Un llamado a la oración pastoral.

Las cataratas del Niágara son una de las maravillas naturales más notables de América del Norte.

¡Es un espectáculo impresionante! Cuando las vi por primera vez, no sólo me sentí encantado, sino también se apoderó de mí su profundo significado espiritual: un significado que ha influido profundamente en mi vida de oración.

En ocasión de mi primera visita, contemplé embelesado esa poderosa masa de agua que se precipitaba. Vi esas impresionantes cascadas; oí su tronar y sentí su tumultuosa pujanza. No me pude ir; me sentí totalmente atraído por el poder y la abundancia del amor de Dios.

Mientras oraba pidiendo dirección y una vida de oración prevaleciente, el Señor me impresionó en forma muy vivida con la idea de que el constante flujo del Niágara representa las oraciones de Cristo por mí. “Sí, Señor -le dije-, estas son las poderosas oraciones de Cristo. ¿Qué me puedes decir acerca de mis débiles oraciones? Son como pequeñas gotas de agua; a lo sumo, son como un débil chorro”. Y entonces, la convicción llegó hasta mí como un rayo: ¿Por qué no unes tus débiles oraciones con las suyas, que son poderosas?

Mucha agua y mucho incienso

Siempre creí que mi fe era débil y mis oraciones enfermizas, pero ahora el Señor me estaba pidiendo que apartara mi vista de mí mismo y la concentrara en el Salvador. Me estaba diciendo que acoplara mi fe inestable con la suya, que es inconmovible, que uniera mis enclenques oraciones con las suyas, que son absolutamente poderosas. “Zambúllete; déjate llevar por la corriente”, era la convicción de mi corazón.

Este primer encuentro con mi Dios ha ejercido una poderosa influencia en mi ministerio como pastor y profesor de Religión.

En mi ministerio pastoral y en mi magisterio, la convicción dada por el Espíritu de que debía unir mis pobres oraciones con las poderosas plegarias de Cristo me indujo a estudiar Apocalipsis 8:3 y 4. El uso de las palabras incensario, altar, incienso, oraciones, trono y humo aclara muy bien que el tema de este breve pasaje es la oración. Esa actividad se desarrolla en las cercanías del altar del incienso que se encuentra delante del velo interior, que conduce directamente a la gloria de la presencia de Dios.

Es maravilloso percibir esos inconfundibles indicios de lo que sucede con las oraciones humanas cuando llegan hasta dentro del Santuario Celestial.

Aquí se corre el velo para permitirnos tener una vislumbre de lo que ocurre con las oraciones de los santos. Al ángel que se encuentra junto al altar se le dio mucho incienso y se le ordenó ofrecerlo junto con las oraciones de los santos. Y él ofreció esta mezcla sobre el altar de oro, que ascendió directamente hasta el Trono de Dios.

Este pasaje de Apocalipsis nos muestra que la intercesión de Cristo en el Santuario Celestial le da importancia a nuestras intercesiones pastorales en favor de nuestros semejantes. Se refiere a dos elementos diferentes que deben unirse: el incienso y las oraciones de los santos. “Otro ángel vino entonces y se paró ante el altar, con un incensario de oro, y se le dio mucho incienso para añadirlo a las oraciones de todos los santos, sobre el altar de oro que estaba delante del trono. Y de la mano del ángel subió a la presencia de Dios el humo del incienso con las oraciones de los santos” (RVR).

Cada vez que estudio este pasaje, me acuerdo de mi experiencia junto a las cataratas del Niágara. La imagen de mis oraciones mezcladas con la abundancia de agua de las oraciones de Cristo, evoca las débiles oraciones de los santos mezcladas con la abundancia del incienso de la perfecta justicia e intercesión de Cristo.

Ahora puedo unir mis oraciones pastorales con las de mi gran Socio en la oración: Jesús. Su “mucho incienso” perfuma las oraciones contaminadas, manchadas de egoísmo, que provienen de mis labios. Ahora me siento irresistiblemente atraído a comparecer osadamente ante el Trono de la gracia, sabiendo que hasta mis mejores oraciones y peticiones deben ser consumidas por el fuego purificador de la perfecta justicia de Cristo, y deben ser perfumadas por el incienso de su intercesión que aguarda allá, junto al propiciatorio.

Un símbolo de su mediación

Incluso en el Santuario Celestial, el acto de quemar incienso tenía la función de que ascendiera delante de Dios “mezclado con sus oraciones [de su pueblo]. Este incienso era un emblema de la mediación de Cristo”.[1] El incienso representa, por lo menos, dos cosas: la perfecta mediación de Cristo y su justicia perfecta. “Estas oraciones [las nuestras], mezcladas con el incienso de la perfección de Cristo, ascienden, fragantes, hasta el Padre”.[2]

Aquí, el tipo de Éxodo 30:7 y 8 se encuentra con el antitipo de Apocalipsis 8:3 y 4. Aarón, el sumo sacerdote terrenal, debía quemar incienso en el altar delante del propiciatorio cada mañana y cada tarde, como “rito perpetuo” delante del Señor. Jesús, el Sumo Sacerdote celestial, con su “mucho incienso”, intercede perpetuamente por nosotros delante del propiciatorio.

Aarón debía quemar incienso en el altar cada mañana y cada tarde en favor del pueblo. Como pastores, nuestras oraciones en favor de la gente, mezcladas con las oraciones de Jesús, deben constituir una experiencia diaria, frescas cada mañana y capaces de perdurar hasta el fin de cada día. No deben ser algo esporádico, algo que ocurre de vez en cuando; deben ser algo perpetuo.

Ofrecer cada día oraciones mezcladas con incienso implica no sólo perpetuidad, sino también prioridad. Nuestra suprema prioridad, como pastores, es comenzar y concluir cada día con Jesús, respirando continuamente su espíritu de oración, de manera que los miembros de nuestras congregaciones sepan a ciencia cierta que hemos estado con Jesús.

Elena de White lo ha descrito de la siguiente manera: “El incienso, que ascendía con las oraciones de Israel, representaba los méritos y la intercesión de Cristo, su perfecta justicia, la que por medio de la fe es acreditada a su pueblo […]. Se unían en oración silenciosa, con los rostros vueltos hacia el Lugar Santo. Así, sus peticiones ascendían con la nube de incienso, mientras la fe aceptaba los méritos del Salvador prometido al que simbolizaba el sacrificio expiatorio”.[3]

Olor fragante

Pablo emplea intensas expresiones similares para describir la cooperación divino-humana tanto en la oración como en el testimonio. Nos insta a andar en el amor de Cristo, que “nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efe. 5:2). En este pasaje, Pablo describe a Cristo como un holocausto que exhala un olor fragante delante de Dios. Y, en 2 de Corintios 2:14 y 15, nos describe a nosotros como el perfume de Cristo, que esparce siempre y en todo lugar un olor fragante.

Pablo tiene en mente aquí la poderosa ilustración de un desfile triunfal romano, en el que un general victorioso recibe la bienvenida de parte de numerosos dignatarios, algunos de los cuales llevan incensarios que despiden el dulce olor del incienso.

Ocurre lo mismo en otros pasajes que encontramos en Efesios y Corintios. Pablo emplea la figura de un holocausto y el acto de quemar incienso para describir no sólo el ministerio de Cristo sino también el nuestro. Transitamos por el definitivo acto de amor de Cristo, que se ofreció a sí mismo por nosotros como una ofrenda con sumida por el fuego.

Como pastores y feligreses, avanzamos en la procesión triunfal de Cristo, esparciendo por todas partes la fragancia del incienso de nuestro conocimiento de él. Cuando nos entregamos a Dios al unirnos en la intercesión con Jesús, también presentamos [nuestros] cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Rom. 12:1). El andar en su amor y el difundir su dulce fragancia se convierte en una forma de vida tan absorbente, que Pablo incluso se refiere a nosotros como si poseyéramos el aroma de Cristo.

Comparemos esto con la forma en que Juan tan adecuadamente describe, en Apocalipsis 8:3 y 4, el “mucho incienso” de la intercesión de Cristo mezclado con las oraciones de los santos y que asciende como humo fragante delante de Dios.

Podemos preguntarnos por qué motivo Cristo necesita orar por nosotros y con nosotros delante de Dios. Las oraciones de Jesús no tienen como fin apaciguar a Dios o inducirlo a amarnos tanto como nos ama el Hijo. El amor del Padre por nosotros es eterno, y su profunda preocupación por nuestra salvación es inextinguible. Nos ama con el mismo amor con que ama a su Hijo unigénito. “El Padre demuestra su infinito amor a Cristo, quien pagó nuestro rescate con su sangre, recibiendo y dando la bienvenida a los amigos de Cristo como amigos suyos. Está satisfecho con la expiación hecha. Ha sido glorificado por la encarnación, la vida, la muerte y la mediación de su Hijo”.[4]

Además, al hacerlo, Cristo “junta en el incensario las oraciones, la alabanza y las confesiones de su pueblo, y con ellas pone su propia justicia inmaculada. Entonces asciende el incienso delante de Dios completa y enteramente aceptable, perfumado con los méritos de la propiciación de Cristo. Entonces se reciben bondadosas respuestas”.[5]

La oración vigilante de Cristo

En Marcos 14:35, contemplamos a Jesús en el jardín de Getsemaní, cuando llamó a Pedro por su nombre para que se mantuviera despierto y lo acompañara en la oración. Al encontrar a sus tres discípulos dormidos, le dijo personalmente a Pedro: “Simón, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora?” Es interesante notar que Jesús no mencionó por nombre ni a Santiago ni a Juan, sino sólo a Pedro. Creo que eso se debió a que Jesús recientemente había orado por Pedro para que su fe no faltara (Luc. 22:32). Jesús quería incorporar a Pedro en su vida de oración. Necesitaba que él y sus discípulos estuvieran con él, y velaran con él (Mat. 26:38).

Las palabras “velar” y “conmigo” son importantes, porque se refieren a que los discípulos debían mantenerse despiertos para compartir la vigilia de oración de Cristo. Es notable que el poderoso Intercesor, que muchas veces había orado por sus discípulos, ahora necesitaba que oraran con él.

¡Qué inmenso privilegio desperdiciaron los discípulos! Experimentaron sólo una pequeña parte de lo que podían haber vivido. Si hubieran aprovechado esa ocasión especial, habrían sido fortalecidos para hacer frente a las terribles pruebas que estaban por sobrevenirles. ¿Podemos afirmar que Cristo cuenta con nosotros, sus pastores, cuando nos invita a compartir las pesadas cargas de sus oraciones? Y, cuando lo hace, ¿nos encuentra despiertos o dormidos?

Cuando el gran Pastor deposita una de sus cargas de oración sobre nuestro corazón, es una santa invitación, del orden más elevado. Es una clara indicación de que confía en nosotros como sus subpastores y que de sea compartir con nosotros las cargas de su corazón; que desea acercarnos a él y al Trono de la gracia.

Es interesante notar que Pedro y Juan, que no se unieron a Jesús en su oración en el Getsemaní, describen a los creyentes, junto con ellos, como sacerdotes de Dios por medio de Cristo. “Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual y sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo” (1 Ped. 2:5). Juan escribe acerca de este ministerio sacerdotal en Cristo, quien “nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre” (Apoc. 1:6).

Sacerdotes con nuestro Sumo Sacerdote

Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, nos ha hecho pastores-sacerdotes junto con él. Nos ha ordenado para ofrecer sacrificios de oración y súplica por medio de él; nos ha llamado a participar del ministerio del llanto con Jesús, a fin de compartir su preocupación por los demás. “Bienaventurados también los que con Jesús lloran llenos de compasión por las tristezas del mundo y se afligen por los pecados que se cometen en él. Todos los que siguen a Cristo participarán en esta experiencia. Mientras compartan su amor, tendrán parte en su doloroso trabajo para salvar a los perdidos”[6].

¿Cómo se relaciona nuestro sacer docio pastoral con el ministerio sumo sacerdotal del Salvador cuando tiene que ver con la oración? Esa santa participación siempre proviene de nuestra entrega incondicional a él. Porque, cuando él reina supremo en el trono de nuestro corazón, su vida pasa a ser nuestra vida. Vive en nosotros y ejerce su ministerio por medio de nosotros. Ama, se preocupa, se sacrifica, afirma y ora por medio de nosotros. Y, como siempre vive en nuestras vidas, siempre ora en nuestras vidas y por medio de ellas. Nuestra vida pastoral pasa a ser una expresión de la suya.

Los pastores tenemos un tremendo privilegio y un sagrado deber al servir como sacerdotes intercesores, incluso revestidos del atuendo sacerdotal de Cristo. “Cuando reconocemos ante Dios nuestro aprecio por los méritos de Cristo, se añade fragancia a nuestras intercesiones. ¡Oh, quién puede valorar esta gran misericordia y amor! Al acercanos a Dios mediante la virtud de los méritos de Cristo, estamos revestidos con sus vestiduras sacerdotales. Él nos coloca cerca de su lado, rodeándonos con su brazo humano, mientras con su brazo divino se aferra del Trono del Infinito. Sus méritos, como fragante incienso, los pone en un incensario en nuestras manos, para estimular nuestras peticiones”.[7]

Este sacerdocio de todos los creyentes quedó demostrado en la experiencia de Job, que oró por sus hijos y por los que lo criticaban. Consagraba a sus hijos a Dios, oraba por ellos y ofrecía regularmente sacrificios en su favor (Job 1:4, 5). En efecto, Job, en su papel de sacerdote, era un tipo de Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, que ora por nosotros. Más aún, Dios que ría que Job orara por sus tres críticos:

“Mi siervo Job orará por vosotros -les dijo-, porque de cierto a él atenderé para no trataros afrentosamente” (Job 42:8).

Jesús también intercede por sus críticos y por los que lo atormentaron. En cierto sentido, Job entró en el sagrado recinto de las actividades intercesoras de Jesús en favor tanto de amigos como de enemigos. Como pastores de Cristo, permanecemos como sacerdotes en la presencia de Dios, en Cristo, nuestro Sumo Sacerdote.

Como a Job, se nos ha llamado a entrar en forma regular en el sagrado recinto de la intercesión de Cristo en favor de los demás.

También tenemos como ejemplo el ministerio de Samuel. Los israelitas temían por su vida, porque no habían querido que Dios fuera su Rey. Pero, cuando la gente le pidió que orara por ellos, Samuel respondió: “Lejos sea de mí que peque yo contra Jehová cesando de rogar por vosotros” (2 Sam. 12:23). Creía que sus oraciones sacerdotales eran tan importantes, que habría sido pecado para él no orar por ellos. A los pastores se nos invita a entrar en el recinto de la intercesión de Cristo por los demás, aunque se aparten de Dios; y tal vez precisamente por eso.

¡Ráeme ahora!

Tal vez, el ejemplo más poderoso de la intercesión de Cristo lo encontramos en el ministerio de Moisés. Dios se había propuesto destruir al testarudo Israel por causa de la gran rebelión manifestada en la adoración del becerro de oro, y le aseguró a Moisés que de su descendencia vendría la gran nación prometida. Pero Moisés no estaba preocupado por sí mismo; lo consumía la preocupación que le inspiraba su pueblo.

Inmediatamente comenzó a orar a Dios y revisó con él las maravillosas promesas que le había declarado a su pueblo. Subió a encontrarse con el Señor en el Monte, para interceder por su pueblo debido a sus grandes pecados. En su oración intercesora, Moisés le rogó fervientemente a Dios: “Te ruego, pues este pueblo ha cometido un gran pecado, porque se hicieron dioses de oro, que perdones ahora su pecado, y si no, ráeme ahora de tu libro que has escrito” (Éxo. 32:31, 32).

En los concilios de la Trinidad, el Hijo de Dios se ofreció como voluntario para entregar su vida por el mundo. Sería cumplido a un costo tremendo: experimentar la muerte segunda en favor de la humanidad pecadora y perdida. El ofrecimiento de Moisés de que su nombre fuera borrado del libro no fue aceptado; el de Jesús, sí.

Jesús experimentó la muerte segunda; se borró su nombre del Libro de la Vida. Y, gracias a ese acto generoso, ni el nombre de Moisés ni el de ninguna otra persona necesita ser borrado de ese libro. Pero, sin duda, la ferviente intercesión de Moisés, que provenía de un corazón de amor, forma parte del sagrado recinto de la intercesión de Criso en favor de la humanidad caída.

Como pastores a las órdenes del Jefe de los pastores, acudamos a Cristo tal como estamos. Permanezcamos durante largo tiempo en el abrazo del Jesús suplicante. Permitamos que su brazo compasivo nos rodee junto con nuestras congregaciones, y que su brazo divino nos vincule con el Trono de Dios.

Podemos sumergir nuestras débiles oraciones en el poderoso torrente de sus oraciones prevalecientes. Entonces, el “mucho incienso” de su intercesión se unirá a nuestras oraciones imperfectas y contaminadas, hasta que adquieran fragancia para Dios. Él se está uniendo con usted en oración ahora mismo. Podemos reposar en los brazos del Príncipe de Paz, con la seguridad de que no hay poder que nos pueda arrebatar de su mano.

Sobre el autor: Doctor en Ministerio. Es profesor de Religión en la Universidad Adventista del Sur, Collegedale, Tennessee, Estados Unidos.


Referencias

[1] Elena G. de White, Temperancia (Buenos Aires: Asociación Casa Editora Sudamericana, 1976), p. 39.

[2] Testimonies for the Church (Nampa, Idaho: Pacific Press Publishing Association, 1900), t. 6, p. 467.

[3] Patriarcas y profetas (Buenos Aires: ACES 1985) pp. 366, 367.

[4] Joyas de los testimonios, t. 3, p. 29. (La cursiva es nuestra.)

[5] Comentario bíblico adventista, t. 6, p. 1.077.

[6] El discurso maestro de Jesucristo (Buenos Aires: ACES, 1975), p. 16.

[7] Comentario bíblico adventista, t. 6, p. 1.078. (La cursiva es nuestra.)