Es posible que estemos tan empeñados en conquistar un territorio que nos olvidemos de vencer la guerra

Me quedé entusiasmado por la invitación para predicar en una comunidad brasilera de Richmond, Estado de Virginia, en los Estados Unidos, en julio de 2004. Después de realizar una breve investigación en Internet, descubrí que cerca de esa ciudad se encuentra la villa de Jamestown, donde los colonos ingleses establecieron el primer asentamiento permanente en el continente americano (la india Pocahontas vivió allí). También estaba la posibilidad de visitar Williamsburg, uno de los lugares de la Guerra de la Independencia, y la misma Richmond.

Esa ciudad fue la capital de los Estados rebeldes del sur, que pretendían separarse de la Unión, por causa de la esclavitud. El escritor Geoffrey Perret describe la confusión que ocurrió en el Alto Comando del Ejército de la Unión durante ese período de la guerra civil estadounidense, entre el Norte y el Sur. Al parecer, el presidente Abraham Lincoln no pudo disuadir a sus generales de no atacar Richmond al final de la guerra. No sé por qué razón, los generales tenían la obsesión de capturar Richmond. A pesar de todo, persistieron. Finalmente, Lincoln desafió a sus estrategas con la siguiente observación: “¿Qué ganaremos capturando la ciudad? Solo obtendremos un territorio. Señores, ¡nuestro propósito es ganar la guerra!”[1]

Visión definida

Una reflexión sobre nuestras prioridades, en relación con nuestro programa eclesiástico, en estos últimos años, podría llevarnos a las siguientes preguntas: ¿Quizá no estamos constantemente luchando batallas sin mucha importancia? ¿No estamos conquistando algunos objetivos irrelevantes y, consecuentemente, atrasando la victoria final sobre el mal? Detrás de tantas centenas de jóvenes apartados de la iglesia, de tantas ciudades todavía sin presencia adventista y de un índice tan grande de miembros inactivos, ¿podría darse el caso de que nuestras estrategias estén direccionadas meramente a conquistar un territorio que no ayudará finalmente a ganar la guerra? De allí la importancia de definir un objetivo, un blanco específico, una visión que oriente nuestra estrategia.

En tres pasajes muy convincentes, la Biblia nos brinda una clara visión de los objetivos y de los métodos que deben seguir los departamentos y los ministerios de la iglesia:

“Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mat. 28:19, 20). “Y él mismo constituyó a unos, apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelistas; a otros, pastores y maestros, a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo […] para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error” (Efe. 4:11-14). “Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros” (2 Tim. 2:2).

El proceso de discipulado está incluido en la Gran Comisión dada por Jesús a sus seguidores: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado”. Jesús pasó su ministerio terrenal enseñando y entrenando discípulos. Ahora, les ordena repetir el mismo proceso con otros. La misión de la iglesia está aquí delineada de manera muy clara: los discípulos de Cristo son llamados, entrenados y comisionados a hacer discípulos a todas las naciones, por medio de la acción de ir, bautizar y enseñar. Cualquier otra cosa que se haga aparte de esto es “atacar Richmond”. Puede llevarnos a conquistar un territorio, pero no a vencer la guerra.

Entrenamiento y capacitación

En Efesios 4:11 al 14, de forma bien resumida, tenemos el plan de Dios por medio del cual Cristo efectúa el crecimiento de su iglesia. Básicamente, nuestro llamado es para el perfeccionamiento, o el entrenamiento, de “los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo”. Este pasaje se hace más apropiado al leer la parte final de los versículos 13 y 14. Existe aquí un desafío especial para los que trabajan con adolescentes, juveniles y nuevos miembros. Los líderes deben conducirlos a la madurez, “a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo; para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina”. Este texto sugiere la tarea de guiar a los miembros de la iglesia, principalmente a los adolescentes, en un mundo marcado por la confusión, para que resistan su propaganda, y ayudarlos a crecer en dirección a la madurez espiritual, con sentido de identidad y compromiso con la misión.

Dirigiéndose a Timoteo, el apóstol Pablo transmite a su joven hijo en la fe una instrucción especial. El texto en consideración (2 Tim. 2:2) es relevante para una iglesia, en su mayoría compuesta por jóvenes, porque sugiere otra confirmación del llamado a equipar a las personas para su ministerio. Pablo escribe: “Lo que has oído de mí ante muchos testigos, esto encarga a hombres fieles que sean idóneos para enseñar también a otros”.

Una rápida observación de este versículo sugiere cuatro generaciones de multiplicadores espirituales: primera, Pablo; segunda, Timoteo; tercera, hombres fieles y; cuarta, otros. Los jóvenes deben ser entrenados para asumir el liderazgo de la iglesia. Obviamente, esa clase de ministerio lleva tiempo y requiere compromiso. Otros objetivos pueden ser más fáciles de atacar, otras metas pueden ser más populares y mensurables, pero, para eso existen los diversos departamentos de la iglesia, y necesitamos captar esta visión.

El blanco pastoral

La gran meta del ministerio pastoral es pura y sencillamente el discipulado. Pero ¿a qué se parece un joven discípulo? ¿Son personas que conservan el pelo corto? ¿Son los que mantienen un buen comportamiento en el noviazgo? ¿Son esos fieles hermanos que dan estudios bíblicos de casa en casa?

Discípulo era una palabra favorita de Jesús, que ha sido utilizada aproximadamente doscientas setenta veces en los evangelios y en el libro de los Hechos. De manera general, un discípulo es “un seguidor comprometido con un gran maestro”.[2] En sentido específico, discípulo es “alguien que va a Jesús en busca de vida eterna, que reconoce a Jesús como Señor y Dios, y que está dedicado a seguirlo”.[3] La palabra sugiere identificación con Cristo, en carácter y misión, conforme a los siguientes textos:

“Dijo entonces Jesús a los judíos que habían creído en él: Si vosotros permaneciereis en mi palabra, seréis verdaderamente mis discípulos; y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Juan 8:31, 32); “Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros.

“En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:34, 35); “En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos” (Juan 15:8); “Entonces Jesús le dijo: Un hombre hizo una gran cena, y convidó a muchos […]. Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo […]. Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncia a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14:16, 27, 33).

Jesucristo declaró que ser discípulo es asemejarse al Maestro, en el mismo ministerio, mensaje y sufrimiento: “El discípulo no es más que su maestro, ni el siervo más que su señor. Bástale al discípulo ser como su maestro, y al siervo como su señor” (Mat. 10:24,25); “El discípulo no es superior a su maestro; mas todo el que fuere perfeccionado, será como su maestro” (Luc. 6:40).

Al definir el discipulado como estrategia para los próximos años, con el objetivo de entrenar líderes discipuladores y comprometerlos con la cosecha para multiplicar discípulos, la iglesia estará espiritualmente saludable y las buenas nuevas de Cristo alcanzarán cada persona en el mundo.

Sobre el autor: Profesor en el Seminario Teológica de la Facultad Adventista de Bahia, Cachoeira, Rep. del Brasil.


Referencias

[1] Godfrey Perret, Lincoln’s War: The Untold Story of America’s Greatest President as Commander in Chief (Nueva York: Random House, 2004), p. 470.

[2] Michael J. Wilkins, Following the Master: Discipleship in the Steps of Jesús (Grand Rapids, MI: Zondervan Publishing House, 1992), pp. 25-31.

[3] Ibíd., p. 40.