Maitre Hauchecome, personaje principal de la famosa historia de Guy de Maupassant “El Trozo de Cuerda”, iba un día caminando por el mercado. Vio en el suelo un trozo de cuerda y, siendo un labriego de costumbres frugales, se detuvo y lo levantó. Se supo más tarde que se había perdido un monedero en ese mismo lugar y se lo acusó de haberlo encontrado.

Por más que insistió en su inocencia, el jefe de los gendarmes o llevó a la oficina del intendente (alcalde) para un interrogatorio. Al día siguiente apareció el monedero, pero nunca más pudo Mai’re Hauchecome recuperar la paz mental. Humillado por la acusación y la detención, comenzó a rumiar el incidente. “El trozo de cuerda” se convirtió para él en una obsesión. Fue descuidando cada vez más su trabajo a fin de hablar de su equivocado arresto a conocidos y extraños. Llegó a ponerse neurótico, envenenado mentalmente por su falta de voluntad de perdonar y olvidar. A punto de morir, sus últimas palabras fueron: “Un trozo de cuerda, un trozo de cuerda. ¡Mire!, aquí está, señor Intendente”.

La mayoría de las personas han tenido sus “trozos de cuerda”: angustias y desgracias de una y otra clase. Es muy probable que usted, lector, haya tenido su parte en ellas.

Su rostro puede estar engalanado por la sonrisa, sus palabras pueden ser alegres y valientes, pero en lo profundo de su corazón está la herida —en el suyo y en el de cualquier otro.

Quizá la herida de su corazón fue causada por la pérdida de un ser querido, por la invalidez, producto de un accidente o de una enfermedad, por un hogar destruido o un hijo descarriado, por la pérdida de posesiones materiales, o por la traición de una amistad…

Hay una manera mejor de afrontar el infortunio que la emocionalmente inmadura de alimentar resentimientos, de agitar el puño al cielo y a la tierra. William James, el padre de la psicología aplicada, sugiere el siguiente camino: “Acéptelo gustoso”, es decir, reconozca que algunas cosas dependen de usted y otras no, y que hay sabiduría en distinguir entre ambas.

John Milton, ciego a la edad de cuarenta y tres años, escribió: “No es una desgracia ser ciego. Es desgracia no ser capaz de soportar la ceguera”.

Cualquiera sea su infortunio, después que haya comenzado a aceptarlo gustosa mente, a aceptar una . filiación que no puede cambiar, le queda aún in secundo camino a tomar: trascenderse a usted mismo y sublimar el natural resentimiento en un servicio concreto a la humanidad.

“Cuando una puerta se cierra, otra se abre —escribió Alejandro Graham Bell—pero muy a menudo miramos tanto y tan tristemente la puerta cerrada que no vemos la que se abre delante de nosotros”.

Pocas personas habrían considerado a Carlos Steinmets en su niñez como un candidato promisorio a la eminencia Nacido en la pobreza y jorobado, tenía que enfrentar dos desventajas.

Sin embargo, habiéndolas superado, llegó a ser uno de los ingenieros electricistas más renombrados del mundo. Del laboratorio de aquel lisiado de por vida, que para librarse del dolor, a menudo trabajaba me dio de pie y medio recostado, surgieron descubrimientos e invenciones que revolucionaron la industria. La compañía General Electric. a la cual estaba asociado, obtuvo más fie doscientas patentes, gracias a sus infatigables trabajos.

El sufrimiento puede también servir a un propósito redentor. Sin el dolor nos quedaríamos satisfechos con poner nuestros ojos en las cosas de la tierra. Necesitamos de un pequeño incentivo para elevarlos al cielo.

Cuando el único hijo de Sir Harry Lauder fue muerto en la primera guerra mundial, el angustiado padre dijo: “Cuando un hombre llega a cosas como éstas, tiene sólo tres caminos a seguir: la bebida, la desesperación o Dios. Y por su gracia, mi camino es Dios”.

Sin el sufrimiento, muchas de las promesas de la Biblia no tendrían significado. Si nunca nos hemos sentido agotados por el esfuerzo, no podremos hallarle sentido a la bendita promesa de Mateo 11:28: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar”.

Si usted no ha conocido nunca la ansiedad, no podría decir: “Echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Ped. 5:7).

Jesús, el Hijo, conoció el dolor cuando anduvo como un hombre entre los hombres, “despreciado y desechado… varón de dolores, experimentado en quebranto” (Isa. 53:3).

Aun en la cruz, el Varón de Dolores se identificó con las necesidades de la humanidad. Tenía un malhechor a su izquierda y otro a su derecha. Hasta el mismo fin pensó en los demás, aun en medio de sus más intensos sufrimientos. De esa manera transformó la cruz, hasta entonces símbolo de tortura y muerte, en un símbolo de vida triunfante, en una escalera que nos lleva a la eternidad.

¿Qué hará usted con sus tristezas, sus sufrimientos, sus desengaños? ¿Hará de ellos una cruz, o una escalera?