En noviembre de 1746 el gran evangelista Juan Wesley publicó sus sermones por primera vez. En el prefacio explicaba que los tales ofrecían los temas que había tratado durante los ocho últimos años, y añadía: He escrito en la misma forma en que acostumbro a hablar: “ad popullum” es decir a la masa del género humano… Me propongo presentar verdades claras para las personas corrientes; por ello me abstengo deliberadamente de hermosas y filosóficas especulaciones, de todo raciocinio intrincado que conduzca a la perplejidad y hasta donde sea posible de toda manifestación de erudición, a menos que se trate de citar el original de las Escrituras… Pienso que soy una criatura que ha de durar muy poco tiempo; puede ser que sólo un día… Soy un espíritu que ha venido de Dios y que regresa a Dios…
“Sólo deseo saber una cosa: el camino al cielo. Dios mismo se ha dignado enseñármelo… ¡Lo ha descrito en un libro! ¡Oh! ¡Dadme ese libro! ¡Al precio que sea, dadme el libro de Dios! Lo tengo; en él hay suficiente conocimiento para mí
¿No deberían conmover nuestro corazón las palabras del párrafo precedente? ¿No son acaso buenos consejos para los que vivimos hoy? ¡Cómo reprenden estas palabras ese error sostenido durante siglos de que la mera cultura, la lógica, la ciencia, la filosofía, la psicología o cualquier otro conocimiento humano pueden ganar almas para Dios o llevar a término la obra del Señor! Al respecto leemos lo siguiente en “El Ministerio de Curación,” págs. 204 y 205:
“Lo que hizo el apóstol Pablo al encontrarse con los filósofos de Atenas encierra una lección para nosotros. Al presentar el Evangelio ante la corte del Areópago, Pablo contestó a la lógica con lógica, a la ciencia con ciencia, a la filosofía con filosofía. Los más sabios de sus oyentes quedaron maravillados y callados. Las palabras de Pablo no podían ser rebatidas. Pero este esfuerzo dio poco fruto. Pocos fueron los que aceptaron el Evangelio. En lo sucesivo Pablo adoptó un modo diferente de trabajar. Dejó a un lado los argumentos elaborados, las discusiones de teorías y con sencillez dirigió las miradas de hombres y mujeres a Cristo, el Salvador de los pecadores. Al escribir a los Corintios acerca de su obra entre ellos decía:
“Así que, hermanos, cuando fui a vosotros, no fui con altivez de palabra, o de sabiduría, a anunciaros el testimonio de Cristo. Porque no me propuse saber algo entre vosotros, sino a Jesucristo, y a éste crucificado… Y ni mi palabra ni mi predicación fue con palabras persuasivas de humana sabiduría, mas con demostración del Espíritu y de poder; para que vuestra fe no esté fundada en sabiduría de hombres, mas en poder de Dios”
De acuerdo con esta declaración, aun la predicación del verdadero Evangelio en un marco filosófico, fundado en argumentos rebuscados, tiene poco poder. Oremos por “la simplicidad que es en Cristo” (2 Cor. 11:3).
Sobre el autor: Locutor de la voz de la profecía.