Somos un movimiento profético, llamado específicamente por Dios para hacer una obra única.
Hace casi 2,500 años Dios llamó a un remanente a salir de Babilonia. “Y yo mismo recogeré el remanente de mis ovejas de todas las tierras a donde las eché, y las haré volver a sus moradas; y crecerán y se multiplicarán” (Jer. 23:3). Aunque este pueblo no vivía a la altura de su llamamiento, todavía era el remanente de Dios, el pueblo de la profecía.
Los últimos 150 años de la iglesia
Hace más de ciento cincuenta años, Dios llamó nuevamente a un remanente; en esta ocasión, a salir de la Babilonia espiritual, un pueblo que guardaría “los mandamientos de Dios y la fe de Jesús” (Apoc. 14:12). Aunque este pueblo tampoco ha vivido a la altura de su llamamiento, es el remanente de Dios, el pueblo de la profecía. Creemos que este remanente moderno es la Iglesia Adventista del Séptimo Día.
Por supuesto, “no todos los que descienden de Israel son israelitas” (Rom. 9:6). Como Elena G. de White advierte: “Vi que el residuo no estaba preparado para lo que viene sobre la tierra. Un estupor, como letargo, parecía suspendido sobre el ánimo de la mayoría de aquellos que profesan creer que tenemos el último mensaje” (Primeros escritos, pág. 119). Y por supuesto, no todos los adventistas del séptimo día serán salvos.
Sin embargo, la Escritura señala un pueblo del tiempo del fin con ciertas características. ¿Cuáles son esas características y por qué creemos tenerlas?
En primer lugar, de acuerdo con Apocalipsis, este pueblo surgiría después de un período de 1,260 años de persecución (véase Apoc. 14:6, 14,17). Al comparar Apocalipsis 12 con Daniel 7, sabemos que este período de persecución comenzó alrededor del siglo sexto d.C., y por lo tanto debió terminar alrededor de fines del siglo XVIII que es, a su vez, el tiempo cuando debía surgir el remanente de Dios.
En segundo lugar, el remanente se identifica como el que “guarda los mandamientos de Dios” (Apoc. 14:12). Cualquier cambio o adaptación que uno haga a esta declaración, siempre se referirá cuando menos a los Diez Mandamientos. Incluido en ellos, en el mismo corazón, está el cuarto, el mandato de observar el séptimo día, no el primero, como día de reposo.
Tercero, este grupo manifiesta en su seno el “testimonio de Jesús” (Apoc. 12:17), que es “el espíritu de la profecía” (Apoc. 19:10). A esto le llamamos el don profético.
La primera marca identificadora elimina automáticamente, en cualquier sentido corporativo (y subrayo el término corporativo), todos aquellos cuerpos eclesiásticos que surgieron antes del fin del período de los 1,260 años. De manera que ninguna de las grandes iglesias de la reforma puede ser, corporativamente, la que se describe en la profecía.
Además, aunque muchas otras iglesias surgieron después del período de los 1,260 años, la falta de consideración que manifiestan hacia el cuarto mandamiento, como se lee en la Escritura, automáticamente las descarta.
Y finalmente, de los pocos cuerpos eclesiásticos cristianos que quedan, sólo uno tiene la manifestación del don profético en su seno en una forma poderosa y notable.
No extraña, entonces que los adventistas del séptimo día creamos que somos el pueblo de la profecía. ¿Qué otra iglesia surgida después del período de los 1,260 años enseña la obediencia a todos los mandamientos de Dios y manifiesta en su seno el “espíritu de la profecía” tan inequívocamente revelado en el ministerio de Elena G. de White? Ninguna, razón por la cual nos adjudicamos el título.
Es por ello que los adventistas del séptimo día deberíamos comprender que no somos simplemente una iglesia o una denominación más. Somos un movimiento profético, llamado específicamente por Dios para hacer una obra única. Este llamamiento no debe enorgullecer- nos, ni volvernos arrogantes, o exclusivistas. Al contrario, la realidad de lo que fuimos llamados a hacer y lo que hemos hecho debería inducirnos a caer de rodillas pidiendo a Dios que tenga misericordia de su pueblo apóstata y laodicense.
En realidad, este año marca el 150 aniversario del reavivamiento millerista, que llamó a mucha gente a salir de sus iglesias y entrar al movimiento adventista. Nuestra iglesia recuerda no sólo a los milleristas, sino especialmente al poderoso mensaje de la verdad presente que Dios dio al pequeño grupo que, negándose a abandonar la esperanza adventista, formó eventualmente el núcleo de lo que llegaría a ser la Iglesia Adventista del Séptimo Día, el pueblo remanente de la profecía.
El hecho de que la Iglesia Adventista del Séptimo Día saliera de otras iglesias debería recordarnos que compartimos muchas doctrinas con otros protestantes, como la divinidad de Jesús, el nacimiento virginal, la primacía de la Escritura, la salvación por la fe solamente, la venida literal y física de Jesús. Sin embargo, siendo que nuestros fundadores iniciaron un nuevo movimiento, siempre debemos recordar que somos, y siempre debemos ser, singulares, no sólo en lo que creemos, sino en nuestro estilo de vida, pues lo que creemos debe afectar la-forma en que vivimos. Sólo nuestra iglesia cumple aquellas marcas distintivas del remanente que se describe en el Apocalipsis.
También tengo otras ovejas
Esta realidad debiera encender un fuego en nuestras almas ante la majestad y la gracia de Dios, que permitió que fuéramos llamados a formar parte de este movimiento único, con una misión y un mensaje para preparar al mundo para la gloriosa consumación de la esperanza de todo verdadero creyente desde Adán: la segunda venida de Jesús.
Me entristece ver que entre nosotros hay quienes rebajan nuestro llamamiento y nuestra misión singulares, y tienden a ver a nuestra iglesia simplemente como una más. Quizá esta actitud es el resultado del temor muy real de caer en la trampa de los escribas y fariseos del tiempo de Cristo, cuyo exclusivismo y orgullo espiritual fueron una abominación para el Señor. Aunque ese riesgo siempre estará latente no debería ser motivo para rebajar o nulificar nuestro llamamiento.
Pretender que tenemos un mensaje con una verdad presente específica, no es lo mismo, ciertamente, que pretender que sólo nosotros seremos salvos, que sólo nosotros somos el pueblo de Dios, que sólo nosotros somos santos. La Iglesia Adventista del Séptimo Día nunca ha tenido tal pretensión, y espero que nunca la tenga. Siempre hemos reconocido que Dios tiene muchos seguidores fieles en otras iglesias. “También tengo otras ovejas —dijo Jesús (Juan 10:10)— que no son de este redil”.
Cualesquiera sean las diferencias teológicas que pudiéramos tener con los miembros de otras denominaciones, no deberíamos nunca denigrar ni juzgar su experiencia religiosa. Hay muchos que, por alguna razón, no pueden comprender las verdades bíblicas con respecto al estado de los muertos, al sábado, o al santuario, pero que tienen un más rico, más profundo y más fiel caminar con Jesús que muchos que tienen el privilegio de conocer estas verdades.
Elena G. de White misma, aunque fue inequívoca en cuanto a la definición de nuestra iglesia como el remanente, expresó la esencia de lo que deberían ser nuestros sentimientos: “¿Y en cuáles comunidades religiosas se encuentra actualmente la mayoría de los discípulos de Cristo? Sin duda alguna, en las varias iglesias que profesan la fe protestante” (El conflicto de los siglos, pág. 433). No hay duda de que en la Iglesia Católica Romana también hay muchos seguidores de Cristo.
A decir verdad, es posible que muchos de estos cristianos vivan más de acuerdo a la luz que han recibido que nosotros. La comisión de pecados entre nosotros es dramáticamente real. Muchos, al ver las faltas, los problemas, el mal que existe en nuestro medio se han visto tentados a poner en duda nuestro estatus de remanente o nuestro llamamiento especial. Cometen una equivocación de trascendencia eterna. La inspiración nos dice que “Dios conducirá con seguridad hasta el puerto el noble barco que lleva al pueblo de Dios” y que “no podemos entrar en ninguna nueva organización, porque esto significaría apostatar de la verdad” (Mensajes selectos, tomo 2, pág. 390).
La verdad presente existe, sea que como pueblo estemos santificados o no. La muerte de Cristo en la cruz es el fundamento de la salvación, sea que todos hayamos muerto o no al yo con él. Cristo es todavía nuestro Sumo Sacerdote en el lugar santísimo del santuario celestial, sea que todos los adventistas creamos o no esa verdad o vivamos nuestra vida de acuerdo con ella. El sábado es todavía el sábado, sea que como pueblo lo guardemos o no como deberíamos. La perversión farisaica del sábado en el tiempo de Cristo no negó su verdad más de lo que la niega cualquier perversión en nuestros días.
Todos nosotros, especialmente los que hemos estado en la iglesia y hemos esperado el segundo advenimiento durante toda nuestra vida, anhelamos la venida de Jesús. Cuando yo era niño pensaba que Cristo vendría mucho antes que terminara mi educación de nivel medio. Con toda seguridad, pensaba, vendrá antes que termine la universidad. No había ninguna posibilidad de que yo llegara a tener suficiente edad como para casarme y tener hijos. Por supuesto, Jesús vendría antes que tuviera que preocuparme de educar a mis hijos en los años de la adolescencia. ¡Y ahora soy abuelo!
Sin embargo, Cristo no ha regresado todavía, y cuán fácil es caer en la trampa de la cual Pedro nos advierte: “Sabiendo primero esto, que en los postreros días vendrán burladores, andando según sus propias concupiscencias, y diciendo: ¿Dónde está la promesa de su advenimiento? Porque desde el día en que los padres durmieron, todas las cosas permanecen, así como desde el principio de la creación” (2 Ped. 3:3, 4). Y sin embargo, si nuestros ojos están abiertos, veremos ciertamente que no todas las cosas continúan como estaban desde el principio.
Las señales que se ven en el mundo deberían despertarnos a la realidad de los tiempos en que vivimos. Nunca en mi vida había yo visto eventos mundiales, que no sólo anuncian la segunda venida de Jesús, sino que vindican también la singular comprensión de los eventos de los últimos días de los adventistas del séptimo día.
Una de esas señales es que Dios tendrá un pueblo que proclamará el mensaje de los tres ángeles de Apocalipsis 14, un remanente que no meramente profese “guardar los mandamientos de Dios”, sino que realmente los guarde. Tener nuestros nombres en el registro de la iglesia remanente no es suficiente. Tenemos que renovar nuestra dedicación, volver a sacrificar personalmente nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestra energía, nuestro dinero, nuestro todo para hacer de la tarea asignada al remanente, la predicación del mensaje de los tres ángeles a todo el mundo, una culminante realidad.
Isaías escribió: “Y los tuyos edificarán las ruinas antiguas; los cimientos de generación y generación levantarás, y serás llamado reparador de portillos, restaurador de calzadas para habitar” (Isa. 58:12).
Juan el Bautista, en su intento de preparar a un pueblo para la primera venida de Cristo mediante la predicación de un mensaje de la “verdad presente” estaba, en muchas formas, predicando viejas verdades que se habían perdido o que habían sido pervertidas. Del mismo modo, la Iglesia Adventista del Séptimo Día, en nuestro intento por preparar al mundo para la segunda venida de Jesús, es ciertamente, la “reparadora de portillos” de Dios.
La Escritura es clara: Dios ha establecido una iglesia remanente para estos últimos días. Corporativamente, ningún otro cuerpo eclesiástico llena las características de la descripción, —fuera de nosotros— pues somos el único pueblo que ha recibido el mensaje de la verdad presente. No seremos salvos, por supuesto, división por división, unión por unión, asociación por asociación, congregación por congregación, ni siquiera familia por familia. Seremos salvos como individuos. Si seremos salvos o no al fin, es una elección individual, como lo ha sido para el “pueblo de la profecía” de Dios en todas las épocas. ¡Que Dios nos ayude!
Sobre el autor: Roberto S. Folkenberg es presidente de la Asociación General de los Adventistas del Séptimo Día.