Si bien es cierto que Dios es el autor de la evangelización, entra en ella también el ser humano, pero no como un entrometido. Él es parte del plan divino.
Más de una vez le habrá ocurrido a usted lo mismo que me tocó experimentar con cierta frecuencia. El ciclo de conferencias comienza a tener éxito y conmueve a la opinión pública. Esto moviliza a los dirigentes religiosos, deseosos de acallar los labios del evangelista. Vienen entonces los emisarios preguntando con insistencia: “¿Con qué autoridad está predicando usted?’’ Una pregunta parecida a la que le formularon a Pedro, Juan y los demás apóstoles en Jerusalén, ¿recuerda?
El apóstol San Pablo tenía respuesta para estos interrogantes: en un acto de su soberana voluntad, “agradó a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación (kerúgmatos),[1] y para lograrlo, el Señor se vale de los labios humanos dispuestos a comunicar el mensaje divino, como los de Juan el Bautista, aquella voz humana que clamaba en el desierto, comunicando a los hombres el Evangelio del reino de Dios.
Este llegar al hombre por medio del hombre es la estrategia de Dios conocida con el nombre técnico de evangelización. Por medio de ella se quiere confrontar a las almas con Dios a fin de que se produzca el nuevo nacimiento, el crecimiento, los frutos y demás dones que Dios da a sus hijos.
Pero detrás del aspecto meramente técnico y formal de la tarea (Dios evangelizando a los hombres a través de los hombres), aflora una de las facetas más enternecedoras de la gracia de Dios: el principio de colaboración divino-humana. En otras palabras, el hombre como colaborador de Dios;[2] Dios pone su tesoro en vasos de barro.
En la introducción del Apocalipsis, San Juan resume los pasos de este principio: “La revelación de Jesucristo, que Dios le dio, para manifestar a sus siervos las cosas que deben suceder pronto; y la declaró enviándola por medio de su ángel a su siervo Juan, que ha dado testimonio de la palabra de Dios, y del testimonio de Jesucristo, y de todas las cosas que ha visto”. [3]
Aun cuando existen diferentes funciones o capacidades entre los planos y actividades de Dios el Padre, Dios el Hijo, Dios el Espíritu Santo, los evangelistas; existiría plena unidad e identificación en la gran comisión de comunicar la salvación. Por ejemplo, cuando el Señor envió a sus discípulos a una misión que podríamos considerar como de entrenamiento, les dijo: “El que a vosotros recibe, a mí recibe; y el que me recibe a mí, recibe al que me envió”[4] “El que a vosotros oye, a mí me oye; y el que a vosotros desecha, a mí desecha; y el que me desecha a mí, desecha al que me envió”. [5] Evidentemente, no sólo hay unidad de misión entre los que predicaron en las distintas épocas, siendo unos continuadores de las tareas de proclamación de los otros [6] sino que existe plena unidad e identificación con la actividad misionera de Dios mismo, como si se tratase de un mismo cuerpo. Sin duda que mucho de este pensamiento habrá estado implícito en las palabras de Jesús: “Como me envió el Padre, así también yo os envío”.[7]
La predicación encomendada a los seguidores de Jesús es la continuación de su propia evangelización. Esa idea estaba latente en el pensamiento hebreo expresado a los discípulos (hebreos también) por el Maestro de Galilea. “Una fuente rabínica dice: ‘aquel que es enviado por un hombre es el hombre mismo’ (Ber. 5, 5)”.[8]
Esa idea de que Jesús y los creyentes fueron algo así como un mismo cuerpo debe de haber sido captada por Pablo cuando, teniendo ya a la vista los muros de Damasco, escuchó al Señor que decía: “¿Por qué me persigues?… Yo soy Jesús, a quien tú persigues”.[9] Así como en el principio Dios creó el mundo, pero colocó en la esfera del hombre la responsabilidad de la labranza y del cultivo; creó la vida, y puso en la esfera del hombre la capacidad de procreación, Dios provee de redención pero puso en la esfera del hombre la proclamación. [10]
La gracia de Dios, que está tratando de recrear al hombre por medio de la redención en Cristo Jesús, no solamente le permite conocer que hay perdón por la fe en la sangre del Señor, sino que apunta también al desarrollo y crecimiento emocional que produce el hacer algo por los demás; el sentirse útil, especialmente en colaboración con Dios. Vistas en ese contexto, podrían ser muy significativas las palabras por medio de las cuales Pablo agradece al Señor por ese plan con base en el principio de colaboración divino-humana: “Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio, habiendo sido yo antes blasfemo, perseguidor e injuriador; más fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia, en incredulidad. Pero la gracia de nuestro Señor fue más abundante con la fe y el amor que es en Cristo Jesús”.[11]
Referencias:
[1] 1 Cor. 121.
[2] 1 Cor. 3: 9.
[3] Apoc 1: 1 ; 2.
[4] Mat. 10: 40.
[5] Luc. 10. 16.
[6] Juan 4:38.
[7] Juan 20:21.
[8] The Broadman Bible Commentary, 8. 79.
[9] Hech. 9: 4, 5.
[10] J. Herbert Kane, Understanding Christian Missions (Grand Rapids: Baker Books House, 1974), págs. 97-100.
[11] Tim. 1: 12-14.