La Iglesia Adventista del Séptimo Día es una comunidad de creyentes compuesta de diversos países, culturas, lenguas y grupos étnicos. Ve su misión como la responsabilidad de llevar “el evangelio eterno” de Jesús a toda nación, tribu, lengua y pueblo (Apoc. 7:9).
Esta diversidad es buena y necesaria. En realidad, puede ser un bastión para el cuerpo de Cristo, como lo es la diversidad de dones. Sin embargo, la bien conocida expresión “unidad en la diversidad”, tan útil como es, no dice mucho por sí misma. Es indispensable un elemento adicional. Si ha de lograrse la unidad entre nosotros, la iglesia debe experimentar y demostrar auténticamente la unidad en la diversidad en Cristo.
Consideremos la metáfora del cuerpo de Pablo, cuando él trató de compartir con los corintios la importancia fundamental de la unidad en la diversidad en Cristo (1 Cor. 12). La iglesia, dice Pablo, es un cuerpo compuesto de diversos elementos. La unidad entre esos elementos se produce a través de la participación profunda en una responsabilidad compartida que abarca a los diversos miembros del cuerpo de Cristo. Pero cuando la diversidad rompe la unidad del cuerpo, con frecuencia origina una situación muy peligrosa.
Por ejemplo, la diversidad se vuelve destructiva y pecaminosa cuando una parte del cuerpo pretende que no funcionará si los otros miembros del cuerpo no funcionan igual que ella. Para que la unidad auténtica sea una realidad, cada parte del cuerpo debe juzgar su posición distintiva y examinar su fidelidad a la unidad en términos del ministerio y de la misión de Cristo.
Pablo estaba consciente de las condiciones imperantes en la iglesia de Corinto. En 1 Corintios 1:10-17 desafió a los creyentes a superar las disensiones y la división a fin de presentar un cuadro de unidad auténtica y fidelidad interpersonal al mundo. Aunque a algunos les habría gustado que el apóstol apoyara su posición o facción particular, éste se negó a participar de sus disputas y divisiones. Lo que hizo fue apelar a sus corazones en el nombre del Señor a estar unidos, porque estaba consciente de que las divisiones suscitadas entre ellos eran más asuntos de nacionalismo, política y cultura que de teología. Además, los ”partidos políticos” de la iglesia no se basaban en una diversidad teológica sustantiva, sino más bien en clases sociales y estatus económico. La diversidad dentro de la comunidad de Corinto se había vuelto contenciosa e incompatible con el Espíritu de Cristo. Por eso Pablo apeló a la metáfora del “cuerpo de Cristo” (1 Cor. 12:27), encontrándola muy útil para comunicar a la iglesia de Corinto el concepto de la unidad en la diversidad en Cristo.
Nuestra comprensión de la enseñanza bíblica de la unidad en la diversidad está ligada a nuestro entendimiento de la naturaleza y función de la iglesia. Tradicionalmente los adventistas tienden a trabajar con una definición organizacional o estructural de unidad. Y dentro de esa definición hay una creciente tendencia a interpretar la diversidad como aceptable sólo a la luz de una estructura institucional unificada, fundada en reglamentos y jerarquía. Pero una imagen de la iglesia más bíblica y exacta es la unidad demostrada en organismos, más que en organización.
La iglesia como un organismo
Cuando vemos a la iglesia como un organismo, un cuerpo, o una comunidad de creyentes diferentes en género, cultura, raza, nacionalidad, etc., la cuestión de la unidad en la diversidad tiende a tomar un significado bíblico y teológico con implicaciones culturales y sociológicas, y no sólo las limitadas implicaciones institucionales que con frecuencia tienden a opacar nuestra visión de la iglesia.
Sabemos que a medida que la iglesia avance hacia el futuro, tendrá que estar más abierta a los cambios y responder más y más a la amplitud de su entorno, sin sacrificar su unidad y fe esenciales. Si la iglesia se considera más como una máquina organizacional, la cuestión de la unidad en la diversidad se verá seriamente amenazada o expuesta al peligro. Esta forma de considerar a la iglesia hará que supongamos erróneamente que siempre que la maquinaria reciba mantenimiento y se la cuide diligentemente, funcionará en formas precisas y predecibles sin importar quién decrete las directivas, dónde se originen, o a quién se dirijan. También tendremos la tendencia a esperar que cuando una “máquina” similar se produzca, poseerá las mismas características predecibles y responderá en formas idénticas en cualquier parte del mundo.
Los organismos difieren bastante de las máquinas. Para influir sobre uno de ellos usted tiene que tomar en cuenta su personalidad y considerar las circunstancias a las cuales está expuesta. Debe tomar en cuenta los elementos de la impredecibilidad y la individualidad, llene que estar preparado para escuchar, razonar, revisar y desarrollar nuevas estrategias a la luz de los diferentes ambientes en los cuales residen los organismos. Si esto se hace con sentido de responsabilidad, el proceso no tiene por qué poner en peligro o amenazar la unidad esencial del cuerpo; por el contrario, fortalecerá la auténtica unidad. Esto armoniza, no sólo con los principios de unidad en la diversidad, sino con otros aspectos de la dimensión divina de la unidad en la diversidad en Cristo que es la cabeza del cuerpo (Col. 1:18).
Este modelo de organismo es legítimo y congruente con la imagen de la diversidad en la iglesia del Nuevo Testamento. Si bien Pablo se refiere a la iglesia como un cuerpo, o como el cuerpo de Cristo, Juan habla de ella como de una comunidad. Pedro la describe como el pueblo de Dios y la familia de la fe. Los tres apóstoles aplican la expresión “novia de Cristo”. Estas designaciones son más compatibles con el paradigma del organismo que con el modelo institucional.
El Nuevo Testamento defiende genuina- mente la unidad en la diversidad: unidad en un cuerpo de doctrinas y diversidad de formas de expresar la variedad dentro de la comunidad. Esta diversidad no amenaza la esencial unidad de la iglesia, ni compromete tampoco la proclamación del evangelio.
A la luz de esto, la cuestión de la ordenación de las mujeres al ministerio, por ejemplo, no tiene por qué conducir a la destrucción de la unidad de la iglesia en lugares donde es apropiada. Más bien, podría dar a la iglesia una oportunidad de correlacionar la posible diversidad con la necesaria unidad. Fortalecerá y enriquecerá la comunión, profundizará la espiritualidad y creará nuevas posibilidades de misión y multiplicará los esfuerzos de la iglesia por cumplir su tarea en el mundo. Al abrazar las diferencias inherentes a las diversas razas y culturas de la iglesia mundial, se fortalecerá la unidad, si las identidades nacionales, raciales y culturales no se ponen por encima del cuerpo que recibe su identidad colectiva en Cristo. “Porque por un solo Espíritu fuimos todos bautizados en un cuerpo, sean judíos o griegos, sean esclavos o libres; y a todos se nos dio a beber- de un mismo Espíritu” (1 Cor. 12:13).
El espíritu del Nuevo Testamento
La iglesia del Nuevo Testamento presenta consistentemente un patrón de unidad en la diversidad. Sin embargo, con demasiada frecuencia la diversidad dentro de la iglesia se volvió tan aguda que Pablo tuvo que luchar para evitar una grave separación. Por ejemplo, la discusión de Hechos 15 en tomo al asunto de la circuncisión demuestra la sensibilidad tanto de Pablo como de Pedro al permitir que los gentiles continuaran siendo parte integrante de la iglesia sin requerirles que se sometieran a dicho rito. Pedro, Pablo y toda la delegación asistente al Concilio de Jerusalén acordó: “Ahora, pues, ¿por qué tentáis a Dios, poniendo sobre la cerviz de los discípulos un yugo que ni nuestros padres ni nosotros hemos podido llevar? Antes creemos que por la gracia del Señor Jesús seremos salvos, de igual modo que ellos” (vers. 10,11).
Aunque las raíces de Pablo eran judías, no permitió que éstas fueran un impedimento para su trabajo misionero. El principio definitivo que él encontró constantemente dentro de la diversidad fue Cristo. Él sabía que el pensamiento humano siempre está histórica, sociológica y culturalmente condicionado. Y este conocimiento le ayudó a considerar a los gentiles con una profunda percepción, con amor, esperanza y compasión. Pablo habló a los gentiles acerca de la gran revelación que se le había dado. Esta no era que los gentiles debían convertirse en judíos para llegar a ser partícipes de las bendiciones de la gracia salvadora de Dios, sino que todos los grupos pertenecían finalmente a Cristo. Estableció consistentemente su punto de vista enfocándose en la unidad en la diversidad como se había realizado en Cristo.
Pablo reconoció que la diversidad puede contener una desalentadora corriente de convicciones, pero siendo que no era total y abiertamente divisiva, y que se reconoció y afirmó la aceptación divina de hombres y mujeres divergentes, la paz y la edificación de la familia de Dios se sostendrían. Pablo confiaba en que Dios aseguraría la continuidad del cuerpo, aun cuando los hombres y las mujeres no estuvieran muy seguros de que eso fuera posible. El pugnó por una estructura abierta mientras el evangelio mismo fuera preservado. Pablo mismo demostró en su propia vida y obra, el principio de que no era suficiente para la iglesia y para sí tener un mensaje y estar convencidos de él. El mensaje debía tener sentido y significado para sus oyentes. Las personas debían entenderlo en términos del discurso intelectual y el medio social que respetaban.
¿Nos atreveríamos nosotros a hacer algo inferior a esto? Debemos reconocer que el ministerio no tiene un patrón universal. El mensaje sí, pero no el método. Debemos recordamos a nosotros mismos siempre que la diversidad de formas no es una amenaza para la unidad esencial del cuerpo. La comprensión bíblica de la diversidad nos permite comprometer todo don legítimo que Dios ha colocado en su iglesia cuando se trata de géneros, raza, idioma, cultura, tribu y nacionalidad.
El caso de Cornelio
Consideremos un ejemplo bíblico más, la conversión de Cornelio (Hech. 10). Esta notable historia tiene elementos que pueden ayudamos a comprender la libertad con que actúa el Espíritu Santo en las diferentes culturas y orígenes étnicos. Cuando Pedro contó la historia de Jesús al gentil Cornelio y su familia, algo notable ocurrió. El Espíritu Santo comenzó su obra entre los oyentes (vers. 44). Este derramamiento sin precedentes del Espíritu Santo sobre un grupo de gentiles, fue sorprendente y perturbador para los judíos que acompañaban a Pedro (vers. 45). Estaban asombrados de que también se les concediera el Espíritu Santo a los gentiles. Hasta ese momento había sido una costumbre, y para algunos, una convicción teológica, creer que el Espíritu Santo era racista: es decir, estrictamente judío. Ahora estaban entendiendo, quizá por primera vez, que Dios no tiene favoritos. Su Espíritu no está atado por la raza, la cultura, el género o la nacionalidad. Pedro mismo estaba asombrado por esta libertad y el trascendente poder del Espíritu Santo que descendió sobre los gentiles. Pedro expresó su reconocimiento de esta actividad divina: “¿Puede acaso alguno impedir el agua, para que no sean bautizados éstos que han recibido el Espíritu Santo también como nosotros?” (vers. 47).
Pedro mostró en sus relaciones con Cornelio el ejemplar valor que se requiere para cambiar. Más tarde él mismo caería en el etnocentrismo forzando así una confrontación con Pablo (Gál. 2:7-16). Pero en este caso demostró obediencia a las indicaciones del Espíritu Santo.
Esta hermosa historia ilustra por lo menos dos cosas que son relevantes para nuestra discusión sobre la unidad en la diversidad. En primer lugar, demuestra que el evangelio no puede identificarse exclusivamente con ninguna cultura en particular y que se le debe permitir condicionar a una cultura dada para que se abra a la obra específica del Espíritu. Debemos reconocer la verdad de que Dios alcanza a las personas dentro de su contexto histórico y cultural. Junto con esto, debe haber tiempos significativos cuando los aspectos culturales de las personas pueden, sorpresivamente para nosotros y en contra de nuestras preconcepciones culturales, ser usados por Dios para edificar su reino y adelantar su misión en esta tierra.
En segundo lugar, en un contexto particularmente diverso tendrá que determinar cuándo un elemento, idea o acción específicos, pueden convertirse en una expresión apropiada de las buenas nuevas. La iglesia debe ser vigilante para detectar la forma en que Dios está dirigiéndola a una comprensión más profunda de su misión dentro de una cultura en particular. Cuando Dios, en su providencia, ve que el tiempo es correcto, puede guiar a la iglesia en ésta o aquella parte de su viña por medios sorprendentes que pueden parecer inconsistentes con lo que ha sido considerado como el camino “verdadero” o reconocido. La pregunta crucial es si la iglesia en ese lugar y tiempo particulares está dispuesta y tiene el valor suficiente para seguir la dirección divina. Dentro del marco bíblico y teológico de la unidad en la diversidad en Cristo, la iglesia debe ser responsablemente abierta a la experimentación y la variedad pues, de otra manera, es posible que no logre seguir las indicaciones del Espíritu.
La iglesia y la cultura
Históricamente, dentro del contexto de la misión adventista, hemos permitido a la iglesia que determine cuándo un elemento particular de la cultura es capaz de convertirse en una expresión adecuada de las buenas nuevas. Lo que ayer considerábamos objetable en nuestro esfuerzo misionero en un país dado, puede considerarse hoy en día como una oportunidad culturalmente apropiada para la evangelización de la gente. Para muchos adventistas tal diversidad no provee seguridad, pero teológica y bíblicamente es correcta si es originada y dirigida por el Espíritu. Lo que se requiere hoy tanto de los líderes como de los laicos, es actuar fiel y responsablemente, tratando de descubrir la forma en que Dios está obrando en un lugar, en una cultura o en un tiempo en particular.
Veamos una vez más el ejemplo de la ordenación de la mujer. Tomando en cuenta la comprensión dinámica de la Iglesia Adventista del Séptimo Día en las diversas condiciones locales del campo mundial bajo la dirección del Espíritu, quizá nuestras divisiones mundiales deberían reconsiderar y apoyar a Norteamérica en su esfuerzo por hacer lo mejor en aras de la misión dada por Dios en el lugar donde ellos están. Tenemos que confiar que lo que es verdad y bueno en Cristo, prosperará. Como Pedro y Pablo, tenemos que confiar en que Dios asegurará la continuidad de la unidad en la diversidad aun cuando lo hombres y las mujeres no estén muy seguros de ello, Nosotros reconocemos a Dios como el originador de la unidad, expresando esta última a través de la diversidad que tenemos y compartimos en Cristo.
Unidad en la diversidad vs unidad a través de la forma de gobierno
Y los adventistas de Norteamérica, por su parte, deben ser muy cuidadosos para no pensar que los africanos, los sudamericanos o los asiáticos, deben ser o pensar como ellos. Lo que realmente nos mantiene unidos, no es la unidad que proviene de la forma de gobierno, sino de nuestra común confesión de “una esperanza, un Señor, una fe, un bautismo”. Esta unidad está articulada y establecida en lo que consideramos ser el núcleo de creencias de los adventistas.
El Nuevo Testamento defiende genuinamente la unidad en un cuerpo de doctrinas, mientras que permite una diversidad de formas que expresarán la variedad dentro del cuerpo de Cristo y la experiencia cristiana. El grado de diversidad requerido para cumplir nuestra misión variará de lugar en lugar, de situación en situación. El Espíritu Santo todavía no ha agotado las posibilidades y formas estructurales del ministerio en la iglesia. El Nuevo Testamento no alienta el pensamiento de que algo no debiera hacerse simplemente por ser la primera vez. La iglesia apostólica y la iglesia adventista han hecho cosas que Jesús no hizo. Y este pensamiento no se aplica de ningún modo sólo al ejemplo de la ordenación de la mujer.
Al analizar nuestra diversidad global, llego a la conclusión de que nuestro peligro no está en la decisión que favorece o se opone a la ordenación de la mujer, sino en el fundamentalismo estructural en el cual la unidad se deriva de la forma de gobierno, como si ésta fuera a considerarse como una verdad absoluta. Lo que quiero decir es que no debemos permitir que la estructura nos distraiga o sabotee nuestra unidad esencial en Cristo y su misión.
La belleza del punto de vista bíblico de la unidad en la diversidad en Cristo versus unidad a través de la forma de gobierno, es la libertad de Dios para obrar en su iglesia en el cumplimiento de su misión en este mundo. Es posible que él quiera que se dé un paso en un lugar, mientras la práctica continúa invariable en otro, porque él toma en cuenta todos los hechos, incluyendo los sociológicos y culturales.
Sobre el autor: es director del departamento de historia eclesiástica del Seminario Teológico Adventista del Séptimo Día, Berrien Springs, Michigan.