Se han escrito numerosos libros sobre el programa de trabajo del ministro, pero muy pocos sobre su descanso. Generalmente se supone que esta parte de su programa recibe una puntual atención. Pero se está muy lejos de la verdad. En efecto, hay obreros que durante años no han tomado sus vacaciones. Su aplicación al trabajo es verdaderamente digna de encomio, pero obran impulsados por un criterio errado. Jesús invitó a sus discípulos a disfrutar de un breve descanso, y no hay nadie que esté más ocupado que lo que estaba Cristo.

Cuando se enciende una vela por ambos extremos se reduce la duración de su vida. Es mejor contar con una luz débil durante mucho tiempo, en vez de ser alumbrados por un poco de tiempo por un meteoro llameante y luego caer en una oscuridad completa. Nuestro ocupado hermano también debiera pensar en su esposa y sus hijos, que no tardarán en verse privados del esposo y padre. Este pensamiento debiera servirle para enfriar su celo por convertirse en un mártir prematuro.

“Estudio mejor entre las tres y las cuatro de la mañana,” decía cierto predicador, a quien evidentemente no se le había ocurrido que esas horas estaban destinadas al sueño y no al estudio. Cuántas abnegadas esposas de obreros soportan la tortura de ver a sus esposos consumirse bajo la presión de un abrumador programa de trabajo y de una aplicación mental demasiado intensa. Comidas a medio comer, despedidas apresuradas y una marcha acelerada constituyen una fórmula productora de úlceras que destruye a su atribulado poseedor. La expresión: “No tengo tiempo para tomar mis vacaciones,” podría interpretarse como la disculpa de un hombre muy valioso, pero en verdad no pasa de ser el “sacrificio de los necios.”

El ejercicio físico, el aire puro y los rayos del sol se cuentan entre las bendiciones que más se descuida. No hay ningún amenguamiento de la dignidad ministerial en un programa de moderado atletismo que ejercite los músculos y fortalezca los órganos vitales.

Se ha dado tanto énfasis al aspecto ministerial, que algunos obreros viven literalmente dentro de una camisa de fuerza, sujetos al cumplimiento de un recargado programa de trabajo. Con frecuencia el producto de esta modalidad de trabajo es un hombre nervioso, irritable y difícil de complacer, que manifiesta una gran dosis de intolerancia y estrechez mental; por ejemplo, insiste en que su hijo considere como pecado practicar deportes limpios, tales como el baseball o el basketball. El predicador debiera reconocer que cuanto mejores sean sus condiciones físicas, más productivo será su ministerio espiritual.