Ninguna cosa podía detener a la iglesia primitiva en su cruzada por Cristo. No podía hacerlo la pobreza, porque la soportaba gozosamente. No podía hacerlo la persecución por que sonreían antes sus perseguidores y oraban por ellos.
No podían hacerlo las prisiones, porque los cristianos cantaban a medianoche y ganaban los corazones de sus captores. Ni aun la muerte podía hacerlo, porque le hacían frente sin inmutarse. ¿Cuál era la fuente de ese valor ilimitado? Era el resultado de la fortaleza moral interior producida por vidas completamente dedicadas a Dios.
Notemos el valor del testimonio de Pablo concerniente a los primeros cristianos: “Estando atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperamos; perseguidos, mas no desamparados; abatidos, mas no perecemos” (2 Cor. 4:8, 9). Que reconocían cuál era la fuente de su valor, resulta evidente en el versículo 16: “Por tanto, no desmayamos: antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior empero se renueva de día en día”. Esta era, y todavía es, la receta para los corazones temerosos.
Contemplemos los valerosos héroes del pasado, temerosos de Dios. ¿No eran hombres “tan fieles al deber como la brújula al polo”? ¿No eran hombres que odiaban el pecado y amaban la justicia? ¿Hombres que no temían mirar de frente al mal y darle el nombre de mal? ¿Hombres que temían confiar en sí mismos porque se sentían pecadores, y en cambio confiaban en Jesús sin reservas?
Consideremos a Josué por ejemplo. Habiendo recibido la responsabilidad de conducir a Israel a Canaán, permitió que Dios le diera las características de grandeza que necesitaba para lograr el éxito.
“Valeroso, resuelto y perseverante, pronto para actuar, incorruptible, despreocupado de los intereses egoístas en su solicitud por aquellos encomendados a su protección y, sobre todo inspirado por una viva fe en Dios, tal era el carácter del hombre escogido divinamente para dirigir los ejércitos de Israel en su entrada triunfal en la tierra prometida” (Patriarcas y Profetas, pág. 515, ed. PP).
¿De dónde le venían esa santa osadía y las demás grandes características? Eran el resultado de destronar diariamente el yo y entronizar la Crisis al Señor. En su corazón reinaba un Rey no derrotado e invencible. ¡No es extraño que Josué fuera valeroso!
“Dios no puede usar hombres que, en tiempo de peligro cuando se necesita la fortaleza,
el valor y la influencia de todos, temen decidirse firmemente por lo recto. Llama a hombres que pelearán fielmente contra lo malo, contra principados y potestades, contra los gobernantes de las tinieblas de este mundo, contra la impiedad espiritual de los encumbrados. A los tales dirigirá las palabras: “Bien, buen siervo y fiel entra en el gozo de tu Señor” (Profetas y Reyes, pág. 105).
Un valor contagioso
Uno de los personajes más selectos del Nuevo Testamento es Bernabé —nombre que significa “hijo de consolación”, o “hijo de aliento”. Estrecharle la mano equivalía a recibir una renovada dosis de valor. Escuchar su voz alegre y sonora hacía encontrar un nuevo goce en la vida. Su sólida fe en Dios, su poderosa confianza en la iglesia, su odio al pecado y amor a la justicia, hacían de él una persona positiva y dinámica. Su presencia infundía optimismo, fe, ánimo y valor. Era el “hijo de consolación”—hoy necesitamos más personas como él. El desánimo le agrada a Satanás, entristece a los ángeles, deshonra a Dios, desalienta a los compañeros en la obra y los debilita, y acarrea ignominia sobre la iglesia. Pero el santo valor aterroriza a Satanás, regocija a los ángeles, honra a Dios, llena de osadía a los compañeros en la obra, fortalece el alma y edifica la causa de Dios.
¡El valor es contagioso! Y en este tiempo cuando los corazones de los hombres del mundo desfallecen de miedo, y algunos miembros de la iglesia tientan al Señor diciendo: “¿Está o no el Señor entre nosotros?”, se necesita una verdadera epidemia de valor entre los ministros. Dejemos que se difunda por todas nuestras filas y también contagie a los miembros laicos.
Pensemos en David. En cierto sentido pertenece a una clase muy especial: “Mas David se esforzó en Jehová su Dios” (1 Sam. 30:6).
Una cosa es ser Bernabé e inspirar ánimo a otros. Pero otra cosa mayor aún es ser capaz de infundirse ánimo a sí mismo. David logró esto. La batalla se había tornado contra él. Los amigos lo habían olvidado. Sus compañeros habían perdido confianza en él. “Pero David se esforzó en Jehová su Dios”, no culpando a otros no magnificando la dificultad de la situación.
Hizo frente valerosamente al problema con su vista puesta en Dios.
Confianza en los hermanos
El espíritu que caracterizaba a la Sra. Elena G. de White en su vida y trabajos durante los años finales de su ministerio ha sido hermosamente descripto por uno de sus copistas, quien
escribió a su hijo, W. C. White, el 23 de diciembre de 1914: “No la encuentro desanimada a causa de la perspectiva general en todo el campo donde sus hermanos están trabajando. Parece tener una fuerte fe en el poder de Dios para dirigir, y para imponer su propósito eterno mediante los esfuerzos de aquellos a quienes ha llamado a desempeñar una parte en su grandiosa obra.
“Tiene fe en el poder de Dios para sustentarla a través de las muchas debilidades características de la ancianidad; tiene fe en las preciosas promesas de la palabra de Dios; tiene fe en sus hermanos que llevan la carga de la obra; tiene fe en el triunfo final del mensaje del tercer ángel —ésta es la plena fe que su madre parece gozar cada día y cada hora. Una fe como ésta inspirará a todo aquel que puede ser testigo de ella” (Citado en Life Sketches, págs. 436, 437).
Si podemos decir,’ “Bendito sea el que trae ánimo”, aún más bendita es la persona que puede animarse a sí misma, como lo hizo David en su situación desfavorable, como lo hizo la Hna. White durante su larga vida de servicio. Algunas veces nuestros semejantes son desleales, y nuestros amigos nos olvidan. Los hermanos pueden ser indiferentes sin proponérselo. Entonces, en verdad, puede llamarse “bienaventurado” el hombre que puede animarse a sí mismo en el Señor su Dios. Dios nunca falla. “Porque mi potencia en la flaqueza se perfecciona”. Con Cristo gobernando desde el trono de nuestro corazón, podemos testificar juntos con la iglesia primitiva: “Estando atribulados en todo, mas no desesperamos; perseguidos mas no desamparados; abatidos, mas no perecemos”.
Excusas
A un pastor le preguntaron por qué no iba al cine, y contestó dando una imitación de las excusas que la gente le da a él para no ir a la iglesia. Esta imitación nos parece digna de estudiarse:
1. El gerente del teatro nunca me hace una visita.
2. Fui varias veces pero nadie me dirigió la palabra. Las personas que van al cine no son muy cordiales.
3. Cada vez que voy me piden dinero.
4. No todas las personas viven de acuerdo con las normas más altas de las buenas películas.
5. Fui tantas veces cuando era niño que ya no creo que necesito ir más.
6. El espectáculo dura mucho tiempo. No me es posible permanecer sentar do y quieto por dos horas.
7. No me gusta alguna gente de la que veo o con quien me encuentro en el teatro.
8. No siempre estoy de acuerdo con lo que veo y oigo y con algunas de las cosas que en el teatro se hacen.
9. No creo que en el teatro tienen buena música.
10. Casi siempre la única hora de que dispongo para ir al cine es de noche y ése es el tiempo en que me gusta quedarme en casa con mi familia.
(Tomado de El Predicador Evangélico).
Sobre el autor: Director asociado de radio y TV de la Asociación General.