevitable que un cristiano llegue a tener poco en común con alguien que no lo es. Tiene, por lo tanto, escasos amigos que no son de su misma fe. Esta es una motivación interna y, de por sí, honesta. Sin embargo, se le suma otra, externa y superficial, que se ha vuelto muy importante para la naturaleza humana: las apariencias.
Una amistad sincera es la mejor forma de alcanzar a quienes están sin Cristo. Pero ¿qué van a decir los hermanos si me ven hablando en reiteradas ocasiones con mi vecino que, según dicen, tiene una mala reputación? ¿Cómo puedo permitir que me vean llegar a la iglesia con una vecina que aun no concibe vestirse sin joyas estrafalarias y vestimentas consideradas inapropiadas para la casa de Dios? Sí, las apariencias pueden ser el gran impedimento para llegar a quienes están sin Cristo; simplemente “se vería mal”.
Mezclarnos entre la sociedad no tiene por qué ser sinónimo de mimetizarnos con ella. Hay mucho que Dios espera que hagamos en favor de quienes perecen, sin perder nuestra identidad y convicciones. Vivir en una burbuja no es un lujo que nos podemos dar. Enoc es un excelente modelo para seguir, en este sentido. Elena de White comenta: “Después de permanecer algún tiempo entre la gente, trabajando para beneficiarla mediante la instrucción y el ejemplo, se retiraba con el fin de estar solo, para satisfacer su sed y hambre de aquella divina sabiduría que solamente Dio puede dar. Manteniéndose así en comunión con Dios,” Enoc llegó a reflejar más y más la imagen divina. Teníais el rostro radiante de una santa luz, semejante a la que z resplandece del rostro de Jesús. Cuando regresaba de estar en comunión con Dios, hasta los impíos miraban con reverencia ese sello del Cielo en su semblante” (Patriarcas y profetas, pp. 74, 75).
La iglesia -cada uno de nosotros- debe aprender a no obstaculizar las relaciones sinceras y sanas que pueden traer a las personas a Jesús. Las personas que Dios ponga en nuestro camino deben ser consideradas como amigos y hermanos, a la luz de lo que Dios hará en ellos por medio de nuestra influencia. Nuestra amistad hará que la doctrina sea creíble; les mostrará que Dios realmente existe y que los acepta; que desea ejercer una influencia amena, cordial y vivificante en sus vidas.
Nada malo nos puede suceder si nos abrimos a una sociedad que necesita a Dios. Si ya tenemos a Cristo, nada del mundo nos puede interesar; no nos puede ofrecer nada bueno que Dios no nos haya dado.
Sobre el autor: Director de la revista Ministerio, edición ACES.