La proclamación de la fe sin el correspondiente llamado a la santidad es algo absolutamente extraño al adventismo.
En los últimos tiempos, algunos han llegado a considerar que la tarea del ministerio consiste en proclamar la salvación, más que en hacer un llamamiento a una vida santa. Esta tendencia está en consonancia con la interpretación de la salvación que es atribuida a Lutero. Lutero enseñó que podemos obtener la salvación mediante la justificación por la fe. Con esta declaración como creencia central, Lutero dedujo que la santificación, la santidad y la obediencia no forman parte integral de la salvación, sino que son el resultado de la salvación. Dios produce buenas obras, argumentó el gran reformador, para mostrara los incrédulos la salvación ya poseída por los justificados.[1]
Una consecuencia práctica de esta interpretación de la salvación como justificación por la fe es el ritualismo. Un ejemplo de ritualismo es la suposición de que Dios otorga y asegura la salvación en el momento del bautismo. Los rituales confieren la salvación y el poder de Dios.
Este escenario reduce la tarea del ministerio a la proclamación: una proclamación que es una declaración pública acerca de un asunto de tremenda importancia. Por lo tanto, el ministerio consiste en proclamar el evangelio (predicar las buenas nuevas) y no necesita incluir el estudio de la Biblia ni una comprensión más completa de la verdad por parte del oyente. En esta proclamación, los ministros invitan a los incrédulos a aceptar la salvación hecha posible por Dios en la cruz. Este modelo de ministerio afirma que, por medio de la obra del Espíritu Santo, la proclamación produce salvación instantánea y permanente en los que la aceptan por fe.
Esta falta de énfasis en la comprensión bíblica de la verdad de la salvación y el consecuente vuelco hacia una salvación instantánea al hacer caso de una sola proclamación se ha introducido en el evangelismo y el ministerio en las últimas dos décadas. Consecuentemente, incluso en los eventos en que las personas han asistido para oír el evangelio, los ministros han tendido a adoptar aproximaciones orientadas al consumidor que atraigan la mayor cantidad de personas de todas las culturas. Estas aproximaciones no vacilan en emplear rituales, gustos culturales contemporáneos y atracciones teatrales seculares (en la música, por ejemplo), con tal de que los eventos públicos generen una gran audiencia para que la proclamación tome lugar y se pueda administrar la salvación instantánea.
Los pastores que piensan, operan y ministran en una atmósfera así pueden tener la satisfacción de ver que cientos elevan sus manos en una respuesta emocional de aceptación de la salvación. Sin embargo, no creo que estas personas comprendan ni experimenten los ingredientes básicos de la comprensión adventista de la salvación: que la salvación viene a partir de una experiencia de fe que conduce a la obediencia. El descuido y la minimización de esta característica adventista de “guardar los mandamientos”, por aquellos que piensan que el ministerio y la evangelización descansan solo en la proclamación, trae como resultado que la evangelización no hace un llamado a la obediencia. Sostengo que la proclamación de la fe, sin un llamado a la santidad y la obediencia, es absolutamente extraña a la esencia del adventismo.
La santidad y la salvación
La visión de que el evangelio provee salvación sin ninguna referencia a la santidad (la santificación) no hace justicia ni al principio de sola Scriptura ni al de tota Scriptura. ¿Cómo pueden los teólogos y los pastores creer algunas doctrinas basadas en unos pocos textos bíblicos mientras que menosprecian las enseñanzas de las Escrituras como un todo? La enseñanza de Pablo se destaca contundentemente: “Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor” (Heb. 12:14; énfasis añadido). El apóstol exhorta a los cristianos comprometidos a buscar la santidad. ¿Por qué tal exhortación a la santidad y la santificación? La razón es clara: “Sed santos -dice Dios-, porque yo soy santo” (1 Ped. 1:16). La salvación, una experiencia de abandonar los antiguos caminos de pecado y vivir una vida nueva, trae como resultado una vida de santificación. Este nuevo hombre es “creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad” (Efe. 4:24).
Algunos pueden argumentar que la justificación lo hace todo y que recibimos la santificación junto con la justificación. Pero el argumento del apóstol en Hebreos 12:24 contradice este razonamiento en al menos dos formas. Primero, el pasaje no dice que la acción de seguir la paz con todos y ser santo es algo que se nos otorga en el momento de la justificación, sino más bien es el resultado de la obra consciente del creyente: “Busquen”, dicen el apóstol. Estas obran son el resultado de hechos históricos (hechos de obediencia). El contexto precedente implora a los seguidores de Cristo que luchen contra el pecado, que lo resistan en todas las formas posibles (Heb. 12:2-4). cristianos deberían buscar y obtener una santidad real, no legal, por medio del proceso histórico de luchar contra el pecado.
Segundo, la experiencia cristiana de santidad trae como resultado obras que hacen los creyentes que, si bien son capacitados por el Espíritu Santo, no son obras que Dios desea por ellos y hace en su lugar. La postura de algunos de que Dios nos escogió para ser santos al anular nuestra voluntad por medio de su voluntad omnipotente (predestinación) y nos hace santos al invalidar nuestro poder limitado con su poder ilimitado (providencia) contradice el significado de Hebreos 12:14.
Consecuentemente, de acuerdo con las Escrituras, la salvación requiere e incluye dos experiencias diferentes, aunque complementarias: la justificación y la santidad (santificación).
¿Qué es la santidad?
No encontramos una definición explícita de los términos santo y santidad en las Escrituras. El papel que juega en la teología cristiana, sin embargo, es demasiado importante como para dejarlos abiertos a las ambigüedades de las definiciones semánticas y las distorsiones de las tradiciones teológicas. Para explicar sus significados, la Biblia vincula directamente estos términos con el ser de Dios. Dios es santo, y la santidad es una característica del ser de Dios (Lev. 19:2; Sal. 99:3, 5, 9; Isa. 6:3; Luc. 1:49; 1 Ped. 1:15, 16; Apoc. 4:8). Si bien el ser de Dios está más allá de una definición humana (Éxo. 20:3; 2 Crón. 6:18; Isa. 40:18), podemos aprender lo que esto significa al mirar la justicia de Dios. “El Señor Todopoderoso será exaltado en justicia, el Dios santo se mostrará santo en rectitud” (Isa. 5:16, NVI). La santidad divina, entonces, se hace manifiesta en la rectitud divina, y la rectitud de Dios, a su vez, es su justicia hecha visible en sus actos justos (1 Sam. 12:7; Dan. 9:16; Apoc. 15:14). Es más, Dios revela su justicia en dos grandes hechos históricos -la ley y la cruz (Rom. 3:21)- al igual que en todas sus acciones providentes a lo largo de la historia (Deut. 32:4).
Cuando Dios actúa, revela su justicia y su santidad. Justicia significa que Dios siempre hace lo recto. Dios actuó de acuerdo con su sabiduría y su carácter justo no solo cuando estableció el orden de la creación, sino también cuando reveló su justicia y su amor por medio de la ley, la cruz y su ministerio celestial.
Las acciones divinas revelan simultáneamente la santidad de Dios y su justicia (Isa. 5:16). Cuando Isaías exclamó que los pensamientos y los caminos del Santo de Israel no son nuestros pensamientos ni nuestros caminos (Isa. 55:8, 9), estaba expresando una verdad fundamental e inalterable: la santidad es la diferencia entre el ser de Dios y el nuestro, entre los pensamientos de Dios y los nuestros, entre las acciones de Dios y las nuestras. Santiago 1:13 provee una extensión lógica: al ser santo. Dios no puede pecar. La santidad es lo opuesto al pecado.
La salvación incluye un estilo de vida santo
Dado que Dios es santo (Lev. 19:2; 1 Ped. 1:15, 16) y desea compartir su vida con nosotros, creó a los seres humanos para ser santos; esto significa tener un estilo de vida santo (Efe. 1:4). No obstante, al decidir ser independientes de Dios, los seres humanos se convierten en pecadores y pierden su santidad (Gén. 3). El plan de salvación de Dios le devuelve la santidad a la vida humana. La experiencia de santidad en fe y obediencia restaura a los seres humanos a la imagen de Dios y genera el gozo de la salvación.
Las Escrituras afirman claramente que la experiencia de la salvación incluye un estilo de vida santo. Por ejemplo, Zacarías, el padre de Juan el Bautista, entendió que la salvación de Dios espera que los creyentes le sirvan “sin temor […] en santidad y en justicia delante de él” todos sus días (Luc. 1:74, 75). Un estilo de vida santo expresa la justicia y el amor que pertenecen correctamente a la santidad de Dios en la experiencia humana. Al vivir un estilo de vida santo, los cristianos escapan de la corrupción del mundo y “llegan a ser participantes de la naturaleza divina” (2 Ped. 1:1-4). Participamos de la naturaleza divina no por medio de la transformación y la incorporación de nuestros cuerpos creados en el ser de Dios [divinización de nuestra condición de criaturas), sino al adoptar la santidad en nuestro estilo de vida diario.
Necesitamos comprender que la santidad humana no trae como resultado la salvación. La salvación llega a ser nuestra solo por causa del sacrificio de Cristo y su constante obra intercesora en el Santuario celestial (Rom. 3:22). Pero la fe conduce a la obediencia, y la fe y la obediencia son dos componentes inseparables del mismo acto libre de confianza humana en Dios (Rom. 1:5; 16:26). La libre decisión humana de responder al llamado de Dios de salvación a través de Cristo en fe y obediencia no es la causa sino la condición necesaria para que se dé la salvación.
Cristo nos salva para la santidad que, a su vez, es la verdadera experiencia de la salvación. La santidad llega a ser real cuando decidimos tener una fe absoluta en la voluntad, el poder, la providencia, el llamado y la intercesión de Dios, y obedecerlos completamente. Las mismas fe y obediencia por las que aceptamos y recibimos su perdón (justificación por la fe), simultánea y necesariamente incluyen un deliberado y gozoso estilo de vida obediente (santidad). De acuerdo con las Escrituras, no podemos tener uno sin el otro.
Ante Dios, no podemos tener perdón de los pecados sin ser, simultáneamente, obedientes, y llegar a ser cambiados progresivamente a su imagen. Dado que los cristianos recibirán la corona de vida al ser fieles (obedientes) hasta la muerte (Apoc. 2:10), los ministros deberían presentar estas enseñanzas para ayudar a los creyentes a mantener su respuesta de fe y obediencia al llamado de Cristo en su vida.
Pablo nos da un ejemplo al instar a los creyentes romanos: “Ahora para santificación presentad vuestros miembros para servir a la justicia” (Rom. 6:19). El apóstol amplía el mismo llamado al escribir a los creyentes de Corinto: “Así que, amados, puesto que tenemos tales promesas, limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (2 Cor. 7:1). Pablo explicó de una manera mucho más detallada cómo un estilo de vida santo reemplaza el antiguo estilo de vida mundanal: “En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre, que está viciado conforme a los deseos engañosos, y renovaos en el espíritu de vuestra mente, y vestíos del nuevo hombre, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad. Por lo cual, desechando la mentira, hablad verdad cada uno con su prójimo; porque somos miembros los unos de los otros” (Efe. 4:22-25).
Con la santidad como un componente necesario de la experiencia y la realidad de la salvación, podemos entender por qué sin la santidad “nadie verá al Señor” (Heb. 12:14).
Consecuencias de la santidad para el ministerio
La enseñanza bíblica de que un estilo de vida santo (santidad, santificación) es necesario para la salvación va en contra de la posición sostenida por algunos. Por esto debemos ser cuidadosos: los ministros, comprometidos con todo el testimonio de las Escrituras, no pueden seguir un modelo sacramental del ministerio, de acuerdo con el cual Dios usa la proclamación como el vehículo visible (sacramento) para la operación de su poder divino salvífico a través del Espíritu Santo.
En lugar de esto, Cristo enseñó que el Espíritu Santo opera a través de la comprensión de las palabras de la Revelación, registradas para nosotros en las Escrituras. De hecho, Cristo envió al Espíritu Santo para continuar su propio ministerio de enseñanza. “Pero cuando venga el Espíritu de verdad -dijo Cristo a sus discípulos-, él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. Él me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber” (Juan 16:13, 14). El poder de Dios opera a través de las palabras de Cristo y los hechos de revelación registrados en las Escrituras. Cristo dejó en claro que “El espíritu es el que da vida; la carne para nada aprovecha; las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6:63).
En armonía con las enseñanzas de Cristo, Pablo no cree que la fe es el resultado de la decisión omnipotente y unilateral de la voluntad de Dios, sino de la libre respuesta humana a la Palabra de Cristo. “Así que la fe es por el oír, y el oír, por la palabra de Dios” (Rom. 10:17). Si la fe y la obediencia son respuestas humanas libres al llamado de Dios, comprender su revelación en las Escrituras llega a ser necesario para la salvación.
El Espíritu Santo utiliza el ministerio pastoral como un instrumento escogido para revelar las enseñanzas y las acciones de Cristo al mundo. En consecuencia, el objetivo del ministerio pastoral debería ser facilitar la comprensión de las Escrituras y la voluntad de Dios para poder despertar la fe y la obediencia en el mundo, y mantenerlas vivas en la iglesia.
Un modelo de ministerio pastoral centrado en las Escrituras encontrará Espíritu Santo los atraiga, por medio contraproducentes las metodologías orientadas a los consumidores. En su lugar, dado que “la obra de la educación y la de la redención, son una”,[2] los ministros encontrarán que el método de la educación cristiana es una de las mejores maneras de alcanzar su objetivo. Necesitamos tener en mente que la educación cristiana conduce “a un mejor desarrollo del carácter, y prepara al alma para aquella vida que se mide con la vida de Dios. En nuestros cálculos no debe perderse de vista la eternidad”. La educación elevada es “la que enseña a nuestros niños y jóvenes la ciencia del cristianismo, la que les da un conocimiento experimental de los caminos de Dios, y les imparte las lecciones que Cristo dio a sus discípulos, acerca del carácter paternal de Dios”.[3]
La educación como una metodología redentora pastoral no adaptará las enseñanzas de las Escrituras al gusto y las aficiones de la cultura secular contemporánea. En su lugar, intentará que sean lo más claras y comprensibles posible para las personas más sencillas y los estudiosos de todas las culturas.
Conclusión
Dios apartó a los pastores para trabajar por la salvación de los pecadores. Dado que canaliza su poder salvador a través de las Escrituras y el ministerio de enseñanza del Espíritu Santo (Juan 6:63; ver Rom. 1:16; Juan 16:13,14), los pastores deberían familiarizarse con todas las enseñanzas de las Escrituras y su armonía. De esta manera, verán la santidad, la justicia y el amor de Cristo. A medida que el de las enseñanzas de las Escrituras, a aceptar e imitar la justicia y el amor santos de Dios, Cristo los transformará a su imagen.
Al crecer progresiva y continuamente en una comprensión profunda de los caminos de Dios revelados en las Escrituras, los pastores serán capaces de usar la educación cristiana como el mejor método para diseminar y poner a disposición el conocimiento bíblico y su experiencia de conversión a los pecadores del mundo y a los santos de la iglesia. El modelo bíblico del ministerio pastoral centrado en el estudio de la Biblia nuevamente reemplazará al modelo sacramental tradicional del ministerio pastoral centrado en la proclamación y los rituales. Este ministerio producirá un despertar de la piedad y la misión que unirá a la iglesia mundial y acelerará la segunda venida de Cristo.
Sobre el autor: Profesor de Teología y filosofía en la Universidad Andrews, Estados Unidos.
Referencias
[1] “Las obras solo revelan la fe, al igual que los frutos dan evidencia de si el árbol es bueno o no. Por lo tanto, afirmo que las obras justifican; es decir, muestran que hemos sido justificados, así como sus frutos muestran que un hombre es un cristiano y creyente en Cristo, dado que no vive una fe simulada delante de los hombres. Porque las obras indican si tengo fe o no. Por lo tanto, concluyo que alguien es justo cuando veo que hace buenas obras Ante la vista de Dios esta distinción no es necesaria, porque él no se deja engañar por la hipocresía. Pero es necesaria entre los hombres, para que puedan entender claramente dónde existe fe y dónde se carece de ella” (Jaroslav Pelikan, Hilton C. Oswald y Helmut T. Lehmann, eds., Luther’s Works: Career of the Reformer (Saint Louis: Concordia Publishing House, 1999), t. 4, p. 34, 161.
[2] Elena G. de White, La educación, p. 30.
[3] Conducción del niño, p. 277.