En los últimos años el ministerio adventista vive la tensión provocada por la necesidad de encontrar un punto de equilibrio en el desarrollo de las tareas definidamente pastorales sin perder de vista su misión evangelizadora. Lograr que los creyentes se conviertan en discípulos ha sido a lo largo de estos años el desafío más grande, porque las iglesias y congregaciones, al parecer, están abarrotadas de gente que aparentemente desconoce las responsabilidades que implica el ser miembros del cuerpo de Cristo, y no saben cómo trabajar para hacer frente a un crecimiento saludable de la iglesia.

Todos están de acuerdo en que no basta llenar los templos si no hay a la vez una estrategia para lograr que los creyentes se conviertan en discípulos de Cristo de acuerdo con los principios que encontramos en los textos relativos a la gran comisión evangélica. Si no se atiende esta actividad, la obra pastoral no será completa, ni podrá crecer la iglesia sin el temor a la apostasía.

En la actualidad, las nuevas técnicas de administración por calidad total han impresionado mucho a los miembros de la iglesia, induciéndolos a percibir que bien podrían emplearse con el fin de poner en práctica nuevos métodos de administración enfocados en el producto más importante: el miembro de iglesia. Hacer discípulos llena el gran vacío dejado por todos estos años de casi indiferencia a la orden del Maestro, que a su vez han producido la pérdida de recursos humanos y financieros.

La responsabilidad de andar con Cristo Jesús en sumisión a él y comprometidos con su Palabra, junto con el entrenamiento de los nuevos creyentes en un clima de amor y aprendizaje, son tareas indispensables para la terminación de la obra que se le confió a la iglesia.

“Por tanto, id, y haced discípulos” (Mat. 28:19). Con ese concepto en mente, los pastores y los dirigentes voluntarios se deben encontrar desempeñando el papel de forma- dores de discípulos, iluminados por las palabras que les dirigió Pablo a los cristianos de Éfeso: “Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (Efe. 4:11, 12).

Este concepto del ministerio implica una gran promesa que puede anidar en el corazón de alguien, o de la iglesia, para cumplir con éxito la orden de Jesús. Primeramente es necesario equipar, evaluar y enseñar a los miembros de las iglesias para que puedan ser ministros del Señor. Se les debe ayudar a llevar a cabo la obra para la cual fueron llamados. En segundo lugar, está implícita la necesidad de demostrarles cómo se deben involucrar en la tarea de enseñar a los demás, por medio del sencillo proceso de la multiplicación espiritual. Finalmente, es necesario que abriguen en la mente y el corazón una visión amplia del ministerio. Deben ver su propia importancia en el eterno plan de Dios para conquistar el mundo por medio del evangelio. Deben ser testigos para que puedan ser oídos por gente de toda nación y pueblo.

La victoria sobre los desafíos del futuro para la iglesia depende sencillamente de la aplicación de la estrategia divina en consonancia con esta promesa: “Y será predicado este evangelio del reino en todo el mundo, para testimonio a todas las naciones; y entonces vendrá el fin” (Mat. 24:14).

Estilo de vida

Todo proceso de hacer discípulos comienza con una visión. Primeramente es necesario que comprendamos que el hacer discípulos es el estilo de vida que Dios espera de nosotros como cristianos. Se nos llama “discípulos” porque somos seguidores de Jesucristo. Además, se nos ordena hacer discípulos, lo que significa formar a otros testigos y multiplicarnos en ellos.

La tarea de educar y motivar a la gente para que llegue a hacer del testimonio su estilo de vida de cristiano, requiere el esfuerzo unido e intenso de dirigentes experimentados y el regreso a los principios aplicados por la iglesia primitiva. Dado que la educación teológica es la base de la evangelización, y la metodología apostólica es la que se debe aplicar para la enseñanza de la Palabra, se vislumbra que se requiere más responsabilidad de cada uno, y la obligación de lograr equilibrio al poner en práctica todo esto. La necesidad es urgente, porque los métodos que se han usado tradicionalmente han demostrado que no poseen la eficacia que se funda en la gran comisión de Mateo 28:18 al 20.

Algunos están desorientados y perdidos. No vibran en la esperanza, y el amor por los inconversos llega a ser una racionalización. La pérdida de la visión misionera propia es síntoma de dolencias espirituales graves que pueden revertir notablemente el cuadro del crecimiento de la iglesia, y pueden llevar a la comunidad a la inanición y a la muerte. Según Herschel H. Hobbs, “la obra de la evangelización no estará completa hasta que el evangelizado se convierta en evangelizador”.[1] Para ampliar esa declaración —si el proceso de formar discípulos llega su culminación—, se debe preparar a todo nuevo creyente para que sea un evangelista activo. Ese ciclo completo de aprendizaje “requiere tiempo, amor, disciplina e instrucción personal”.[2] Agregarle a la obra de la evangelización la de formar discípulos es una inversión segura, porque el futuro está abierto y genera multiplicación. Ésa fue la estrategia de Cristo.

“Jesús preparó a sus discípulos asociándolos con él, antes de darles la gran comisión. Estar con él fue lo primero en su aprendizaje acerca de cómo ejercer el ministerio. Marcos nos dice: ‘Y estableció a doce, para que estuvieran con él, y para enviarlos predicar’ (Mar. 3:14).

“El evangelismo de los discípulos creció gracias a su estilo de vida, por el hecho de haber estado muchas horas en la presencia de Jesús. Aprendieron en medio de situaciones de la vida real. Vieron la evangelización, el aconsejamiento, la predicación y la enseñanza, y cada una de las distintas formas del ministerio, todo de primera mano”.[3]

Un enfoque necesario

Asociados a Jesús, los discípulos se convirtieron en pescadores de hombres (Mat. 4:19). Les mostró cómo se debe ministrar. Como líderes, a veces estimulamos a la gente para que dé su testimonio, pero fallamos cuando no les decimos cómo hacerlo. La iglesia necesita acercarse a sus miembros, y entablar con ellos un diálogo comprometedor. El clero ya no puede vivir a espaldas de los intereses colectivos de la iglesia. No es posible divorciarse de la realidad vivida por el mundo y la iglesia.

¿Cuál es la prioridad de la iglesia? ¿Está preparado su ministerio oficial para la evangelización interna y externa? Los pastores que están comprometidos con ese enfoque revitalizador deben ser entrenados para que demuestren cómo se pueden aplicar los dones de Dios en el ministerio. Mientras eso no suceda, la explosión evangélica no se producirá, y muchos miembros jamás gozarán de la alegría de conducir a alguien a Cristo. El discipulado del Señor es el recurso de que dispone la iglesia para poner en práctica los principios de la gran comisión. La preocupación de Billie Hanks demuestra que “el concepto de la multiplicación de los discípulos se debería restaurar nuevamente en nuestras iglesias, porque es el único que tiene la posibilidad real de conquistar hoy a toda nación del mundo para el evangelio”.[4]

Muchos pastores están viviendo una situación muy difícil de asimilar, porque sus actividades no soportan más la falta de entrenamiento de los laicos en sus respectivas iglesias. Una sensación de fatiga espiritual satura la vida de esos obreros. La falta de una estrategia más duradera para la formación de discípulos ha generado una actitud absurda, que implica muchas actividades que son buenas en sí mismas, pero que excluyen lo esencial que es la formación de discípulos. Esos pastores no disponen del tiempo necesario para entrenar a los laicos con el fin de que ejerzan el sacerdocio de los creyentes.

Esa omisión los obliga a trabajar sin el apoyo de elementos calificados que les ayudarían en la conducción de las diversas actividades de la iglesia. Como resultado de eso, no comparten la carga con los demás, y los miembros, frustrados por la inactividad, reaccionan criticando al ministerio y a la iglesia en general. Los miembros mal alimentados espiritualmente pierden la visión misionera y comienzan a luchar en procura de puestos y funciones de liderazgo en la iglesia local.

“Muchos obreros cristianos creen que su tiempo es sumamente valioso para emplearlo en el desarrollo personal y en el equipamiento de los líderes laicos, y este círculo vicioso se repetirá una y otra vez. Estemos siempre preocupados por seguir el ejemplo de Jesús. Necesitamos captar la idea de que el Señor reveló su método personal de ejercer el ministerio e invirtió lo máximo del tiempo de su vida en la de los que tendrían en el futuro las mayores responsabilidades en el ministerio de la iglesia”.[5]

Estar junto al pueblo, motivándolo, preparándolo y equipándolo como lo hizo Jesús, equivale a tener nuevos creyentes firmes en Cristo, tal como aconteció en los días apostólicos. Nuestra generación puede esperar ver una gran multiplicación de conversos y congregaciones como resultado de nuestra aceptación del ejemplo de Jesús, y de su puesta en práctica.

El Maestro y su plan

Al examinar el Nuevo Testamento, y en particular los Evangelios, percibimos con claridad el plan de Cristo. Se presentó ante la nación judía como la solución nacional de sus problemas, en cumplimiento de todo lo que fue predicho y revelado por Dios a los profetas de la antigüedad. La liberación nacional del dominio del Imperio Romano pasaba por la liberación nacional de sus pecados históricos y personales, para de ese modo emanciparse del dominio tiránico de Satanás.

Jesús trataba de convencer a los líderes y al pueblo de que su vida, al ofrecerse en sacrificio en el Calvario, estaba cumpliendo una exigencia de la ley del pecado, más que una exigencia de las leyes de sus tradiciones, como nación sometida al yugo romano. Morir por la nación era importante, pero morir por el mundo entero era su gran meta. “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado su Hijo unigénito, para que todo aquél que en el cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:16).

En verdad los Evangelios se escribieron para revelar a Jesús, el Hijo de Dios, de modo que, por fe en él, los creyentes puedan tener vida en su nombre (Juan 20:31). Pero muchas veces dejamos de comprender y revelar lo que incluye la realización de esa vida en Cristo. Debemos recordar que los testigos que escribieron esos libros no solamente vieron la verdad, sino que fueron transformados por ella. Por eso, al contar la historia, invariablemente se refirieron a lo que ejerció influencia sobre ellos, para inducir a los demás a vivir de acuerdo con el estilo de vida de los seguidores de Jesucristo.

Como consecuencia del rechazamiento del Mesías por parte de los dirigentes judíos y el Sanedrín —órgano máximo de su legislación civil y religiosa—, la selección de nuevos dirigentes fue el paso que se dio inmediatamente después. Jesús llamó a discípulos. Doce al principio, para que vivieran en íntima comunión con él. Entre ellos, tres eran especiales: Pedro, Santiago y Juan. Ellos serían más tarde los dirigentes de la iglesia naciente, del nuevo Israel. Eran “hombres sin letras y del vulgo” (Hech. 4:13), pero estaban listos para aprender. Sus modales rústicos podrían haber sido al principio graves impedimentos, y lo limitado de sus habilidades podría haber retrasado su preparación, pero eran suficientemente honestos como para admitir sus deficiencias, necesidades y conflictos, y pudieron ser modelados de acuerdo con el patrón del más grande de los maestros. La superficialidad de su vida religiosa no les había impedido esperar a su Mesías (Juan 1:41, 45, 49; 6:69). Además, tenían que luchar contra la hipocresía de la aristocracia dominante. Sus esperanzas estaban adormecidas, y necesitaban de algo revitalizador que viniera a introducir en sus existencias una nueva realidad en la compañía de Jesús.

La gran prueba todavía estaba por venir. Cristo escogió unos cuantos hombres, y su intención era prepararlos con el propósito de que, cuando se tuviera que ausentar, estuvieran listos para enfrentar al mundo en el intento de conquistarlo para su gloria. No podían transformarlo a menos que fueran transformados individualmente. El hecho de que haya escogido pocos hombres tenía mucha importancia para lo que deseaba alcanzar. El cambio operado en la vida de los individuos escogidos sólo sería posible por medio de la influencia del gran Maestro de Galilea.

La forma como lidió con esos incultos galileos —pescadores de tiempo completo algunos, cobradores de impuestos otros, idealistas, sin noción alguna del trabajo en equipo— es increíble si nos atenemos a los patrones de la educación moderna. Pero sucedió algo sobrenatural. Platón, Sócrates, Pablo, Mahoma y Buda tuvieron discípulos, pero Jesús los sobrepujó a todos. En poco tiempo el aprendizaje de los vacilantes discípulos fue superado por ellos mismos. “El discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro” (Luc. 6:40).

La esencia del ministerio de Jesús en relación con sus discípulos era su programa de entrenamiento. Al llamarlos, le dio comienzo a ese entrenamiento asociándose con ellos en la práctica, diariamente. Se trataba de un método sencillo, pero sumamente eficaz. El Señor no estudió en las escuelas de los rabinos ni contaba con el apoyo de ellos; tampoco disponía de los instrumentos que se utilizan para instruir. No empleó para nada procedimientos burocráticos. Él era la escuela y el curso de estudios. Era un método que contrastaba definidamente con el de los escribas, las estrellas del conocimiento de su tiempo. Ellos mismos habían insistido con Jesús para que se apoyara en sus tradiciones y dogmas con el fin de enseñar a los discípulos. Pero Cristo no les prestó oídos. Después de todo, era “Emanuel… Dios con nosotros” (Mat. 1:23), era la Sabiduría en persona. Sus discípulos se distinguían, no por vivir de acuerdo con una determinada liturgia, sino por estar con él, por vivir y proclamar sus enseñanzas (Juan 18:20).

El método de asociación que practicó Jesús con sus discípulos se manifestó desde el principio, desde el momento de la invitación que les dirigió a esos hombres que deseaba conducir. A Juan y a Andrés los invitó: “Venid y ved” (Juan 1:39), para que vieran donde vivía. “Y se quedaron con él aquel día”. No hubo más explicaciones. Se entiende que en la intimidad del aposento del Maestro obtuvieron preciosas vislumbres de su obra y su naturaleza. A Felipe se le extendió la misma invitación, más la expresión: “Sígueme” (Juan 1:43). Evidentemente, sensibilizado por esa invitación, el nuevo discípulo a su vez invitó a Natanael diciéndole: “Ven y ve” (Juan 1:46).

Más tarde, cuando Pedro, Santiago, Juan y Andrés se encontraban a la orilla del mar lanzando sus redes, Jesús los abordó con las mismas palabras ya familiares: “Venid en pos de mí” (Mar. 1:17; Mat. 4:19; Luc. 5:10). Del mismo modo llamó a Mateo que se encontraba en el banco de los públicos tributos diciéndole: “Sígueme” (Mar. 2:14; Mat. 9:9; Luc. 5:27).

Había muchas cosas que esos hombres no entendían, y que sólo entenderían al andar con Jesús. La solución de sus problemas sería posible por el simple hecho de que estarían siempre con el Maestro. En su presencia podrían descubrir todo lo que necesitaban saber. Jesús tenía el objetivo de prepararlos para la tarea de evangelizar al mundo. Por eso se reunía con ellos y les dedicaba buena parte de su precioso tiempo. Necesitaba que se convirtieran en misioneros activos. Lo hacía con más frecuencia en lugares apartados, en las montañas, lejos de los grandes centros de discusión teológica. Por eso se iba con ellos a Tiro y Sidón, por ejemplo (Mar. 7:24; Mat. 15:21); o recorría la región de Decápolis (Mar. 7:31; Mat. 15:29), las cercanías de Dalmanuta, al sudeste de Galilea (Mar. 8:10; Mat. 15:39), o junto a las aldeas de Cesárea de Filipo, al nordeste (Mar. 8:27; Mat. 16:13).

Esos largos viajes se debían en parte a la oposición de los fariseos y a la hostilidad de Herodes; pero principalmente porque Jesús necesitaba estar a solas con sus discípulos, lejos del tumulto de sus opositores. Después dedicó varios meses a Perea, al este del Jordán (Luc. 13:22-19:28; Juan 10:40-11:54; Mat. 19:1-20:34; Mar. 10:1-52). Pero como a medida que el tiempo pasaba la oposición recrudecía, Jesús ya no andaba abiertamente entre los judíos, y hasta se escondía de ellos, y se fue a Efraín, junto al desierto (Juan 11:54).

Las últimas instrucciones

Incluso cuando en los últimos días de su trayectoria terrenal emprendió su último viaje a Jerusalén, se fue aparte con los discípulos, y tomó a los doce para darles las últimas instrucciones. A partir de allí comenzó su lenta ascensión a Jerusalén, para sufrir la muerte de cruz (Mat. 20:17; Mar. 10:32). En ese lapso Jesús no se separó de sus discípulos. Permaneció con ellos, posiblemente para ayudarlos a soportar la gran desilusión que estaban por sufrir (Juan 16:4). Indudablemente esos momentos finales fueron los más importantes del ministerio de Jesús como formador de discípulos; por eso los Evangelios dedican buena parte de sus relatos a esos últimos eventos de la vida del Maestro.

La última semana de Cristo con sus discípulos es más rica en detalles que cualquier otro período de su convivencia con ellos. Pedro reconoció este hecho, y más tarde se expresó así: “A éste levantó Dios al tercer día, e hizo que se manifestase; no a todo el pueblo, sino a los testigos que Dios había ordenado de antemano, a nosotros que comimos y bebimos con él después que resucitó de los muertos” (Hech. 10:40, 41).

De un modo general, la obra de los discípulos demuestra el éxito del método Jesús basado en la aproximación. Sin mucho alarde entrenó a sus discípulos y estuvo con ellos enseñándoles a hacer la obra (Juan 15:27). Aprendieron al hacer como Jesús hacía. El Maestro dedicó tiempo para la convivencia y la instrucción. Los hombres y las mujeres que estuvieron con él hasta el fin perseveraron como consecuencia de la atención especial que les dispensó. Entre ellos se encontraban Zaqueo, la mujer samaritana, Nicodemo, el endemoniado de Gadara, Marta, María Magdalena, Juana, Susana y muchos otros.

Hoy la iglesia debe proseguir ese ministerio. Darle especial atención a cada creyente es un gesto que por sí solo constituye una parte de la comprensión de la naturaleza y la misión de la iglesia.

Si ésta desea realmente atraer al mundo con el evangelio del reino, deberá primeramente tomar conciencia de que sus miembros deben ser preparados para que se conviertan en discípulos de tiempo completo, que ejerzan el ministerio colectiva e individualmente, para hacer de esa práctica un estilo de vida. Cada creyente tiene parte en ese ministerio, y para eso necesita recibir entrenamiento.

La formación de un discípulo requiere cuidado personal. Para que madure y se reproduzca en otros discípulos se necesita el contacto personal del líder. Así lo hizo Jesús.

Sobre el autor: Rafael L Monteiro es director de Ministerio Personal y Escuela Sabática de la Asociación de la Amazonia Occidental, Brasil.


Referencias:

[1] Herschell H. Hobbs, citado por Billie Hanks, en: Discipleship: The Best Writings from the Most Experienced Disciple Makers [El discipulado: Los mejores textos de los más experimentados hacedores de discípulos] (Grand Rapids, Michigan: Zondervan,1981), pág. 26.

[2] Billie Hanks, Ibíd.

[3] Ibíd.

[4] Ibíd., pág. 27.

[5] Ibíd., pág. 28.