Cada parte del culto ocupa su lugar en el cumplimiento del propósito de conducir a los adoradores a un verdadero encuentro con Dios.

Uno de los grandes errores cometidos en cuanto al tema de la liturgia es la idea de que los himnos, las oraciones, las lecturas bíblicas y las ofrendas son sólo los preliminares del sermón. El pastor, muchas veces ansioso por comenzar a hablar, se impacienta y omite una de esas partes, al considerarlas de menor importancia. La realidad, sin embargo, es que todo lo que sucede en el culto debe contribuir a que los adoradores tengan un verdadero encuentro con el Señor.

El principal objetivo del culto adventista consiste en enseñar a cada adorador a encontrarse por sí mismo con el Altísimo, dentro de su propio espíritu. La persona realmente adora a Dios cuando participa de los elementos del culto y se compenetra en verdad de todo lo que sucede. Es una experiencia personal con el Creador. Si el culto se planifica, organiza, y se lleva a cabo debidamente, la gente verá que “la gloria del Señor llena la casa de Dios”.

Con esto en mente, intentaremos analizar en este artículo los elementos que componen el culto.

La música

Desde los días del Antiguo Testamento el canto y la música instrumental desempeñaron un papel importante en el servicio de adoración. De eso dan testimonio los Salmos y los libros de las Crónicas. I lay pocas cosas que eleven tanto el corazón a Dios como la música sacra. Basta que observemos lo que sucedió durante la dedicación del templo de Salomón.

“(…Los levitas cantores, todos los de Asaf, los de Hernán y los de Jedutún, juntamente con sus hijos y sus hermanos, vestidos de lino fino, estaban con címbalos y salterios y arpas al oriente del altar; y con ellos ciento veinte sacerdotes que tocaban trompetas), cuando sonaban, pues, las trompetas, y cantaban todos a una, para alabar y dar gracias a Jehová, y a medida que alzaban la voz con trompetas y címbalos y otros instrumentos de música, y alababan a Jehová, diciendo: Porque él es bueno, porque su misericordia es para siempre; entonces la casa se llenó de una nube, la casa de Jehová. Y no podían los sacerdotes estar allí para ministrar, por causa de la nube; porque la gloria de Jehová había llenado la casa de Dios” (2 Crón. 5:12-14).

Ya que se trata de asuntos de importancia eterna, es esencial que se mantenga con toda claridad el concepto del enorme poder de la música. Puede elevar o degradar; se la puede usar para el servicio del bien o del mal. Somos bien conscientes de que en este aspecto hay muchas opiniones en conflicto. Puesto que esto es así, ¿qué debería hacer el pastor? Sugerimos que obre sobre la base de principios, aunque corra el riesgo de no agradar a todos los grupos que están en conflicto.

La principal función de la música en la iglesia consiste en fomentar y estimular las emociones que crean el espíritu del culto. Si la música no cumple ese propósito pierde su valor religioso. También debe estar al alcance de la comprensión de los adoradores. Los miembros deben comprender y sentir la música que cantan y oyen, para reaccionar con espontaneidad. Debe satisfacer sus ansias y necesidades. Si así no fuere, como vehículo de adoración no vale nada.

La música sirve como medio para desarrollar, expresar y transmitir la fe evangélica. Si el ministerio de la música no alcanza ese objetivo algo debe de andar mal. Otro factor de suma importancia es que la música en la iglesia debe estar en absoluta armonía con la teología adventista.

La música relacionada con el culto debe ser tan perfecta como sea posible, y su significado debe ser profundamente espiritual. Debe inspirar pensamientos santos y elevados. Por eso debe tenerse mucho cuidado al seleccionar la música que se usará en el culto. Un himno con una buena armonía y una buena letra, bien interpretado, de forma sencilla, sin cambios de ritmo, es muy eficaz para los servicios de adoración.

La entonación de los himnos es casi la única parte del culto en que la congregación participa directamente. Por eso, no conviene suprimir estrofas, no importa qué motivo se podría invocar para ello. Se debe cantar todas las estrofas del himno y, si se lo hace, la congregación será sumamente beneficiada. Además, todos deben cantar los himnos. Si el canto es un acto de adoración, necesariamente requiere participación.

“Los cantos no serán presentados por unos pocos solamente. Se debe animar a todos los presentes a unirse en el servicio de cantos. Hay quienes poseen el don especial del canto y no faltan ocasiones cuando el canto de una o varias personas puede transmitir un mensaje especial. Pero muy pocas veces convendrá que los cantos sean ofrecidos por unos pocos. La habilidad del canto es un talento importante que Dios desea que todos cultivemos para gloria de su nombre” (Testimonios para la iglesia, t. 7, p. 114, edición APIA).

El acto de cantar todos juntos es un poderoso instrumento para reunir a la congregación en un solo corazón y una sola voz.

Las personas responsables de seleccionar la música para el cumplimiento de los diversos propósitos de la iglesia deberán ejercer mucho discernimiento con respecto a su selección y su uso. En sus esfuerzos para alcanzar esos ideales necesitarán algo más que visión humana. Y el Señor nos señaló algunas paulas. Un resumen de lo que podemos extraer de la Biblia y de los escritos de Elena de White nos indican que la música en la iglesia debe reunir las siguientes características:

1. Glorificar a Dios y ayudarnos a ofrecerle un culto aceptable (1 Cor. 10:31).

2. Ennoblecer, elevar y purificar los pensamientos del cristiano (Fil. 4:8).

3. Ejercer una influencia positiva sobre el cristiano, para desarrollar en su vida y en la de otros el carácter de Cristo (Manuscrito 57, 1906).

4. Su letra y su mensaje deben estar en armonía con las enseñanzas de la iglesia (Review and Herald, 6 de junio de 1912).

5. El tema del sermón y el de la música deben concordar, y se debe evitar la mezcla de lo sagrado con lo profano.

6. Se debe evitar las presentaciones suntuosas y teatrales (El evangelismo, pp. 370-373, Testimonios para la iglesia, t. 9, p. 114, 115, ed. APIA).

7. El sermón no debe ser oscurecido por la música que lo acompaña (Obreros evangélicos, pp. 370, 371).

8. Se debe mantener un juicioso equilibrio entre los elementos emocionales, intelectuales y espirituales del culto (Review and Herald, 14 de noviembre de 1899).

9. Jamás se debe comprometer los elevados principios de la dignidad y la excelencia en el afán de alcanzar a la gente en el nivel en que se encuentra (Testimonios para la iglesia, t. 9, pp. 114-116, ed. APIA).

10. La música debe ser apropiada para la ocasión, el ambiente y la audiencia a la que está destinada (El evangelismo, p. 370).

La Palabra

Si analizamos las costumbres del Antiguo Testamento, verificaremos que la lectura de las Escrituras era la parte más importante del culto. Pero hoy esa costumbre casi ha desaparecido, lo que ciertamente es muy lamentable. Se debería reavivar la lectura de la Palabra, pues nada produce mayores bendiciones para la congregación que porciones de las Escrituras leídas con reverencia.

La Biblia es libro supremo y principal del culto, y debe estar en el centro de nuestra adoración. Es una fuente de meditación, alabanza y adoración. Por sobre todo, es la revelación de la voluntad de Dios en todo momento. Debemos usarla de manera más eficiente y sabia en el servicio de adoración. Es indispensable que aprendamos a leer la Biblia de manera conveniente, y que enseñemos a otros a hacerlo.

Antes de pasar a la plataforma, la persona encargada de leer un pasaje bíblico debería leerlo varias veces, descubrir su significado para poder interpretar de la mejor manera posible los sentimientos del autor, con lo que podrá modular convenientemente la voz y expresar públicamente el propósito del mensaje. Es una tarea que se debe llevar a cabo con reverencia y mucho cuidado.

Al leer la Biblia en público debemos recordar que no somos nosotros los que estamos hablando a la congregación, sino que es Dios el que lo hace por medio de su Palabra. Por eso es necesario que leamos las Escrituras con reverencia e inteligentemente, sin afectaciones que llamen la atención a nosotros mismos. Si este último fuere el caso, la situación es peor que si la lectura fuera mal hecha. Jamás deberíamos pedirle a alguien que desarrolle esta parte sólo porque nos parece que debe hacer algo en el culto, o para caerle en gracia.

Una costumbre que produce un gran beneficio espiritual es la lectura antifonal de las Escrituras. Debe darse tiempo para que todos encuentren el texto anunciado. Aunque esté en el himnario, es preferible, por ser más significativo, que se lo lea de la Biblia misma, a menos que se trate de textos seleccionados y que vienen impresos en una página u hoja. Es bueno recordar que en los tiempos de la dispensación judía, cuando se leía la Palabra de Dios en las sinagogas, toda la congregación permanecía de pie, en señal de reverencia. Nuestro Señor observó esa costumbre. Cuando entró en la sinagoga de Nazaret, “conforme a su costumbre… se levantó a leer” (Luc. 4:16).

Para que lectura sea bien provechosa, el pastor debe fomentar una actitud de adoración y crear en los oyentes el deseo de recibir las bendiciones divinas. Debe ser capaz de leer las porciones bíblicas como lo hicieron los sacerdotes y los levitas en tiempos de Nehemías y Esdras: “Y leían en el libro de la ley de Dios claramente, y ponían el sentido, de modo que entendiesen la lectura” (Neh. 8:8). El versículo 9 nos dice que “todo el pueblo lloraba” al oír la lectura de la Palabra.

Por eso aconsejamos que el pas­tor o la persona escogida para la letura de la Biblia lea varias veces el texto con oración, para que pueda descubrir su sentido y transmitir a la congregación de forma clara lo que Dios quiere revelar.

La oración

La oración es un elemento muy importante del culto. Es una tarea elevada y santa. La mejor preparación que podemos hacer para desempeñar esa actividad es, en primer lugar, estar listos y abiertos por medio de la comunión con Dios. ¿Cómo puede alguien conducir a otros a la presencia de Dios si él mismo no conoce el camino? Sin comunión todo no pasará de ser vacío formalismo e hipocresía.

Tenemos la obligación de pensar y preocuparnos cuando oramos, porque llevamos a la gente a la presencia de Dios. Si tuviéramos una verdadera actitud de oración podríamos ver el milagro de vidas transformadas cuando conducimos a la gente a la presencia del Señor.

Si, mientras predica, el pastor trata de ser la voz de Dios que le habla al pueblo, en la oración en público el que ora es la voz del que intercede por el pueblo delante de Dios. Conscientes de la gran responsabilidad que implica la oración pública, debemos adoptar ciertos criterios indispensables.

No deberíamos orar apresuradamente. Antes de comenzar debemos hacer una pausa y esperar que haya silencio. Entonces comenzamos a orar para desarrollar una línea de pensamientos bien relacionados entre sí, con palabras sencillas, con dignidad y compostura, sin excitación. Las palabras de la oración deberían ser tan dignas como sea posible. No se deberían repetir las expresiones. No se deberían usar ni frases hechas ni expresiones vulgares, de uso común. Resulta cansador oír semana tras semana las mismas palabras y expresiones. Leer un buen libro devocional o las grandes oraciones de la Biblia es tina gran ayuda en este sentido.

Las palabras deben ser sencillas, pero bien claras. Debe ponerse más énfasis en los verbos y los sustantivos que en los adjetivos, o las expresiones figuradas y floridas. Las sentencias deben ser cortas y desprovistas de complejidades, para que la oración sea más comunicativa y para que la congregación pueda acompañarla con más facilidad. “Es privilegio nuestro orar con confianza, pues el Espíritu formula nuestras peticiones. Con sencillez debemos presentar nuestras necesidades al Señor… Nuestras oraciones deben estar llenas de ternura y amor… Las oraciones formales, en tono de sermón, no son necesarias ni oportunas en público” (Obreros evangélicos, pp. 186, 188).

Además de la sencillez y la claridad, el lenguaje de la oración debe caracterizarse por la reverencia.

El que ora en público debe recordar que los oyentes están con los ojos cerrados y, por lo tanto, el contacto con ellos se hace por medio del oído. Por eso, el que ora debe modular convenientemente la voz, para transmitir calma, reverencia y devoción, mediante un tono más grave, suave y audible. La oración no es el momento para hacer discursos. La excitación, la vehemencia y un tono dictatorial no corresponden durante la oración. El que ora no le da órdenes a Dios, sino que procura su gracia.

El pastor debería dedicar tiempo a prepararse para orar. Las oraciones bien hechas, significativas y poderosas enriquecen el culto, además de ayudar a los miembros a fortalecer la costumbre de la oración privada. A veces reclamamos porque los miembros no oran como deberían hacerlo. Puede ser que el problema sea que el pastor no da el ejemplo cuando ora en público, lo hace de cualquier manera, sin esmero. Si el pastor eleva oraciones bien hechas, sus oyentes se sentirán inspirados a orar más y mejor.

Cuando alguien ora en público, no eleva una oración privada, sino que conduce a los hermanos en sus oraciones. Por lo tanto, debe incluir necesidades comunes a todos los miembros de la congregación, sin nada de personal o particular, a menos que haya habido un pedido definido. Sólo los deseos y las necesidades de los oyentes que adoran deben oírse en la oración pública. Puesto que no conviene que todos oren al mismo tiempo, alguien que ora en nombre de todos promueve el orden y evita la confusión.

El pronombre “nosotros” y el posesivo “nuestro”, que se usan en la oración modelo enseñada por Jesús, indican que en la oración pública la persona escogida para orar lo hace en nombre de toda la congregación. Por eso está totalmente fuera de lugar orar en primera persona.

Ningún pastor, ni nadie para el caso, debería tener su devoción personal cuando ora en público. Sus sentimientos personales carecen totalmente de importancia en esa ocasión. La mente del pastor, cuando ora en público, debe estar concentrada en la congregación. Su voz es la de la iglesia. Debe perder, de cierto modo, su identidad personal, para convertirse en intercesor de su pueblo.

“Todos debieran considerar como un deber cristiano el hacer oraciones cortas. Presentad al Señor exactamente lo que queréis, sin recorrer todo el mundo. En la oración privada todos tienen el privilegio de orar todo el tiempo que deseen, y de ser tan explícitos como quieran… La reunión para adorar a Dios en conjunto no es el lugar donde se hayan de revelar las cosas privadas del corazón” (Joyas de los testimonios, t. 1, p. 271).

Las oraciones largas generalmente abarcan una variedad tan grande de asuntos que tienen muy poco que ver con el servicio del culto y con las necesidades de los adoradores. Los oyentes se cansan, y se alegran cuando se dice: “Amén”. Las oraciones largas deberían estar confinadas a nuestro aposento particular.

Hay cuatro tipos de oración en el culto. Una de ellas es la oración pastoral, en la que se intercede por la congregación. Debe incluir una nota de adoración a Dios por su santidad y grandeza, de gratitud también, el reconocimiento de los lazos familiares de la casa de Dios, solicitar sus bendiciones, expresiones de sumisión a su voluntad, confesión e intercesión por las necesidades de todos, y consagración.

Además de la oración pastoral, también tenemos la oración invocatoria. Es una plegaria para invocar las bendiciones de Dios sobre el culto y los adoradores. Nunca deberíamos pedir la presencia de Dios en las oraciones invocatorias, pues es ilógico y antibíblico, pues la presencia de Dios es una realidad en todas partes (Sal. 139:7, 8). Debemos pedir que estemos en condiciones de comparecer ante su presencia. Estas oraciones deben ser cortas, objetivas y apropiadas.

Las oraciones relacionadas con las ofrendas tienen como propósito consagrarlas a Dios y agradecerle por las bendiciones derramadas sobre su pueblo. Como en la oración invocatoria, el propósito es preciso y claro: pedir la bendición de Dios sobre las ofrendas de los adoradores, lo que puede hacerse con una sola sentencia.

Hay una última oración que muchos llaman “oración final” Su propósito depende mucho de la naturaleza del sermón. Si el tema era la misericordia de Dios, esa oración debería ser de gratitud. Si se refirió al pecado, debería ser una oración de confesión y consagración. Después de un sermón acerca del amor de Cristo, la oración final debería ser de dedicación.

Pero la oración final no debe convertirse en un resumen del sermón. Algunos predicadores parece que quieren aprovechar la ocasión para decir lo que se les olvidó durante el sermón. Debe ser corta, específica y hecha de la mejor manera posible. Es una parte solemne del culto: lo último que oirán los adoradores. Debe construirse cuidadosamente cada sentencia, con buenos pensamientos, para sellar con una buena impresión el encuentro que se tuvo con el Señor.

La ofrenda

En muchos lugares existe la impresión de que la ofrenda es sólo una manera de recaudar fondos, y que no tiene nada que ver con la adoración. La ofrenda debería ser una dedicación a Dios de nuestra vida, de nosotros mismos y de nuestros medios. Es un factor importante en la experiencia del culto. Debe representar la dedicación a nuestro Creador de todo lo que somos y tenemos.

El acto de dar una ofrenda es un acto de adoración que debe llevarse a cabo con reverencia y alegría, sin retáceos. Ninguna dádiva compra el favor de Dios. La ofrenda debe ser una manifestación exterior de una actitud interior. Es una especie de comunicación. En el culto, la cantidad se mide de acuerdo con la ofrenda de la viuda pobre, que dio apenas “dos moneditas”, pero que dio más que todos porque su corazón estaba en su dádiva (Mar. 12:42-44).

El SERMÓN

El sermón es el aspecto dominante del culto. A veces el énfasis se pone en la predicación en detrimento de la adoración. Pero el culto no es necesariamente sólo predicación. A veces invade de tal manera las otras partes del culto que la iglesia deja de ser un santuario para convertirse en un auditorio.

El sermón debe ocupar su correcto lugar en el culto, y para que forme parte de la adoración debe ser un encuentro entre Dios y su pueblo. Y el predicador debe ser la voz de Dios que expone las Escrituras. Puede decirse que un ministro consagrado es un predicador lleno del Espíritu Santo; es como si fuera Dios que se encuentra con la humanidad. En el plan divino el sermón no es sólo algo bueno hecho por un hombre bueno. No es sólo un discurso teológico o bíblico. No es sólo un comentario de asuntos de actualidad. Un sermón es Dios que se revela, para alcanzarnos e inducimos a tomar ciertas decisiones. Y eso sólo es posible por medio del mensaje de la Palabra de Dios.

Por eso, Pablo instruyó a Timoteo diciéndole: “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Tim. 4:1, 2).

De acuerdo con el comentario de Elena de White, “en esta exhortación directa y fuerte se presenta claramente el deber del ministro de Cristo. Tiene que predicar ‘la Palabra’, no las opiniones y tradiciones de los hombres, ni fábulas agradables o historias sensacionales, para encender la imaginación y excitar las emociones. No ha de ensalzarse a sí mismo, sino que, como si estuviera en la presencia de Dios, ha de presentarse a un mundo que perece y predicarle la Palabra. No debe notarse en él liviandad, trivialidad ni interpretación fantástica; el predicador debe hablar con sinceridad y profundo fervor, como si fuera la mima voz de Dios que expusiera las Escrituras. Ha de hablar a sus oyentes de las cosas que más conciernen a su bienestar actual y eterno” (Obreros evangélicos, p. 153).

Para resumir, Dios ordenó que la adoración fuera atrayente, hermosa e inspiradora. No confundamos humildad con mal gusto y falta de prolijidad. La adoración tiene como fin proporcionar a los fieles una vida agradable. No se la estableció para debilitar sino para fortalecer. Debe darnos felicidad y seguridad ahora, y prepararnos para el cielo. “Dios enseña que debemos congregarnos en su casa para cultivar los atributos del amor perfecto. Esto preparará a los moradores de la Tierra para las mansiones que Cristo ha ido a preparar para todos los que lo aman” (Joyas de los testimonios, t. 3, p. 34).

Sobre el autor: Doctor en Ministerio. Profesor de Teología jubilado. Reside en Sao Paulo, Rep. del Brasil.