Mis recuerdos me han llevado más de una vez hasta aquellas conversaciones de adolescentes que realizábamos mis amigas más cercanas y yo. Todas éramos hijas de obreros adventistas y hablábamos de nuestro futuro, de nuestras aspiraciones y, por supuesto, del hogar que queríamos formar. Un día se me ocurrió preguntar a una de ellas: “¿Te casarías con un pastor o un misionero de la iglesia?” A muy pocas de ellas les resultaba atractiva la idea. La mayoría respondió con un no que denotaba profundo desagrado. ¿Por qué?, me preguntaba yo. ¿Por qué este sentimiento negativo?

            Como hija de pastor me sentí más de una vez presionada socialmente y pasé por momentos desagradables. Gracias a Dios, esas experiencias no dejaron en mí una marca imborrable. Al contrario, mantuvieron vivo el deseo en mi corazón de casarme con un pastor. Hoy escribo con la emoción de verme completamente realizada. Mi esposo es pastor de distrito, y al acompañarlo en su ministerio, al apoyarlo en sus diferentes actividades, me siento plenamente feliz; compruebo que mis sueños se han convertido en una hermosa realidad. Ninguna otra condición me agradaría más que mi situación actual.

            Pero hoy, como madre de una preciosa niña, me pregunto de nuevo ¿por qué algunos hijos o hijas de pastores albergan sentimientos negativos con respecto al servicio en la obra de Dios? ¿Será que los padres tenemos algo que ver con los pensamientos negativos que mantienen algunos de nuestros hijos contra Dios o su iglesia organizada? ¿Puedo hacer algo para que mi pequeña ame a Dios y a su iglesia como yo los amo?

            Vuelvo los ojos al pasado y trato de recordar lo que mis padres hicieron por mí. ¿Hubo en la educación, en nuestra vida cotidiana, en la práctica familiar, algo que produjo la diferencia?

  1. Los cultos familiares y la recepción del sábado. No tengo ninguna duda de que uno de los lugares y momentos donde aprendí a amar a Dios, fue en los cultos familiares, principalmente en el culto del viernes a la hora de la puesta del sol. Mis padres hicieron de este culto un momento agradabilísimo. Era la oportunidad para que cada uno expresara las bendiciones recibidas durante la semana. Todos participábamos. Cantábamos, sonreíamos, estudiábamos y orábamos juntos. Era un momento solemne, pero alegre. Mis recuerdos me hablan de hermosas historias y de una deliciosa cena. Todo el sábado era un día verdaderamente feliz. Papá dedicaba tiempo para estar con nosotros.
  2. La oración. No hablo de la oración por los alimentos, o de la oración acostumbrada en la hora de los cultos. Me refiero a la oración particular de mis padres. Esas oraciones provocaron en mí una fuerte impresión acerca del cuidado y la protección de Dios. Desde pequeña sentí que mi corazón se conmovía por esas oraciones. Muchas veces abrí la puerta de la recámara de mis padres y los encontraba arrodillados, a veces de mañana, otras de noche. Lo que más me impresionaba era oírlos orar en voz audible. Yo era testigo de su estrecha amistad con Dios.
  3. El culto personal de mis padres. Nunca me ha gustado levantarme muy temprano, pero cuando lo hacía, veía la luz que asomaba por debajo de la puerta de la oficina. Podía ser mi padre o mi madre, que estudiaba la Biblia. ¡Qué lección para mí, en las horas más impresionables de la vida de una niña! Y el estudio profundo de la Palabra de Dios no lo realizaba solamente mi padre. Mi madre la estudiaba con la misma dedicación y fidelidad. Hasta hoy, ella no sólo cuida de la casa, sino que trabaja, sirviendo profesionalmente a la iglesia. Me pregunto cómo puede hacer tanto con su tiempo y su vida.
  4. La crítica. Creo que todos convendrán que los puntos mencionados debieran formar parte del diario vivir de todo hogar adventista. Pero hay uno que, en mi opinión, ha hecho la diferencia. Ahora que soy adulta miro hacia el pasado y recuerdo situaciones y momentos que habrían justificado una queja o una crítica de parte de mis padres contra la organización o sus dirigentes. Nunca escuché una cosa tal, aunque parezca increíble. El ejemplo de lealtad de mis padres hacia la organización o sus dirigentes, sin importar las circunstancias, está profundamente grabado en mi ser. Sin duda hubo observaciones en cuanto a predicaciones, preocupaciones en cuanto al salario, o sentimientos de reacción, en base al trato de ciertos dirigentes. Todo comentario negativo, sin embargo, quedó limitado a las conversaciones privadas de mis padres y no permitieron que llegara hasta nosotros. Creo que no podría amar a mi iglesia como la amo si mis padres no hubieran sido cuidadosos en este aspecto, en una edad en que yo no estaba en condiciones de entender muchas cosas.
  5. Respuestas a los llamados y traslados. Hoy empiezo a comprender, como esposa de pastor, cuántos trastornos mayores y menores les causan a las familias y a la vida personal y profesional de los pastores, los llamados que implican traslados y mudanzas. En nuestra familia los hijos los considerábamos motivo de júbilo. Mi padre tuvo la capacidad de transmitimos la idea de que una mudanza era un llamado de Dios y no de los hombres. Jamás supe que él deseara un cargo o puesto de ningún tipo. Y nunca supe que hubiera rechazado un llamado. Admiro todavía más a mi madre por acompañarlo y apoyarlo en esta convicción. Así aprendí, como hija y desde muy joven, que es Dios quien dirige nuestras vidas.

Sé que esto que escribo no es algo extraordinario. Son realidades sencillas, vivencias y sucesos de la vida diaria que provocaron una diferencia en mi vida. Sin embargo, en más de un momento llego a pensar que provocaron una grandiferencia que me hace feliz mientras sirvo a Dios y a mi iglesia.