Es sábado de mañana. Hace diez minutos que usted está en el púlpito predicando el sermón. La congregación lo sigue atentamente. Pero en el momento cuando usted pasa de una idea a otra, los ojos que hasta entonces estaban fijos en usted comienzan a dispersarse. Los oyentes mueven las manos y los pies; usted los perdió.

¿Por qué sucede esto tantas veces? Algunas de las respuestas a esta pregunta, según yo lo creo, tienen que ver con el manejo de los sentimientos y las emociones durante la predicación.

Mi hija Amy está investigando a fin de escribir una tesis doctoral para su carrera de Literatura. Parte de su trabajo consiste en determinar el papel que desempeñan los sentimientos y las emociones en la interpretación, la comprensión y el aprecio por la poesía. Ya logró demostrar cómo, si se permite la participación de los sentimientos en una poesía, por ejemplo, se puede llamar poderosamente la atención de los estudiantes. Por este medio, un profesor puede captar la mente de los alumnos que, de otro modo, podrían considerar esos versos sólo como un viaje obligado a una galaxia mental intrascendente.

Hay una relación legítima y muy clara entre este enfoque de la poesía y nuestra predicación. Tenemos que aprender a desarrollar la vista y el oído para que capten los sentimientos implícitos en los versículos que estamos explicando. Nosotros mismos debemos sentir los sentimientos -valga la redundancia- que fluyen del texto; sólo así estaremos en condiciones de comunicar lo que sentimos.

Consideremos, como ejemplo, la historia de Zaqueo (Luc. 19:1-10). Un predicador puede exponer una cantidad de cosas buenas e interesantes acerca de esta historia; pero cuando logra sumergirse en los anhelos profundos de ese hombre, en las reacciones de la multitud y en las mismas emociones de Cristo cuando vio a Zaqueo, recién entonces la historia cobrará vida.

Pero ¿cómo puede alguien extraer legítimamente estas consideraciones del texto? El predicador debe introducirse en la historia tan plenamente como sea posible, con ferviente oración, y preguntarse: ¿Hay algo fuera de la pequeñez de Zaqueo que lo haya inducido a hacer algo tan ridículo como correr delante de la gente para subirse a un árbol? ¿Es posible que eso nos diga algo acerca de lo que había dentro de su corazón y que nosotros no habíamos visto antes? ¿Qué le pasó mientras corría y se subía al árbol? ¿Qué quería? ¿Cuáles eran sus sueños y sus esperanzas? ¿Qué sugiere el texto acerca de todo esto? ¿Cómo se debe de haber sentido frente a su pequeñez y su necesidad de compensarla? Después, al desarrollar la historia, contaremos lo que realmente sucedió entre ese hombre y Jesús, cuando el Maestro llegó y lo vio en el árbol.

Éstas son algunas preguntas sugerentes, relacionadas con los sentimientos, que nos podemos hacer cuando preparamos un sermón acerca de un pasaje como éste.

Las emociones desempeñan otro papel crucial y más notable aún en la predicación; se relaciona con la forma en que se siente en realidad el predicador con respecto al Señor. Más específicamente, tiene que ver con sus verdaderos sentimientos acerca de lo que proclama.

Todo sermón necesita de una “visión” que lo guíe. Por naturaleza, la predicación eficaz no implica una visión anticuada o atrofiada. Cuando se agota la visión que el predicador tiene de la verdad, la predicación pasa a ser algo vulgar, estereotipado, insípido, gastado, desencajado y desabrido; si no arcaico, pasado de moda y hasta superado.

Es imposible que la predicación comunicativa y eficaz carezca de una visión fresca y sentida. La predicación eficaz es implacable cuando requiere congruencia emocional y objetiva entre el texto y el testimonio, entre la teoría y la práctica, entre la idea y la proclamación viva.

Antes me sorprendía por los resultados de un sermón cuando terminaba de predicar; ahora sé que el hecho de predicar bien está relacionado con la profundidad de lo que siento acerca de lo que digo. Incluso antes de subir al pulpito ya sé, casi instintivamente, si estaré captando la atención de la gente o si los ojos irán de un lado al otro y los pies comenzarán a moverse.

Sobre el autor: Director de la revista Ministry