El evangelista terminó la ceremonia bautismal. Habían transcurrido varias semanas de duro esfuerzo en la conducción de la campaña. La actividad intensísima le había exigido el empleo de todas las energías imaginables: el clima había sido adverso, la prolongada ausencia le hacía sentir la falta del calor del hogar, y todo eso había minado sus energías emocionales al punto de parecerle a veces la pieza del hotel, una celda de prisión…
Algunas veces el cansancio físico, la salud quebrantada y la nostalgia inclinaban la balanza hacia el oscuro lado del desánimo. La historia de Elias escondido en una cueva parecía estar a punto de repetirse, pero la oración le proveía de fuerzas y lo impulsaba a la tarea con renovados bríos.
El pastor está ahora solo en la iglesia vacía. Acaba de terminar una solemne ceremonia bautismal. Está a solas consigo mismo, con Dios y con el silencio, y piensa en cada uno de quienes acaban de ser bautizados. Recuerda la primera vez que vio a aquel joven estudiante, quien vino por curiosidad a las reuniones con un fuerte olor a alcohol y tabaco. Recuerda sus ojos enrojecidos por el vicio y las trasnochadas. Ahora, el cuadro había cambiado radicalmente: su rostro denotaba paz y liberación; el amén que pronunció en las aguas, antes de ser sumergido, estaba saturado de sinceridad, felicidad y gratitud.
Recuerda también al matrimonio que fue bautizado al comienzo de la ceremonia. El esposo había sido un hombre nervioso. Había razón para ello: su vida era una maraña de problemas, enredos, preocupaciones y frustraciones propias de alguien que vive sin principios. Los miembros de la familia sufrían lo indecible, pues eran el blanco de la descarga de todas sus angustias. Hace un momento, mientras él era sepultado en las aguas bautismales, su esposa que estaba también dentro del bautisterio, lo miraba fijamente esbozando una sonrisa de victoria, de triunfo, de liberación. ¡Cómo habían cambiado las cosas desde que comenzaron por simple curiosidad a frecuentar las reuniones! ¡Qué felices eran desde que Cristo había entrado en sus vidas! Aquel abrazo que dieron al pastor era una clara demostración de que lo consideraban el instrumento usado por Dios para una transformación casi milagrosa.
Como en una película pasan por la mente del pastor rostros, incidentes, argumentos, excusas, decisiones. El predicador piensa en el verdadero significado de aquel acto que acaba de finalizar en la iglesia. Su felicidad diluye todo cansancio, tristeza o herida producidos por la batalla librada.
Lo que hizo sonreír al pastor, lleno de verdadero gozo, fue el pensar en que más allá de las metas establecidas, de las cifras que siempre son frías, estaba representada a la sombra de aquel bautisterio la operación del Espíritu Santo produciendo sus frutos: allí se había aplicado a un grupo más, los méritos de Cristo. Aquellos 54 nuevos hermanos habían pasado de muerte a vida, ya no eran más candidatos a la destrucción final sino a la salvación eterna. A ellos se les había dado el derecho de entrar, por los méritos de Cristo y su decisión personal, en la dicha eterna e imperecedera del cielo y la tierra nueva cuando la promesa de Cristo se cumpla. Y eso no puede ser medido o representado por ningún número por fabuloso que éste sea. Ellos habían recibido de gracia el derecho al cielo, a vivir una vida de dicha permanente e inalterable por los siglos sin fin de la eternidad. Y había sido en parte él, el predicador, quien había tenido la incomparable dicha de exponer ante ellos los secretos de la entrada en tal experiencia. Por eso olvida su cansancio, las luchas vividas, la soledad. Olvida todo. ¡Cualquier sacrificio era poco, si se podía lograr un objetivo tan excelso! ¡Vale la pena realizarlos!
La suya era la misma experiencia vivida por Cristo Jesús. “Cristo vio el trabajo de su alma y quedó satisfecho. Vislumbraba lo dilatado de la eternidad y veía de antemano la felicidad de aquellos que por medio de su humillación recibirían perdón y vida eterna… El oía la algazara de los rescatados. Oía a los rescatados cantar el canto de Moisés y del Cordero” (Elena G. de White, Necesidad del Obrero, pág. 49).
No hay pensamiento que pueda ennoblecer más la obra del ministerio que éste. El predicador no trabaja sólo para esta vida, trabaja para la eternidad. Cuando predica, el alma conoce la verdad, se convence de pecado y de la necesidad de salvación, demuestra /e, su vida es limpiada, experimenta el nuevo nacimiento, es bautizada y pasa de muerte a vida. ¿Qué significa esto? En primer lugar, entra en una nueva etapa de la vida, lo que sería en sí suficiente recompensa para pagar cualquier sacrificio que la aceptación de la verdad le haya significado, y suficiente justificativo para cualquier gasto o sacrificio que haya sido hecho para lograrlo. Un hogar cambiado, una vida transformada, es una obra de dimensiones que van más allá de cualquier cálculo. Pero además de eso, está la eternidad. ¿Qué es la eternidad? Es algo imposible de medir o imaginar. Esa gente recién bautizada es ahora heredera de esas bienaventuranzas.
Ojalá pudiéramos mantener permanentemente ante nuestra conciencia esta sacratísima verdad. Si así fuera no habría renuncias al ministerio, provocadas por la atracción de bienes o comodidades temporales. No habría caídas que a menudo manchan el nombre del ministerio. Desaparecerían las críticas, las ansias de posición o reconocimiento humanos, los intereses egoístas y mil gigantes que a veces desafían a aquel que viene “en el nombre de Jehová”. El ministerio aparecería entonces en toda su grandeza, como lo más digno y lo más sublime en lo cual un hombre pueda ocuparse.
Eso nos ayudaría también a poner en actividad talentos dormidos, a colaborar desde nuestro puesto del deber como obreros de las diversas ramas de la obra, llevando pecadores al arrepentimiento.
Que nuestra oración sea: Señor, ayúdame a dar a lo más importante el primer lugar. Ayúdame a apresurar la cosecha final. Ayúdame a ver claramente lo que la salvación de un alma significa para ti. Amén.