Cómo marcar la diferencia en la vida de los hijos

Era un domingo, 14 de diciembre de 2014. Luego de haber realizado la ceremonia de organización de la iglesia en Tomé–Acú, Estado de Pará, regresé a la ciudad de Belem. En el trayecto, sufrí un accidente automovilístico entre las ciudades de Concordia do Pará y Acará. El vehículo dio varias vueltas recorriendo más de setenta metros, quedando totalmente destruido. Salí del auto sin ningún rasguño, pero bastante mareado, y caminé unos cuantos pasos hacia la banquina, donde me senté. Al mirar el estado en el que se encontraba el auto, me invadió una mezcla de gratitud y desesperación, ya que pude haber estado en medio de aquellos destrozos, sin vida.

Ese día, estuve toda la mañana dando seminarios en un encuentro de parejas. Después del almuerzo, llevé a mi esposa a casa y emprendí viaje hacia Tomé–Acú. Ahora me encontraba allí, desolado y confundido, recordando que en todo el día no había conversado con mis hijos. Ni siquiera les había mandado un mensaje. Mirando los restos del auto, pensé: “Y si no hubiese escapado con vida, ¿qué legado les hubiese dejado a mis hijos? ¿Qué recuerdos tendrían de mí?”.

Desde aquel día, decidí ser un padre más presente, aun en la distancia (nuestros hijos ya no viven con nosotros). Reafirmé mi compromiso de fidelidad al llamado que Dios me concedió, armonizando el ministerio y mi familia. Quizás este sea el más grande desafío de muchos colegas: mantener el equilibrio entre las demandas del ministerio y las responsabilidades de la paternidad. Por esto, decidí compartir parte de mi historia con ustedes a fin de presentar algunos conceptos que, desde mi punto de vista, son importantes.

Con esto, no pretendo presentarme como un padre modelo, porque no lo soy. Tampoco tengo la intención de agotar el tema ni pretendo brindar todas las respuestas para un asunto tan amplio y complejo. No obstante, quiero recordar que hay una fuerte conexión entre el Padre celestial y nosotros, padres terrenales, y es necesario que esta conexión sea real, fuerte y evidente, ya que es la clave del éxito en la paternidad y en el ministerio.

La bendición de la paternidad

La familia fue planificada e instituida por Dios. El mandato de dejar al padre y a la madre y unirse a la mujer para “ser una sola carne” (Gén. 2:24), fue dado por el Creador luego de declarar que “no es bueno que el hombre esté solo” (vers. 18). Elena de White nos dice que la familia fue instituida para “ser una bendición para la humanidad”.[1]

El estado de soledad del hombre no sería resuelto solamente con la creación de una compañera idónea. Después de la bendición del primer matrimonio, el siguiente mandato divino fue: “Fructifiquen y multiplíquense. Llenen la tierra” (Gén. 1:28). Dios completa su creación permitiendo que el ser humano se procree. La paternidad también es una bendición, pues en un “hogar hermoseado por el amor, la simpatía y la ternura […], los niños aprenderán a amar a sus padres terrenales y a su Padre celestial”.[2]

Ser padre es el trabajo más relevante, gratificante y, a su vez, retador que existe. Después de todo, ¿acaso alguien hizo un curso preparatorio para ser padre? No existe una universidad en la que seas diplomado, licenciado o habilitado para ejercer la paternidad. Por más que hagas una planificación previa, que leas buenos libros sobre el tema y escuches los consejos de personas con más experiencia en el asunto, debes saber que el aprendizaje es práctico, con aciertos y errores; algunas veces, con más errores que aciertos. Ciertamente, cada hijo te enseñará muchas lecciones a lo largo de la vida.

Ante esto, es indispensable que los padres enseñen a sus hijos el camino en el que deben andar (Prov. 22:6), ya que vivimos en una época compleja y con muchos desafíos.

Problemas y desafíos

Según Josh McDowell, algunas estadísticas develan una cruda realidad en los Estados Unidos.[3] Estos datos relatan que cada día:

• Mil adolescentes se convierten en madres solteras.

• 1.106 adolescentes se practican un aborto.

• 4.219 jóvenes contraen algún tipo de enfermedad de transmisión sexual.

• Quinientos adolescentes comienzan a consumir alguna sustancia ilícita.

• 135 mil niños usan armas en las escuelas.

• 3.610 adolescentes sufren algún tipo de agresión.

• Seis adolescentes comenten suicidio.

Estos datos muestran el lamentable resultado que una paternidad deficiente tiene en el proceso de formación del carácter de los hijos. Si esto ya no fuese una tragedia en sí misma, la pandemia agravó más la situación. En 2020, en el primer año de la pandemia, se contabilizaron 95.252 denuncias de maltrato contra niños y adolescentes en Brasil. La “obligación” de permanecer en el mismo ambiente promovió una convivencia más próxima entre padres e hijos. Esto generó un aumento de la violencia y problemas de tipo emocional.[4]

Además de la presencia negativa de muchos padres, existe otro problema equivalente: la ausencia de ellos.

De acuerdo con la investigación realizada por el doctor Armand Nicholi, “un padre ausente emocional o físicamente puede causar, en los niños y adolescentes, diversos comportamientos negativos, como baja autoestima, poca motivación para crecer, incapacidad para suspender la gratificación inmediata a cambio de recompensas posteriores, susceptibilidad a la influencia del grupo y hasta la delincuencia juvenil”.[5]

Según el doctor Loren Mosher, del Instituto Nacional de Salud Mental, en los Estados Unidos, “la ausencia del padre es el factor más importante que genera delincuencia juvenil, por encima incluso de la pobreza”.[6] Los profesores Gary Painter y David Levine complementan diciendo que “los jóvenes que viven solamente con la madre tienen una mayor probabilidad (alrededor de dos veces más) de ir a la cárcel, de un embarazo no planificado y de abandonar la escuela”.[7]

Esta realidad también afecta los hogares que profesan la fe cristiana. El doctor Josh McDowell, en su estudio realizado con 3.795 adolescentes evangélicos, presenta resultados sorprendentes y reveladores:[8]

• 82 % frecuenta semanalmente la iglesia.

• 86 % afirma haber asumido un compromiso con Cristo.

• 54 % raramente o nunca conversa con sus padres.

• 25 % nunca tuvo una conversación importante con su padre.

• 42 % raramente hace algo especial a solas con su padre.

• 25 % dijo que su padre raramente o nunca les demostraba amor.

¿Por qué estos datos son tan alarmantes? ¿Dónde está el padre cristiano? Cuando el padre está presente, cumple su función y ejerce la autoridad dada por Dios, existe una mayor probabilidad de que los hijos sean felices y de realizarse física, emocional y espiritualmente. Por lo tanto, podemos afirmar que ser padre es ser presente.

Un padre presente

En la Biblia, Dios es la primera referencia de paternidad. Él provee todas las buenas cosas a sus hijos; en especial, su presencia. Quisiera destacar algunas cualidades inherentes a Dios, el Padre de amor, a fin de incentivarte a imitar las cualidades de ese Padre presente, el ejemplo fiel para nosotros:

1. Ama incondicionalmente. “Dios es amor” (1 Juan 4:8), escribió Juan, el discípulo amado. En el mismo capítulo, también dijo: “Nosotros lo amamos a él, porque él primero nos amó” (1 Juan 4:19). El amor es el punto de partida. Es interesante notar que para Dios no importa lo que hayamos hecho o cómo estemos, él simplemente nos ama. La cruz es la confirmación de este amor incondicional. Él jamás desistirá de amarnos, porque el amor fue lo que movió el corazón del Hijo para morir por nosotros aun siendo pecadores (Rom. 5:8). Ese es el ejemplo de amor perfecto, constante e incondicional que como padres debemos seguir. Es necesario que nuestros hijos sientan que son amados. Pero esto solo sucederá en el momento en el que, a los pies del Salvador, también nos transformemos en hijos. No existe un aprendizaje tan grande para un padre que permitirse ser transformado por el amor incondicional de Dios. Cuando la comunicación fluya de manera natural en el vivir cotidiano de nuestros hijos, habremos comunicado el amor del Padre. Entonces, nacerá la confianza, la seguridad, y un vínculo más sólido y maduro entre nosotros y nuestros hijos.

2. Demuestra afecto. Hay muchas formas de demostrar amor, y una de ellas es satisfaciendo las necesidades de tus hijos. Tienen necesidades afectivas que deberían ser suplidas con amor y atención. Entiendo que a muchos padres les resulte difícil e incluso innecesario, pero hay un poder inmenso en un simple abrazo o beso, en las palabras amables y en la mirada amorosa. Esto se aplica tanto a los hijos como a las hijas. No solo abraza, besa y verbaliza tu amor por tus hijos, sino permíteles también presenciar tus muestras de afecto por tu esposa. Lo que los niños ven en casa queda grabado para siempre en su memoria.

En el libro The Total Man [El hombre completo], Dan Benson recuerda gratos momentos de su infancia: “Nunca olvidaré los abrazos familiares que solíamos tener en nuestra cocina durante mi infancia. Cuando estaba aprendiendo a caminar, entraba a la cocina y veía a mi padre abrazando a mi madre (lo que no era raro en nuestra casa). Me hacía sentir bien. Era algo tan lindo que no podía resistirme y me unía a ellos […] corría por el piso de la cocina y abrazaba sus piernas. Mis padres hicieron de nuestra casa un hogar con mucho amor, esto se dio más por el ejemplo que nos daban que por las simples palabras”.[9]

Creo que era exactamente eso lo que Elena de White trataba de enseñarnos cuando escribió: “El hogar hermoseado por el amor, la simpatía y la ternura es un lugar que los ángeles visitan con agrado, y donde se glorifica a Dios. La influencia de un hogar cristiano cuidadosamente custodiado en los años de la infancia y la juventud es la salvaguardia más segura contra las corrupciones del mundo. En la atmósfera de un hogar tal, los niños aprenderán a amar a sus padres terrenales y a su Padre celestial”.[10]

3. Valoriza la singularidad de cada persona. Nunca compares un hijo con el otro o con sus amigos. Las comparaciones generan pensamientos negativos, provocan incomodidad y pueden dejar marcas que se intensificarán en la edad adulta. Cada individuo es único, importante, creado a imagen de Dios. Por lo tanto, elogia los logros de tu hijo, evalúen juntos las cosas que no han salido tan bien y crece en tu relación con él.

Josh McDowell sugiere: “Si estudias el comportamiento de tus hijos, descubrirás los diversos puntos de singularidad de cada uno de ellos: una risa que contagia, la habilidad de hacer amigos, el espíritu compasivo, una voz afinada, una sonrisa radiante, amor por los animales… No dejes de comunicar de manera positiva la belleza y la magia de la singularidad de tu hijo”.[11]

4. Reafirma el valor de cada persona. Ayuda a tu hijo a creer en sí mismo. Esto disminuirá la ansiedad, el estrés, o hasta un posible estado depresivo. Resalta sus cualidades, habilidades, características físicas y virtudes. Valora sus acciones en beneficios de otros. Así formarás un individuo altruista y valioso ante los ojos de la sociedad. La relación entre padre e hijo(a) debería ser alegre, positiva y alentadora, aun cuando sea necesario aplicar la disciplina. Elena de White nos advierte: “Muchos niños, por falta de palabras de ánimo y un poco de ayuda en sus esfuerzos, se desalientan y cambian de una cosa a otra. Y llevan con ellos este triste defecto a la vida madura. Nunca logran convertir en éxito ninguna de las cosas que inician, porque no han sido enseñados a perseverar bajo circunstancias desanimadoras”.[12]

5. Proporciona un sentido de pertenencia. Cuando un padre comprende que pertenece a Dios, sabe llevar a sus hijos a la misma postura. El padre necesita conectar a sus hijos con el Padre celestial. Si se crían en una buena relación afectiva, los niños se sentirán libres de opinar, decir lo que piensan de forma respetuosa, y también sabrán dónde buscar ayuda cuando la necesiten. El tiempo de educación debe dedicarse a discipular a los niños, dándoles un sentido de pertenencia al lugar donde viven. Hay muchos lugares donde pueden encontrar un hombro en el que apoyarse, sentimientos de calidez, cariño y abrazos. Sin embargo, si los niños entienden que no hay mejor lugar para estar que al lado de quienes les dieron la vida, no habrá mejor sentimiento.

Elena de White escribió: “Sobrecargadas con muchos cuidados, las madres consideran a veces que no pueden dedicar tiempo alguno para enseñar con paciencia a sus pequeñuelos y demostrarles amor y simpatía. Recuerden, empero, que si los hijos no encuentran en sus padres ni en el hogar la satisfacción de su deseo de simpatía y de compañerismo, la buscarán en otra parte, donde tal vez peligren su espíritu y su carácter”.[13]

6. Cree más en el valor del individuo que en su rendimiento. El amor no puede vincularse al desempeño del niño; si ganó la medalla de oro o quedó en último lugar, por ejemplo. Basar el amor en el valor que le das a lo que el niño es y no a lo que hace es un atributo divino. Dios da a cada uno diversas capacidades y aptitudes, que deben desarrollarse, con sentimiento de sumisión al Creador. El niño educado para permitir la acción de Dios en su vida crece confiado en sus logros, reconociendo siempre que el talento y la fuerza no vienen de él mismo, sino de Dios. Finalmente, cree en el valor personal como un don divino. Elena de White declaró: “Dios desea que sus obreros lo consideren como el Dador de todo lo que poseen, que recuerden que todo lo que tienen y todo lo que son procede de él, cuyos consejos son admirables y cuyas obras son excelentes”.[14]

7. Fomenta los sentimientos de capacidades. A menudo observamos el desarrollo de nuestros hijos y nos asombramos de lo que pudieron hacer. En estos momentos, el reconocimiento es clave. Los niños necesitan estímulo para sobrevivir en esta sociedad en la que vivimos.

Es Dios quien da capacidades y virtudes a nuestros hijos (Deut. 8:17, 18). Por lo tanto, es esencial ser un colaborador con él. Los niños pueden desanimarse a menudo, pero los padres sabios hablarán palabras de aliento y coraje que los animarán a intentarlo de nuevo y a seguir adelante. Cuando miren hacia atrás y vean de lo que fueron capaces, los niños tendrán fuerzas para la siguiente tarea.

Lo esencial es mantener una buena y sana relación entre padres e hijos. Tú, padre, debes estar conectado con Dios, dependiendo en todo momento del Espíritu Santo. Al mismo tiempo, debes estar conectado también con tu hijo, llevándolo a relacionarse con el Padre del cielo. Te hará el padre que tus hijos esperan y el padre que Dios quiere que seas.

Sobre el autor: Director del departamento de mayordomía en la Asociación Norte de Rondonia y Acre, Rep. De Brasil.


Referencias

[1] Elena de White, El hogar cristiano (Florida: ACES, 2013), p. 13.

[2] Ibíd., pp. 13, 14.

[3] Josh McDowell, Pais & Filhos: a Relação que Faz Diferença (Catanduva, São Paulo: Editora Candeia, 1999), p. 3.

[4] Bruna Lima, Maria E. Cardim, “Perigo em Casa”, Correio Braziliense, vol. 21, nº 147 (2021), p. 5.

[5] Loren R. Mosher, “Father Absence and Antisocial Behavior in Negro and White Males”, International Journal of Child & Adolescent Psychiatry, vol. 36 (1969), pp. 186-202.

[6] Gary Painter y David Levine, “Family Structure and Youths’ Outcomes: Which Correlations are Causal?”, The Journal of Human Resources, vol. 35 (2000), p. 524.

[7] Armand Nicholi, “Changes in the American Family”, White House Paper (1984), pp. 7-9, citado por Meibel M. Guedes, Ser Pai é Ser Presente (Curitiba, Paraná: Guedes, 2011), p. 22.

[8] Josh McDowell, Conexão Com o Pai: Como Fazer Diferença na Autoestima e no Senso de Propósito do Seu Filho (São Paulo: Hagnos, 2015), p. 13.

[9] Dan Benson, The Total Man (Carol Stream, Illinois: Tyndale House, 1980), pp. 181, 182.

[10] White, El hogar cristiano, pp. 14, 15.

[11] McDowell, Pais & Filhos, p. 24.

[12] White, Conducción del niño (Florida: ACES, 2014), p. 119.

[13] White, Consejos sobre mayordomía cristiana (Florida: ACES, 2013), p. 116.

[14] McDowell, Pais & Filhos, p. 28.