¡El laico no es más que una oveja! En su encíclica Vehementer Nos, publicada en 1906, el Papa Pío X escribió: “Este rebaño, los que están en las filas de los diferentes grados de la jerarquía y la multitud de los fieles; y aquellas categorías son tan distintas en sí mismas, que sólo en el cuerpo pastoral reside el necesario derecho y autoridad para guiar y dirigir a todos los miembros hacia el blanco de la sociedad. En cuanto a la multitud, no tiene ningún otro derecho que el de consentir ser conducido y, como un rebaño dócil, seguir a sus pastores”. Esta estratificación de la iglesia en una clase alta y en otra baja, donde el clero es la clase alta y los laicos la clase baja, refleja el pronunciamiento de Graciano (padre de las leyes canónicas católico-romanas): “Hay dos clases de cristianos, el clero y los laicos”.

Dos puntos de vista acerca de la iglesia

 Obviamente la teología de los laicos suscita toda la cuestión de la eclesiología, implicando dos puntos de vista básicos de la iglesia. El primero, el punto de vista estrecho, que sostiene que el ministerio constituye la iglesia en la cual es difícil ver la forma en que el laicado puede desempeñar cualquier otra función que no sea un rol menor. Según este punto de vista, el clero es la iglesia, con el laicado considerado como dependiente. La sucesión apostólica del ministerio es la única garantía de la existencia de la iglesia. El clero es el gobernante, los laicos los súbditos. Se nos recuerda la réplica que hizo cierto monseñor a Henry Manning en 1857, cuando el laicado de Inglaterra mostraba señales de “alzarse”: “¿Cuál es el lugar del laicado? Cazar, disparar, entretenerse. Ellos entienden estos asuntos, pero no tienen ningún derecho en lo absoluto a mezclarse en asuntos eclesiásticos”.[1]

 Segundo, el punto de vista más amplio afirma que la iglesia es toda la comunidad de aquellos que creen en el Señor Jesucristo y dan muestra de ello en sus vidas. La ventaja de esta definición es que enfatiza la fe y la obediencia personal del cristiano, y dice claramente que los cristianos son una compañía, una comunión. El problema es que se concentra en los seres humanos y en su fe, y no en la salvación que él ofrece. El concepto de la iglesia como cuerpo de Cristo, que es central en este segundo punto de vista, llama la atención a tres hechos bien definidos: Cristo es la cabeza de la iglesia; él es la vida de la iglesia; y la iglesia es siempre su iglesia.

 La iglesia, por lo tanto, es la comunidad en la cual y a través de la cual, Cristo está llevando su redención a la vida de la gente. “Como me envió el Padre, así también yo os envío” (Juan 20:21), dijo Jesús a sus discípulos, y no hay campo para circunscribir esta comisión a los doce o meramente a aquellos que son ordenados.

 La proclamación e impartición de la fe es tarea y privilegio de toda la iglesia sin diferenciación. La iglesia es siempre un pueblo en misión: hombres y mujeres regenerados, estableciendo puntas de lanza para el reino, todos los días, en el lugar donde se encuentran por su empleo o su vocación. Cuando la misión de la iglesia se considera así, el clericalismo está fuera de lugar. De aquí que la declaración de San Buenaventura sea verdaderamente sorprendente: “Así que el clero se distingue del laicado porque tiene el cargo, no sólo de vivir por fe y sostenerla, sino de impartirla”.[2]

 Por supuesto, hay muchos ministerios, entre ellos el ministerio de supervisión, que está sellado por la ordenación. Pero todos los ministerios están dentro de la esfera de la iglesia. La iglesia abarca al ministerio, y no viceversa. Los ministros ordenados cumplen una función representativa dentro de la iglesia. “La iglesia es un sacerdocio universal”, nos recuerda John Stott. “Pero la iglesia no es un pastorado universal”.[3]

 La cuestión de las relaciones correctas entre el ministerio y el laicado es un asunto central para todo el verdadero orden de la iglesia. El ministerio deriva de la congregación y existe para la congregación; pero esto no significa que la congregación controla al ministerio. Los pastores son reconocidos por la congregación como llamados por Dios para su oficio, y la función básica y primaria de su ministerio es la preparación de la congregación “para la obra del ministerio” (Efe. 4:12).

Una sociedad

 Nuestra mayor necesidad es desarrollar el concepto y la práctica de la sociedad en el servicio de Cristo. Este no es momento para sospechas entre el ministerio y el laicado. La tarea de la iglesia es para la iglesia entera. No se trata de que unos sean gobernantes y otros gobernados, maestros y discípulos, sino del pueblo de Dios recibiendo todo lo que Dios se propone dar y comunicándolo al mundo. Para que todo esto se haga, el gran ejército de laicos debe ser entrenado en la fe y darle toda la conducción posible para que traduzca esta fe en acción en las diferentes circunstancias en las cuales sirven. Pero ningún testimonio puede ser fructífero al final a menos que surja de una vida que esté enteramente consagrada a Dios. Esta es la suprema vocación de la iglesia. Los ministros y los laicos son socios en una empresa que es tan grande como la humanidad. Su tarea consiste en llevar la plenitud de Cristo a través de la plenitud de la iglesia a la humanidad entera. El tiempo es corto, y el negocio urgente.


Referencias

[1] Citado en John R. W. Stott, One People (Downers Grove, Ill.: Inter-Varsity Press, 1971), pág. 31.

[2] Yves M. J. Congar, Lay People in the Church (Westminster, Md.: Newman Press, 1967), pág. 13.

[3] Stott, pág., 45.