Las Escrituras colocan la experiencia de la justificación por la fe en un contexto de alianza. Pablo dice: “Pero al que obra, no se le cuenta el salario como gracia, sino como deuda; mas al que no obra, sino cree en aquel que justifica al impío, su fe le es contada por justicia” (Rom. 4:4, 5). Aun cuando esta afirmación sea clara en lo que atañe a la relación entre la fe y la justificación, en un contexto de alianza introduce una pregunta intrigante: ¿Hay lugar para la obediencia en las estipulaciones hechas por Dios en las varias relaciones de alianza que hizo con sus criaturas? En este texto, se presenta dos abordajes. La confusión acerca de ellas es la fuente del problema tratado por Pablo con los romanos y los gálatas; es decir, la aplicación de los términos requeridos en una relación de alianza con Dios a otra relación basada en términos enteramente diferentes.

La única relación aceptada por Dios es la que está basada en la fe en Cristo. Esta relación de fe será acompañada de obediencia. Como expresa Pablo, “no son los oidores de la ley los justos ante Dios, sino los hacedores de la ley serán justificados” (Rom. 2:13). En una relación de fe, la obediencia no debe ser vista negativamente como “obras”. Pero hay personas que resisten todo intento de ser obedientes, considerando la aceptación de los Diez Mandamientos como rechazo de la gracia de Dios. A pesar de todo, es una contradicción profesar fe en Jesús y vivir en rebeldía contra su Ley.

La razón para el requerimiento de la fe en la gracia de Dios, en una relación de alianza con él, es porque somos pecadores y corruptos. Aparte de Jesús, son vanos todos nuestros intentos de obtener salvación. Refiriéndose a la condición natural de la humanidad, Pablo señaló el estilo de vida de los paganos de sus días y escribió a los cristianos efesios: “entre los cuales también todos nosotros vivimos en otro tiempo en los deseos de nuestra carne, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos, y éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás” (Efe. 2:3). En su condición natural, el pecador no puede experimentar la justificación por la fe en Cristo. En la Biblia, se presentan tres relaciones de pacto con Dios: el pacto universal, el Nuevo Pacto y el que Pablo llama primer pacto. Una revisión de estos pactos y sus requerimientos nos ayuda a tratar con las cuestiones de la obediencia y la gracia en el plano de la salvación.

Pacto universal

El pacto universal no es identificado por nombre en las Escrituras. Es universal porque Dios puso a todo ser creado inteligente en una relación de pacto con él. Esto está bien definido en las condiciones requeridas. Cuando Adán y Eva fueron creados, también fueron puestos bajo una relación de pacto universal: “Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase. Y mandó Jehová Dios al hombre, diciendo: De todo árbol del huerto podrás comer; mas del árbol de la ciencia del bien y del mal no comerás; porque el día que de él comieres, ciertamente morirás” (Gén. 2:15-17).

Los términos de este pacto son sencillos: obediencia. Elena de White escribió acerca de esto: “Como los ángeles, los moradores del Edén habían de ser probados. Solo podían conservar su feliz estado si eran fieles a la Ley del Creador. Podían obedecer y vivir, o desobedecer y perecer”.[1] El pacto universal requiere perfecta obediencia. Al haber sido creados perfectos, como los habitantes de otros mundos, podían cumplir los términos de este pacto. “Dios hizo al hombre recto; le dio nobles rasgos de carácter, sin inclinación hacia lo malo. […] La obediencia, perfecta y perpetua, era la condición para la felicidad eterna. Cumpliendo esta condición, tendría acceso al árbol de la vida”.[2]

Esta obediencia llevará a la formación de un carácter justo. “Era posible para Adán, antes de la caída, conservar un carácter justo por la obediencia a la ley de Dios”.[3] Pero la primera pareja optó por apartarse del pacto universal y convivir con los resultados de esa opción. “Por tanto, como el pecado entró en el mundo por un hombre, y por el pecado la muerte, así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron” (Rom. 5:12). Como consecuencia de la decisión de nuestros primeros padres, en tanto somos sus descendientes, ya no podemos cumplir los requerimientos de la perfecta y perpetua obediencia. “Mas [Adán] no lo hizo, y por causa de su caída tenemos una naturaleza pecaminosa y no podemos hacemos justos a nosotros mismos. Puesto que somos pecadores y malos, no podemos obedecer perfectamente una ley santa”.[4]

Debemos comprender que, por eso, las obras separadas de la gracia, como método de salvación y base para la relación con Dios, resultarán en fracaso. Pablo deja en claro esto: “Nosotros, judíos de nacimiento, y no pecadores de entre los gentiles, sabiendo que el hombre no es justificado por las obras de la ley, sino por la fe de Jesucristo, nosotros también hemos creído en Jesucristo, para ser justificados por la fe de Cristo y no por las obras de la ley, por cuanto por las obras de la ley nadie será justificado” (Gál. 2:15, 16).

Es bueno recordar que el problema no reside en el pacto o en la ley en sí mismos, sino en nuestra condición caída y nuestra naturaleza carnal. No podemos, por nosotros mismos, hacemos justos y aceptables a Dios.

Nuevo pacto

Cuando Adán desobedeció, Dios lo confrontó en el jardín y le presentó un segundo pacto, conocido como pacto de la gracia, o nuevo pacto.[5] Incluye las palabras dirigidas a Satanás: “Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu simiente y la simiente suya; ésta te herirá en la cabeza, y tú le herirás en el calcañar” (Gén. 3:15).

Este nuevo pacto tiene cuatro provisiones: 1) Dios deshará la alianza entre Satanás y el ser humano, poniendo enemistad entre ellos; 2) esta enemistad producirá enfrentamiento entre la simiente de Satanás y la Simiente de la mujer; 3) en este enfrentamiento, Dios operará el fin de Satanás; 4) la Simiente de la mujer será herida en su calcañar, trayendo como resultado la salvación para todo pecador que aceptare los términos del nuevo pacto, que reside únicamente sobre los hechos de Dios y la buena voluntad del pecador en aceptar esos actos.

¿Por qué es considerado nuevo este pacto? Primeramente, porque no había sido ofrecido a nadie, antes de la desobediencia de Adán. En segundo lugar, fue diseñado solamente para pecadores, que no tienen recursos para cumplir con las condiciones del pacto universal. En tercer lugar, es nuevo porque fue ratificado por la muerte de Jesús que, cronológicamente, ocurrió después de la convalidación del primer pacto, bajo Moisés, por la sangre de un animal.

Fundamentada solo en Cristo, en este nuevo pacto, la fe lleva a la obediencia que resulta en amor a él. El nuevo pacto no solo provee medios de salvación para los pecadores, sino también los lleva de regreso a la obediencia: “Cuando el hombre cayó a causa de su transgresión, la ley no fue cambiada, sino que se estableció un sistema de redención para hacerlo volver a la obediencia”.[6] Comprendiendo los requerimientos del pacto universal y los del nuevo pacto, podemos ahora responder a una pregunta interesante: ¿Bajo qué pacto vivió Jesús, como hombre?

La experiencia de Cristo

Jesucristo, segunda persona de la Deidad, plenamente divino, pero encarnado y miembro de la familia humana, retiene “para siempre su naturaleza humana”.[7] Al convertirse en hombre, se sometió totalmente a la voluntad de la primera Persona de la Deidad (Juan 5:19, 30; 6:38; 10:29; 14:10; 15:10). Mantuvo con la primera Persona una relación de sumisión, refiriéndose a ella como “mi Padre” y “mi Dios” (Juan 20:17). En esta posición, ¿bajo qué pacto vivió Jesús: el universal o el nuevo?

Vale recordar que el pacto universal es una relación basada en la perfecta obediencia por parte de seres sin pecado; la nueva relación del nuevo pacto está construida sobre la base de la fe en la gracia de Dios. Fue designado para seres corrompidos por el pecado, malos por naturaleza, y que habrían entrado en alianza con Satanás, si Dios no hubiera colocado enemistad contra el mal en el corazón de ellos. Todo indica que Cristo vivió bajo la relación del pacto universal con el Padre.

Consideremos las evidencias. Primera, Jesús vivió en perfecta obediencia a la voluntad y a la Ley del Padre. “Así que, como por la transgresión de uno vino la condenación a todos los hombres, de la misma manera por la justicia de uno vino a todos los hombres la justificación de vida. Porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno, los muchos serán constituidos justos” (Rom. 5:18, 19). Note lo siguiente: “Cristo, en su humanidad, desarrolló un carácter perfecto, y ofrece impartimos a nosotros este carácter. ‘Como trapos asquerosos son todas nuestras justicias’ ”.[8]

Segunda evidencia: Aun cuando Jesús se haya convertido en hombre, no se dejó corromper. “Porque tal sumo sacerdote nos convenía: santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos” (Heb. 7:26). Cristo es “santo”, aun cuando seamos “por naturaleza hijos de ira” (Efe. 2:3). Cristo es “sin mancha”, aun cuando seamos injustos (Rom. 3:10-18). Cristo es “separado de los pecadores”, porque es Dios encamado.

Tercera evidencia: todo esto indica que, aun cuando Jesús haya asumido un cuerpo humano, no asumió nuestra naturaleza espiritual caída y pecaminosa. En la carta a los Romanos, Pablo habla “acerca de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, que era del linaje de David según la carne, que fue declarado Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por la resurrección de entre los muertos” (Rom. 1:3,4). Aquí, el apóstol se refiere a las dos naturalezas de Jesús: la física y la espiritual. La expresión “según la/el” se traduce de la preposición griega kata. Esta preposición, cuando es utilizada con el tiempo acusativo adverbial, indica patrón de medida.[9]

Pablo dice que si medimos a Jesús “según la carne”, es hijo de David; es decir, un ser humano. Por otro lado, si lo medimos “según el Espíritu de santidad”, es Hijo de Dios. El texto griego original no dice “Espíritu Santo”, sino “espíritu de santidad”. Rienecker hace la siguiente observación sobre esta frase: “Aquí se indica un espíritu o disposición de santidad que caracterizó a Cristo espiritualmente”.[10]

El apóstol también habla de nuestras dos naturalezas: la interior (naturaleza espiritual) y la exterior (naturaleza física): “Por tanto, no desmayamos; antes aunque este nuestro hombre exterior se va desgastando, el interior no obstante se renueva de día en día” (2 Cor. 4:16). También menciona que el Espíritu Santo fortalece el “hombre interior” (Efe. 3:16). Somos amonestados con respecto al conflicto entre nuestra naturaleza física y la espiritual: “La Palabra de Dios advierte claramente que, a menos que nos abstengamos de la complacencia camal, la naturaleza física entrará en conflicto con la naturaleza espiritual”.[11] También se nos dice que la naturaleza espiritual de Jesús estaba libre de toda mancha de pecado.[12]

La impecabilidad de Jesús lo habilitó a vivir en los términos del pacto universal: la perfecta obediencia, que resulta en un carácter justo, imputado al pecador bajo el nuevo pacto de la gracia. Pablo declara: “Porque si siendo enemigos, fuimos reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo, mucho más, estando reconciliados, seremos salvos por su vida” (Rom. 5:10). Siendo reconciliados por su muerte, llegamos a ser “salvos por su vida”. Elena de White explica esa maravillosa operación: “Si os entregáis a él y lo aceptáis como vuestro Salvador, por pecaminosa que haya sido vuestra vida, seréis contados entre los justos por consideración a él. El carácter de Cristo toma el lugar del vuestro, y vosotros sois aceptados por Dios como si no hubierais pecado”.[13]

Hebreos 2:14 al 18 ha sido citado para defender la idea de que Jesús tuvo una naturaleza pecaminosa como nosotros, porque “debía ser en todo semejante a sus hermanos, para venir a ser misericordioso y fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo” (Heb. 2:17). “Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, él también participó de lo mismo, para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo” (Heb. 2:14). Este contexto trata solo acerca de la naturaleza física, que compartía carne, sangre y muerte Compartió nuestra sangre y carne, convirtiéndose, así, en igual a sus hermanos, de manera que pudiera morir físicamente y transformarse en nuestro sacrificio vicario.

Ante esto, podemos saber que, en virtud de la perfecta obediencia de Cristo, en los términos del pacto universal, nosotros como pecadores encontramos justificación por la fe solamente en él, en los términos del nuevo pacto.

El primer pacto

¿Cómo opera en todo esto la identificación del primer pacto? El libro a los Hebreos une este pacto al Santuario terrenal y a los sacrificios de animales (Heb. 9:1), dándole el título de “primero”. “Pero ahora tanto mejor ministerio es el suyo, cuanto es mediador de un mejor pacto, establecido sobre mejores promesas. Porque si aquel primero hubiera sido sin defecto, ciertamente no se hubiera procurado lugar para el segundo” (Heb. 8:6, 7). Estos versículos señalan más de una vez que el problema no era el pacto, sino las personas. Dios las halló defectuosas porque no perseveraron en su alianza.

Considerado el “viejo pacto”, “tema ordenanzas de culto y un santuario terrenal” (Heb. 9:1). Cuando utilizamos la expresión “viejo pacto”, el pensamiento subyacente es el de justificación por las obras, separadas de la fe y de la gracia. La expresión “viejo pacto” (palaias diathéke) aparece solo una vez en el Nuevo Testamento, y se refiere a un corpus literario; es decir, al Antiguo Testamento: “Pero el entendimiento de ellos se embotó; porque hasta el día de hoy, cuando leen el antiguo pacto, les queda el mismo velo no descubierto, el cual por Cristo es quitado. Y aun hasta el día de hoy, cuando se lee a Moisés, el velo está puesto sobre el corazón de ellos” (2 Cor. 3:14,15).

El uso que Pablo hace de la expresión “antiguo pacto” no se aplica a una relación de pacto entre Dios y el hombre, sino a un conjunto literario y, particularmente, a los escritos de Moisés. En este corpus literario, que incluye los escritos de Moisés, se pueden encontrar los tres pactos aquí mencionados.

En el libro a los Hebreos, encontramos el siguiente comentario acerca del primer pacto: “Al decir: Nuevo pacto, ha dado por viejo al primero” (Heb. 8:13). Aquí, el autor alerta a sus lectores acerca del hecho de que las “ordenanzas de culto y un santuario terrenal”, a lo que él llama primer pacto, y que habían direccionado la fe de los adoradores a la muerte de Cristo, se habían vuelto obsoletos.

El sistema sacrificial fue una representación tangible y visible de lo que Dios cumpliría bajo el nuevo pacto. Ayudó a Israel a comprender la gracia y la fe. Al dar todas las instrucciones para los servicios del Santuario, Los Diez Mandamientos y cómo debían ser aplicados a la vida, Dios habló a Moisés: “Tú hablarás a los hijos de Israel, diciendo: En verdad vosotros guardaréis mis días de reposo; porque es señal entre mí y vosotros por vuestras generaciones, para que sepáis que yo soy Jehová que os santifico” (Éxo. 31:13). La esencia del nuevo pacto es la santificación únicamente por gracia del Señor. El Santuario y sus servicios fueron diseñados para enseñar este pacto. Dios no sustituyó el primer pacto por el nuevo pues, como lo afirma Pablo, el primer pacto fue un ritual emblemático.

El viejo pacto

Aun cuando el término “antiguo pacto” sea utilizado en el Antiguo Testamento solo para un corpus literario, Elena de White lo presenta de dos maneras. Primero, para distinguir el pacto hecho por Dios con Israel, en el Sinaí, del nuevo pacto. El pacto hecho en el Sinaí es “viejo”, porque su ratificación con sacrificios de animales precedió a la ratificación del nuevo pacto, con la sangre de Cristo. Así, los dos pactos son identificados cronológicamente sobre la base de su ratificación.[14]

Segundo, Dios utilizó el pacto del Sinaí para enseñar a los israelitas que, en su relación con él, no estaríamos solos. Al rescatarlos de Egipto y conducirlos por el Mar Rojo, Dios les enseñó que serían totalmente dependientes de aquel que los libertara. Ahora, se les debía enseñar que también debían depender de él para la justificación y la salvación. “Como habían vivido en un ambiente de idolatría y corrupción, no tenían un concepto verdadero de la santidad de Dios, de la extrema pecaminosidad de su propio corazón, de su total incapacidad para obedecer la ley de Dios, y de la necesidad de un Salvador. Todo esto se les debía enseñar”.[15]

Luego de revelar su gloria en el Sinaí y haberles dado su Ley, en forma oral y escrita, Dios le prometió a Israel: “Ahora, pues, si diereis oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro […] Y vosotros me seréis un reino de sacerdotes, y gente santa” (Éxo. 19:5, 6). Con frágil confianza, el pueblo respondió: “Todo lo que Jehová ha dicho, haremos” (Éxo. 19:8). La falla que encontró Dios en su pueblo fue que intentó cumplir los términos del pacto del Sinaí, adhiriendo a los términos requeridos por el pacto universal, la perfecta obediencia, que solo puede ser cumplida por seres santos.

Pocas semanas después, el pueblo estaba adorando al becerro de oro y comportándose como paganos. Su actitud demostró que (1) “No tenían un concepto verdadero de la santidad de Dios”; (2) “de la extrema pecaminosidad de su propio corazón”; (3) de su incapacidad “para obedecer la Ley de Dios”; y (4) su falta de comprensión de cuán desesperadamente necesitaban un Salvador y su gracia. Los términos establecidos en el pacto universal para los seres santos no pueden ser sustituidos por los términos de un pacto que Dios diseñó para los pecadores.

Considerando que el pacto del Sinaí estuvo basado en la estricta obediencia a los Mandamientos e instrucciones de Dios, el nuevo pacto tiene, como base, mejores promesas: la gracia de Dios.[16] La experiencia del becerro de oro enseñó a Israel que Dios no solo era su libertador, de la esclavitud egipcia, sino también de la esclavitud del pecado. “Ya estaban capacitados para apreciar las bendiciones del nuevo pacto”.[17]

Desdichadamente, repetidamente Israel regresaba al intento de obtener justicia a través de sus propios méritos. Pablo lamenta: “Hermanos, ciertamente el anhelo de mi corazón, y mi oración a Dios por Israel, es para salvación. Porque yo les doy testimonio de que tienen celo de Dios, pero no conforme a ciencia. Porque ignorando la justicia de Dios, y procurando establecer la suya propia, no se han sujetado a la justicia de Dios; porque el fin de la ley es Cristo, para justicia a todo aquel que cree” (Rom. 10:1-4).

Hoy, se nos deja solo con un pacto, el nuevo, que fue diseñado para pecadores. En él, encontramos que la encamación, la muerte y la resurrección de Jesús, y su carácter perfecto, operan en favor de sus seguidores los términos del pacto universal. Su carácter perfecto toma el lugar de nuestro carácter imperfecto. Por nuestra fe en él, alcanzamos su gracia y su justicia, así como la disposición a obedecerlo, porque lo amamos y apreciamos lo que hace por nosotros. El nuevo pacto es la justificación por la fe en Cristo.

Sobre el autor: Pastor en Clarksville, Maryland, Estados Unidos.


Referencias

[1] Elena G. de White, Patriarcas y profetas, p. 35.

[2] Ibíd., pp. 30, 31.

[3] Elena G. de White, El camino a Cristo, p. 62.

[4] Ibíd.

[5] Elena G. de White, Patriarcas y profetas, p. 389.

[6] Ibíd., p. 378.

[7] Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 17.

[8] Palabras de vida del gran Maestro, p. 253.

[9] James A. Brooks y Carlton L. Winbery, Syntax of New Testament Greek [Sintaxis del griego del Nuevo Testamento] (Washington, DC: University Press of America, 1979), pp. 46, 47, 61.

[10] Fritz Rienecker, A Linguistic Key to the Greek New Testament [La clave lingüística del griego del Nuevo Testamento] (Grand Rapids, MI: Zondervan Publishing House, 1980), p. 347.

[11] Elena G. de White, Consejos sobre la salud, p. 578.

[12] Comentario bíblico adventista, t. 5, p. 1.055.

[13] El camino a Cristo, p. 62.

[14] Patriarcas y profetas, p. 387.

[15] Ibíd., p. 388.

[16] Ibíd., p. 389.

[17] Ibíd.