“No hay nada de mayor importancia que la educación de nuestros niños y jóvenes”

Tema presente todos los días en artículos periodísticos, programas y documentales de televisión, la violencia parece estar arraigada en la sociedad moderna; incluso entre padres e hijos, y viceversa. No está restringida solo al ámbito físico. Existe la violencia emocional, difícil de ser identificada a primera vista, a pesar de que es muy frecuente. Sucede cuando un adulto trata a los niños con gritos, exigencias desmedidas, desprecio, irrespetuosidad, actitudes amenazantes, humillación o insulto, a través de expresiones como, por ejemplo, “No sirves para nada”; “Eres un inútil, un burro, no sé para qué naciste”.

Pensemos en el estado en que quedará la estima propia del niño que sufre tal abuso emocional: ¿Se agradará a sí mismo? ¿Creerá que es capaz de realizar cosas buenas? ¿Tendrá facilidad para el aprendizaje? En su vida adulta, ¿será líder? ¿Será feliz? La violencia emocional puede no dejar marcas físicas, pero afecta profundamente la personalidad del niño, impidiendo su desarrollo normal y causándole serios prejuicios. Creyendo ser “inútil”, con el pasar del tiempo, ese niño encontrará la compañía y el apoyo de personas que lo inducirán a la marginalidad.

Nuestra responsabilidad

Desgraciadamente, he visto a muchos niños de tierna edad que sustituyeron el brillo natural de sus ojos y el entusiasmo ante lo nuevo por el sentimiento de desvalorización y de incapacidad para las actividades que les son propuestas. Como padres, tenemos el deber de mantenernos vigilantes, para no incurrir en el error de hacernos culpables de tal situación. Debemos asumir nuestro papel de primeros educadores de nuestros hijos, sin dejar esa tarea solo para la escuela o la iglesia. La familia, la escuela y la iglesia forman un trío plenamente unido y armónico, en que ninguna parte debe omitirse en el ejercicio de su responsabilidad.

A los padres de hoy, Dios ordena así, como les ordenó a los padres israelitas: “Oye, Israel: Jehová nuestro Dios, Jehová uno es. Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y con todas tus fuerzas. Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino, y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán como frontales entre tus ojos; y las escribirás en los postes de tu casa, y en tus puertas” (Deut. 6:4-9).

Es oportuno reflexionar en los objetivos y las prioridades que establecemos para la vida. ¿Qué deseamos tener: cosas, conquistar el éxito, escalar en la vida o en la carrera profesional? Ciertamente, debemos buscar la excelencia en todo lo que hacemos. Pero, es sorprendente notar cuán ilusoria es la carrera por realizaciones terrenales, la prisa en la realización de tareas “impostergables” y la desenfrenada búsqueda del éxito material. Es posible que, en esa carrera, descuidemos la asistencia que debemos prestar a nuestros hijos.

Prioridades correctas

Recientemente, fui abordada por un joven de aproximadamente 30 años. En pocos minutos, me contó acerca de su trayectoria profesional. Antes de completar los 20 años de edad, abrió una empresa y, desde entonces, no dejó de crecer. Habló de los planes de expansión de la empresa, y de estrategias para lucrar más y más. Por lo que oí, su vida era tan agitada que me pregunté: ¿Acaso le sobra tiempo para la familia? Si no es así, el éxito ¿valdrá la pena? No es irrazonable el clamor que lanza Elena de White: “¿Dónde están los padres y las madres de Israel? Debería haber muchos dispensadores de la gracia de Cristo, para que se sintiera no solamente un interés casual por los jóvenes, sino un interés especial” (Consejos para los maestros, pp. 41,42). Y más: “No hay nada de mayor importancia que la educación de nuestros niños y jóvenes” (Ibíd., p. 157).

Debemos reflexionar en esto. La orden divina, expresada en el libro de Deuteronomio, es la única salvaguardia en un mundo lleno de influencias perniciosas. Que Dios nos ayude en la sublime tarea de preparar a nuestros hijos para la eternidad.

Sobre la autora: Esposa de pastor y profesora en la Asociación Planalto Central, Brasilia, DF, Rep. del Brasil.