La década que transcurrió después del chasco ocurrido en 1844, fue un período de turbulencia, perplejidad y angustia para los adventistas que continuaron en el movimiento. La prueba de su fe y paciencia había sido terrible. Miles de fieles que no pudieron soportar el vituperio y las burlas de un mundo irreverente y escarnecedor, renunciaron a la “esperanza bienaventurada”.
Sin embargo, no todo era desalentador. A pesar del fracaso del movimiento milerita, los hombres y las mujeres de fe perseveraron en su esperanza, reconociendo honradamente la equivocación en que habían incurrido en la interpretación de los “2300 días”. José Marsh, redactor de la publicación Voice of Truth, en un editorial publicado el 7 de noviembre de 1844, expresó los sentimientos de los adventistas, diciendo: “Esperábamos que él viniera en esta fecha; y ahora, aunque estamos tristes a causa de nuestra frustrada esperanza, nos alegramos por haber actuado de conformidad con nuestra fe… Dios nos ha bendecido abundantemente, y no dudamos de que dentro de poco tiempo todo resultará para el bien de su pueblo y para gloria suya” (Life Incidents, pág. 198).
Estos cristianos que constituían la “manada pequeña”, fueron eliminados sumariamente de las congregaciones a las cuales pertenecían, por haberse identificado con los ideales de la esperanza adventista. No les dieron oportunidad para defenderse, y las enseñanzas bíblicas que proclamaban no fueron consideradas en el proceso de eliminación. Este procedimiento, a todas luces arbitrario, realizado por las iglesias, indujo en los nuevos adventistas un fuerte sentimiento contra toda clase de organización eclesiástica. Jorge Storrs escribió antes del chasco, y sus palabras tuvieron notable resonancia después de 1844: “Guardaos del peligro de organizar otra iglesia. Ninguna iglesia puede ser organizada por invención humana, sin que se transforme en Babilonia en el momento en que sea organizada. El Señor organizó su iglesia mediante el fuerte vínculo del amor… Y cuando estos vínculos no pueden mantener unidos a los que profesan seguir a Cristo, éstos dejan de ser sus discípulos” (The Midnight Cry, 15 de febrero de 1844).
El pensamiento de que la organización de la iglesia sería una forma de despotismo prevaleció entre los nuevos adventistas durante todos los años que duró el período de formación. Se carecía, como resultado de esto, de un registro de iglesias y de una nómina de miembros. Todos los que recibían el santo bautismo tenían sus nombres anotados en el libro de vida del Cordero. ¿Para qué necesitaban otros registros? —preguntaban los opositores intransigentes de toda organización. La elección de los dirigentes de la iglesia era una práctica desconocida. Los pastores recibían los recursos para su sustento directamente de los miembros de la iglesia, porque no había un sistema contable para controlar y distribuir los ingresos de acuerdo con un presupuesto previamente establecido. Saltaba a la vista la inconveniencia de este procedimiento, porque mientras algunos predicadores recibían entradas suficientes para vivir sin preocupaciones, otros luchaban estoicamente para vivir con los recursos limitados que recibían.
El prejuicio de muchos pioneros contra toda forma de organización eclesiástica -era el responsable de esta anarquía que conspiraba poderosamente contra los triunfos de la predicación. La necesidad de un ordenamiento de las cosas era imperiosa e impostergable.
En abril de 1858, bajo la dirección del pastor J. N. Andrews, se organizó un reducido grupo para estudiar a la luz de las Escrituras el sostén del ministerio evangélico. Al cabo de minuciosos estudios, recomendaron la adopción del sistema de “dadivosidad sistemática basado en el principio del diezmo”. Este plan, después de algunos debates, se aprobó en una reunión general de los observadores del sábado, celebrada en los días comprendidos entre el 3 y el 6 de junio de 1859.
Otra necesidad urgente era la formación de una organización con personalidad jurídica, que permitiese el registro legal de todas las propiedades de la iglesia. En memorable asamblea reunida entre el 26 de septiembre y el 1° De octubre de 1860, se analizó minuciosamente este problema en todos sus aspectos e implicaciones. De esto resultó la aprobación unánime de la organización legal de una asociación de publicaciones. Tal organización requería un nombre oficial. Entre otras sugestiones presentadas, se aprobó la denominación de “Adventistas del Séptimo Día”, porque sintetizaba las características principales de nuestra fe. Así, pues, el 3 de mayo de 1861 se organizó la Asociación de Publicaciones de los Adventistas del Séptimo Día.
La obra de evangelismo también exigía una urgente organización. La falta de planificación era responsable de la gran dispersión de actividades que, en muchos casos, resultaban inútiles. Varias veces se dio el caso de que hubiera tres predicadores en una misma iglesia, en tanto que otras, durante meses, permanecían sin el ministerio de un pastor.
Sintiendo la necesidad de planificar la obra de predicación a fin de hacerla más dinámica, Jaime White sugirió la conveniencia de una reunión anual en cada estado, con el propósito de establecer planes para el evangelismo. Esta proposición se recibió con simpatía, y en poco tiempo esas reuniones anuales se transformaron en asambleas organizadas, integradas por delegados elegidos regularmente.
Jaime White, hablando ante un congreso reunido en Battle Creek en la primavera de 1861, destacó la necesidad de una organización de todas las iglesias, a fin de llevar a cabo una obra más fecunda. Se designó una comisión integrada por nueve pastores para que estudiaran este asunto. En ese mismo año se recomendó que las iglesias se organizaran adoptando el siguiente voto:
“Nosotros, los que firmamos al pie, mediante esta resolución nos asociamos como iglesia, adoptando el nombre de ‘Iglesia Adventista del Séptimo Día’, y prometiendo guardar los mandamientos de Dios y la fe de Jesucristo”.
Además de esta importante decisión, se adoptó la resolución de que todas las iglesias del estado de Michigan formasen una asociación con el nombre de Asociación de los Adventistas del Séptimo Día de Michigan.
La organización de asociaciones locales tornó imprescindible e inevitable la creación de un organismo central, teniendo en vista la necesidad de amalgamar estas unidades organizadas —las asociaciones— en un todo completo. En una reunión de la Asociación de Michigan, celebrada en Monterrey, se resolvió lo siguiente: “Que invitemos a las diferentes asociaciones locales a enviar a sus delegados a nuestra próxima reunión anual para celebrar una asamblea general”.
La próxima reunión anual tuvo un notable significado histórico. En reunión general celebrada en Battle Creek, del 20 al 23 de mayo de 1863, los delegados que representaban la obra de los adventistas del séptimo día, eligieron a los primeros dirigentes de la Asociación General, con lo cual se inauguraba una nueva era de orden eclesiástico y prosperidad denominacional.
Como organización, en este mes de mayo celebramos un siglo de vigorosa existencia. En conmemoración de este grato aniversario, renovemos nuestra confianza en la dirección del Señor. Porque efectivamente, este movimiento surgió por inspiración divina, y dirigido por la Providencia logrará los triunfos más consagradores.