El punto de partida de nuestra filosofía acerca del culto debe ser la Biblia. Andrew H. Blackwood dice lo siguiente: “Para estudiar el culto público, el mejor texto es la Biblia. Sus enseñanzas al respecto por lo general son indirectas. El método se basa más en el ejemplo que en el precepto. Las Escrituras están saturadas con el espíritu del culto y tan llenas de ejemplos acerca de cómo cantar y cómo orar a Dios, que algún erudito debería escribir un libro acerca del tema”.[1]

En las Escrituras encontramos en verdad un rico material acerca del culto, lo cual nos ayuda a estructurar una teología relativa al tema. Es un material tan vasto, que solamente podremos tocar con las puntas de los dedos algunos puntos principales.

En el Antiguo Testamento

El Génesis nos presenta la razón básica de nuestro culto a Dios, a saber, que él es el Creador y nosotros sus criaturas. Aparentemente el Señor quería que nuestra relación con él fuera memorizada, puesto que estableció el sábado como un monumento para que nos acordáramos de la creación. Al separar un día, bendiciéndolo y santificándolo, estableció que el factor tiempo es fundamental en el culto. El primer símbolo del culto que se les dio a los hombres no era un árbol, ni una piedra, ni un edificio, ni un altar, ni siquiera un animal, sino las veinticuatro horas que componen el séptimo día. ¿Hay algo que sea más básico y universal que el tiempo? Ni la geografía, ni la cultura, ni el transcurso de los años lo pueden cambiar. Para el hombre, el tiempo es algo fundamental.

Pero Dios le dio al hombre algo más que un día santo. Se dio a sí mismo. Era el compañero de Adán y de Eva en el jardín del Edén. La relación entre el Creador y la criatura era cordial, muy personal. Después de la entrada del pecado en el mundo, el culto al Señor continuó, pero de manera diferente. Hasta ese momento hubo una comunión perfecta e ideal. Dios y el hombre podían hablar cara a cara (Gén. 3:8-10).

Con posterioridad surgió entre Dios y el hombre la barrera del pecado. Este último se separó de Dios, y si no hubiera sido por la puesta en marcha del plan de salvación, se habría separado para siempre del que lo creó.

Para que los humanos pudieran mantener su contacto con Dios y rendirle culto, el Creador recurrió a símbolos que representaban la redención del hombre caído. Así entraron en la figura del culto el altar y el cordero.

En la experiencia de Caín, cuya ofrenda Dios rechazó, se manifestó la primera lección definida de que el culto tiene un significado teológico. Es más que un gesto espontáneo hecho por el hombre a su manera. Debe estar en armonía con el conjunto de revelaciones que Dios le ha dado de forma específica. Y el conjunto de todo eso es la liturgia.

A medida que la población humana se multiplicaba y crecía, el culto se volvió progresivamente más complejo; “…entonces los hombres comenzaron a invocar el nombre de Jehová” (Gén. 4:26). Cuando vivía Enós, nieto de Adán, “en ese tiempo el culto comenzó a ser más formal”.[2]

Los hombres, naturalmente, ya habían invocado el nombre de Jehová antes del nacimiento de Enós. Pero a partir de ese momento se manifestó con frecuencia una diferencia más marcada en el Antiguo Testamento entre los que adoraban a Dios y los que lo negaban con relación al culto público, tal como lo ejemplifican los siguientes pasajes: Sal. 76:6; 116:17; Jer. 10:25; Sof. 3:9.

Cuando salió del arca, Noé le rindió culto al Señor (Gén. 8:20-22), a lo que siguió la revelación del mismo Dios a Noé, y su bendición. Ese tipo de culto es evidente en el Antiguo Testamento. En Génesis 12:7 está escrito: “Y apareció Jehová a Abram, y le dijo: A tu descendencia daré esta tierra. Y edificó allí un altar a Jehová, quien le había aparecido”. El culto del patriarca fue una reacción, una consecuencia de la revelación de Dios. En Génesis 13:14 al 17 se repiten las promesas de Dios a Abram, y el texto termina con estas conocidas palabras: “Y edificó allí altar a Jehová” (Gén. 13:18).

Cuando Jacob se encontró con el Señor en Betel —palabra que significa “casa de Dios”— justamente en el lugar donde 162 años antes Abram había invocado “el nombre del Señor”, su reacción consistió en levantar un pilar —un altar—, que ungió con aceite, y formular un voto ante Dios.

Estos pocos incidentes nos enseñan cómo era el culto antes de Moisés. Era más una reacción espontánea, una respuesta del hombre a un encuentro personal con Dios. No era un culto que tuviera como propósito apaciguar a un Dios al cual se temía, como era el caso de los paganos, sino expresar una amorosa gratitud por el amor de Dios que se había manifestado. Los símbolos eran sencillos: un altar, un cordero, una piedra, un pilar, una columna e inclinar la frente en un lugar al que se le daba el nombre de “casa de Dios”.

Era, por lo tanto, un culto personal y bien real. Dios aparecía muy cerca del hombre, y éste reaccionaba ofreciéndole su culto. Durante la era mosaica el culto siguió siendo personal; pero se añadieron algunas ceremonias, ya que ahora se trataba de una nación.

Moisés se encontró con Dios en la zarza ardiente, y recibió la orden de descalzarse porque el lugar en que estaba era santo. Cuando Aarón le dijo a esa nación de esclavos que el Señor estaba a punto de librarlos, ellos “se inclinaron y adoraron” (Éxo. 4:31). Cuando Moisés y Aarón salieron para encontrarse con Faraón, le pidieron que le diera libertad a Israel para rendirle culto a Dios.

Tan pronto como Israel obtuvo su libertad, se instituyó el rito de la Pascua. Dios les dijo: “Guardaréis esto por estatuto para vosotros y para vuestros hijos para siempre” (Éxo. 12:24).

En cuanto Israel hubo cruzado el Mar Rojo, Moisés y el pueblo entonaron un himno de alabanza y adoración a Dios. Mientras estuvo en el desierto, a Israel se le recordó, mediante el milagro del maná, su responsabilidad de adorar a Dios en un día determinado. Cuando el Señor dio la ley en el Sinaí, los cuatro primeros mandamientos expresaban con claridad cómo se debía adorar a Dios. Los libros de Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio se refieren con bastante extensión al tema del culto y la moral. El culto mosaico, tal como aparece esbozado en el Pentateuco, está constituido por sábados, días de fiesta especiales, un Día de la Expiación, un sacerdocio y un santuario. Era un culto que se basaba en la teología, que incluía la trascendencia de Dios, la condición pecaminosa del hombre, la gracia del Señor y la necesidad del perdón.

La perversión del culto apareció en el caso del becerro hecho por Aarón. Fue un incidente muy grave, porque desde el punto de vista de la teología significaba una desviación muy seria del culto prescrito por el Señor. Ese becerro no era el Dios que había sacado a Israel de Egipto. El pecado de Aarón fue muy similar al de Caín, al sustituir el culto revelado de Dios por uno inventado por el hombre.

En el desierto el Señor ordenó que se erigiera un tabernáculo, un lugar para que fuera su morada (Éxo. 25:8). En esta orden encontramos implícitos los siguientes asuntos:

1. El establecimiento de un lugar definido de adoración.

2. Un sistema de adoración completo y hasta complejo.

3. Exigencias para la obtención del perdón.

4. Manifestación del amor a Dios: ofrendas.

5. Comportamiento apropiado en la presencia de Dios.

6. Un ministerio para el desarrollo de una tarea específica: el sacerdocio.

7. Un gran sistema de símbolos.

La última actividad de Moisés en público fue un himno de adoración (Deut. 32), en el cual cinco veces se refirió a Dios como una “Roca”. “Él es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son rectitud” (Deut. 32:4). Ése era un culto en el más alto sentido de la palabra.

Durante la era mosaica el culto se volvió más complejo, paralelamente al desarrollo teológico. El santuario se volvió más importante a medida que la nación se desarrollaba; al mismo tiempo se volvió parte integral del programa de culto. El tema central era de carácter personal. A pesar de que los detalles estaban minuciosamente prescritos, sólo había una oración predeterminada, a saber, la bendición sacerdotal (Núm. 6:24-26). Ese tipo de culto tenía un propósito especial. “De este modo, en el servicio del tabernáculo, y en el de templo que posteriormente ocupó su lugar, se enseñaban diariamente al pueblo las grandes verdades relativas a la muerte y al ministerio de Cristo, y una vez al año se llevaban sus pensamientos hacia los acontecimientos finales de la gran controversia entre Cristo y Satanás, y hacia la purificación final del universo, que lo limpiará del pecado y de los pecadores”.[3]

La historia de Israel, desde la conquista de Canaán hasta el cautiverio, está marcada por una lucha constante relativa al culto. Un problema que se presentó fue la atracción del culto de Baal, caracterizado por una moral muy baja, pero con una liturgia fascinante. Era volver al becerro de oro de Aarón y todo lo que representaba. Los jueces de Israel atacaron ese problema con severidad. Samuel fundó las escuelas de los profetas, uno de cuyos propósitos era la conservación del culto del Señor. La lucha de Elias tuvo que ver principalmente con los cultos falsos.

La apostasía comenzó a entrar en el campamento de Israel cuando empezaron a adorar los símbolos en lugar de adorar a Dios. El culto degeneró hasta convertirse en un formalismo vacío, desprovisto de significado, con una norma moral muy baja. Por eso los profetas del siglo VIII a.C. se levantaron contra el formalismo sin contenido de la religión judía. El profeta Amos cita al mismo Dios cuando dice: “Aborrecí, abominé vuestras solemnidades, y no me complaceré en vuestras asambleas. Y si me ofreciereis vuestros holocaustos y vuestras ofrendas, no los recibiré, ni miraré a las ofrendas de paz de vuestros animales engordados. Quita de mí la multitud de tus cantares, pues no escucharé las salmodias de tus instrumentos. Pero corra el juicio como las aguas, y la justicia como impetuoso arroyo. ¿Me ofrecisteis sacrificios y ofrendas en el desierto en cuarenta años, oh casa de Israel? Antes bien, llevabais al tabernáculo de vuestro Moloc y Quiún, ídolos vuestros, la estrella de vuestros dioses que os hicisteis. Os haré, pues, transportar más allá de Damasco, ha dicho Jehová, cuyo nombre es Dios de los ejércitos” (Amos 5:21-27).

Oseas, Miqueas y otros profetas repitieron por un buen tiempo y muchas veces esas mismas advertencias de Dios, pero sin mucho resultado. “Los servicios del templo prosiguieron como en los años anteriores, y las multitudes se reunían para adorar al Dios vivo; pero el orgullo y el formalismo poco a poco tomaron el lugar de la humildad y la sinceridad”.[4]

Los profetas no atacaron el sistema de sacrificios. Lo que combatieron con esfuerzo y energía fueron los abusos. El culto quedó sepultado bajo la formalidad litúrgica. Las modas de ese tiempo reemplazaron los principios revelados. Como consecuencia de ello, se apartaron del verdadero culto, y terminaron en el cautiverio y el exilio, a pesar de los intentos de reforma de Josías, Jeremías y Ezequiel.

Israel tuvo que aprender en la dureza del exilio. En tierras distantes y extranjeras, con nostalgia de la patria, resolvió volver a Dios, ofreciéndole un culto verdadero. Se curó de la idolatría, y por consiguiente regresó a la tierra prometida.

Después del regreso del cautiverio babilónico se restablecieron el templo y el sacerdocio. Pero entonces el pueblo se fue a otro extremo, y le dio un énfasis desmesurado a la ley. En lugar del énfasis espiritual enseñado por los profetas, desarrollaron una nueva modalidad de formalismo, con lo que la religión judía llegó a ser la más ritualista y legalista de su tiempo. Esa fue precisamente la religión que encontró Jesús en sus días, con un ritualismo sostenido por un intrincado sacerdocio, y el legalismo a su vez por los escribas, que adoraban la ley.

A pesar de todas las fallas de Israel, el Antiguo Testamento nos presenta muchísimo material acerca del culto. Las mismas fallas de los israelitas contienen preciosas lecciones acerca de la verdadera adoración. El Antiguo Testamento es prácticamente el único texto de la antigüedad que se preservó que nos muestra el culto que se le rendía al Dios único, sin ídolos de ninguna clase, basado en el amor y con un nivel moral muy elevado. El ritual del Antiguo Testamento varía de acuerdo con la época y el lugar, desde el sencillo voto formulado por Jacob junto a una columna de piedra, hasta el complicado culto del templo de Salomón.

En todas esas variaciones encontramos la revelación de un Dios poderoso, lleno de amor y con un propósito evidente. El culto del Antiguo Testamento tenía orientación teológica; y cuando los adoradores no estaban seguros de su teología, éste perdía su significado. Cuando los profetas de Dios reavivaban las verdades teológicas, el culto volvía a adquirir su forma. Por eso, la revelación del Antiguo Testamento no debe ser relegada al desprecio o a la indiferencia.

En el Nuevo Testamento

No hay nada mejor para introducir el tema del culto en la era apostólica que la siguiente declaración de Elena de White: “Cristo vio que algo debía hacerse. Habían sido impuestas numerosas ceremonias al pueblo, sin la debida instrucción acerca de su significado. Los adoradores ofrecían sus sacrificios sin comprender que prefiguraban al único sacrificio perfecto. Y entre ellos, sin que se lo reconociese ni honrase, estaba Aquél al cual simbolizaba todo el ceremonial. Él había dado instrucciones acerca de las ofrendas. Comprendía su valor simbólico, y veía que ahora habían sido pervertidas y mal interpretadas. El culto espiritual estaba desapareciendo rápidamente. Ningún vínculo unía a los sacerdotes y gobernantes con su Dios. La obra de Cristo consistía en establecer un culto completamente diferente”.[5]

El templo en los días de Cristo era el nexo entre el culto que se rendía entonces y el antiguo culto de Israel. Los servicios del templo de Salomón incluían los del tabernáculo del desierto. Jesús, como buen judío, comenzó a acudir desde niño al centro del culto, vale decir, al templo, y siguió haciéndolo a lo largo de su vida. Constantemente enseñaba en sus atrios, y asistía a los servicios religiosos. Llegó inclusive a pagar el impuesto del templo. En ese mismo lugar llevó a cabo un acto de purificación, mediante el cual expulsó del templo a los vendedores, y dijo que ese edificio debía haber sido considerado como una “casa de oración”, y no un lugar para practicar una forma de comercio. Lo identificó como “la casa de mi Padre”.

Al parecer, había cierta aprensión de parte de los religiosos que enseñaban en cuanto a la manera como Jesús se relacionaba con el templo. En la conversación que mantuvo el Maestro con la mujer samaritana se puede descubrir la actitud de él hacia el templo cuando dijo: “Mujer, créeme, que la hora viene cuando ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre… Mas la hora viene, y ahora es, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren. Dios es Espíritu; y los que lo adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren” (Juan 4:21, 23, 24).

Esa era una clase de culto totalmente diferente. “Los hombres no se ponen en comunión con el cielo visitando una montaña santa o un templo sagrado. La religión no ha de limitarse a las formas o ceremonias externas. La religión que proviene de Dios es la única que conducirá a Dios. Con el fin de servirle debidamente, debemos nacer del Espíritu divino. Esto purificará el corazón y renovará la mente, dándonos una nueva capacidad para conocer y amar a Dios. Nos inspirará una obediencia voluntaria a todos sus requerimientos. Tal es el verdadero culto. Es el fruto de la obra del Espíritu Santo. Por el Espíritu es formulada toda oración sincera, y una oración tal es aceptable para Dios. Siempre que un corazón anhela a Dios, se manifiesta la obra del Espíritu, y Dios se revelará a esa persona. Él busca adoradores tales. Espera para recibirlos y hacerlos sus hijos e hijas”.[6]

Cuando clavaron a Jesús en la cruz, el velo del templo se rasgó de arriba abajo. Los servicios realizados en el templo habían cumplido su propósito. La realidad había llegado. Desde ese día en adelante, cualquiera podía acercarse a Dios sin necesidad de recurrir al ministerio del sacerdote (Apoc. 1:6). Esa experiencia no se limitó a una zona geográfica. En cualquier lugar de la Tierra el hombre se puede acercar a Dios en espíritu y en verdad. Esa portentosa realidad ejerce una gran influencia sobre el culto divino. El templo, el altar, los sacrificios de animales, los sacerdotes, las vestimentas, todo eso perdió su significado. “Dios no podía hacer ya más nada para el hombre por medio de ellos. Todo el sistema debía ser desechado”.[7]

Pero el disgusto de Jesús no se limitaba a los servicios del templo. Desde el regreso del exilio babilónico los judíos comenzaron a adorar a Dios en las sinagogas.

En efecto, las sinagogas funcionaban como iglesias locales. Estaban ubicadas en cada comunidad, donde la gente podía adorar a Dios personalmente o en grupos, semana tras semana e incluso diariamente, sin los largos viajes al templo y sin los sacrificios. De esta manera la sinagoga llegó a ser el centro de las actividades religiosas de la comunidad, y ofrecía un culto más racional que el del templo.[8]

El Talmud declara que sólo en Jerusalén había 480 sinagogas, lo que nos da una idea de su popularidad y su influencia.[9]

Jesús concurrió a la sinagoga y, lógicamente, también visitaba el templo. En una sinagoga predicó uno de sus primeros sermones (Luc. 4:16-30). Sin embargo, no estaba satisfecho con la clase de culto que veía ahí. Su más enfática condenación la dirigió a los que amaban y buscaban los primeros lugares en las sinagogas (Mat. 23). Se refirió a los que “aman el orar en pie en las sinagogas” (Mat. 6:5). Con vehemencia criticó las vanas repeticiones.

El culto en la sinagoga, en tiempos de Cristo, consistía en la invocación, una oración principal recitada por todos los concurrentes bajo la dirección de un miembro oficiante de la congregación, oraciones voluntarias especiales de acuerdo con el día ofrecidas por los guías, intercaladas con oraciones principales, oraciones cortas que se llamaban de “atribución” y acciones de gracias. Muchas de esas oraciones, ciertamente la mayoría, habían llegado a ser fijas, tanto en la forma como en el contenido, y su propósito era puramente litúrgico. Se las escribía para que se las memorizara, y pasaban de una generación a otra por medio de la tradición oral.

Los rabinos también elaboraron disposiciones para reglamentar los movimientos y las actitudes durante la oración, lo que se seguía meticulosamente. Los dirigentes y la gente en general repetían sábado tras sábado las mismas oraciones a través de los mismos procedimientos y actitudes. Para modificar esa situación, Jesús dijo: “Vosotros, pues, oraréis así” (Mat. 6:9), y les enseñó el Padrenuestro. Hasta hoy sus seguidores recitan de memoria esta oración formal. Pero la dio, no para que se la repitiera, sino como ejemplo, para mostrar la forma y el contenido de una oración espontánea, lo que tampoco significa que esa oración modelo nunca se deba repetir.

A pesar de que Jesús condenó de muchas maneras el tipo de sinagoga que existía en sus días, en la iglesia cristiana primitiva se continuó con la liturgia judía, la cual no era el modelo deseado por Jesús. Cristo vino a establecer algo completamente diferente. Reconocía, tal como los profetas del Antiguo Testamento, la importancia ética del culto. Lo enseñó de manera dramática cuando dijo: “Por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda” (Mat. 5:23, 24).

Aquí tenemos la descripción del culto verdadero y de cómo se lo debe practicar. Primero hay que arreglar lo que está mal, y recién después se presenta la ofrenda. No se trata en absoluto de esperar ni postergar, sino que inmediatamente hay que poner las cosas en orden. Después se puede ir a comulgar con Dios. Esa clase de culto era completamente diferente de lo que los judíos acostumbraban hacer en tiempos de Jesús.

Lo que los profetas habían enseñado siglos antes, Jesús trató de ponerlo en práctica. El orgullo, el odio, la impureza, todo eso debía desaparecer antes de entrar en comunión con Dios.

La actitud de Jesús con respecto a la tradición relativa a la purificación y al lavamiento de las manos también es sumamente significativa. Estaba más preocupado de lo interior que de las formas exteriores. “Es la mala acción, la mala palabra, el mal pensamiento, la transgresión de la ley de Dios, y no la negligencia de las ceremonias externas ordenadas por los hombres, lo que contamina a un hombre”.[10]

Hacia el final de la vida del Maestro en la Tierra, él estableció tres símbolos que han sido usados por los cristianos en su culto. Los dos primeros: el pan y el vino, los usan casi todas las comunidades cristianas. El otro es la toalla, que la usan muy pocos cristianos. Esos símbolos son elocuentes en su sencillez. El pan y el vino nos hablan de alimento; la toalla, de limpieza. Al establecer el servicio de la comunión, Jesús tenía la intención de manifestar su gracia, la necesidad del amor redentor, un recordativo de su vida, su obra y su muerte en favor de sus seguidores. Jesús estableció una nueva forma de culto, que partía del sistema del Antiguo Testamento, que había servido para su propósito. Aunque esa forma de culto abarcaba las enseñanzas de los profetas, tenía un nuevo contenido, porque había llegado el Deseado de todas las gentes. Ese factor completamente diferente está simbolizado por la Cena del Señor, y es un recordativo permanente de la expiación que él llevó a cabo.

Este nuevo tipo de culto afectó en gran medida a los seguidores de Cristo después de su partida. La primera reunión que tuvieron después de su ascensión se caracterizó por oraciones y súplicas. En la segunda vino el derramamiento del Espíritu Santo y el sermón de Pedro, que resultó en un bautismo masivo. Hechos 2:42 nos dice que “perseveraban… en la comunión… en el partimiento del pan y en las oraciones”.

Celebraban sus cultos en el templo, en casas particulares. Estos consistían en acciones de gracias y testimonios personales. Los sermones se predicaban en los lugares más extraños, como frente al Sanedrín, por ejemplo —a pesar del peligro de lapidación pública—, e incluso en las cárceles y en cualquier lugar según la necesidad del momento. El énfasis estaba puesto en el testimonio de la resurrección de Cristo. La Santa Cena se celebraba a veces de manera indebida. El culto además incluía de todo: diversas lecturas de la Biblia, himnos, ofrendas, oraciones, manifestaciones de éxtasis, bautismos, testimonios, etc.

Oscar Cullman dice que “en el libro de Hechos (Hech. 2:42-46; 20:7) se mencionan tan claramente la instrucción, la predicación, la oración y el partimiento del pan, que podemos llegar a la conclusión de que esos elementos eran, desde el mismo principio, el fundamento de todo el culto de la comunidad cristiana”.[11]

En consonancia con el culto apostólico, Ilion T. Jones declara lo siguiente: “Se admite que la forma del culto de la sinagoga se seguía (en el culto cristiano) de manera general, pero el culto cristiano era algo más. La Cena del Señor no era un culto derivado del de la sinagoga, con algunos ingredientes más; contiene un nuevo ingrediente de calidad y fuerza diferentes. Por no disponer de un término mejor, le daremos a ese nuevo ingrediente el nombre de ‘espontaneidad’. Eso le ponía vida al culto del Nuevo Testamento, lo volvía dinámico, entusiasta, íntimo, amoroso, y lo distinguía de los otros tipos de culto”.[12]

En contraste con esto, el culto del templo no dejó ningún rastro en el culto cristiano, principalmente por dos razones. En primer lugar, la inmensa mayoría de los judíos de la diáspora (la dispersión) nunca asistieron a un culto en el templo. Incluso en Palestina, el verdadero culto de adoración, en tiempos de Cristo, se practicaba en las sinagogas. Para los cristianos de origen gentil el templo significaba muy poco. En segundo lugar, cerca de cuarenta años después de la crucifixión de Jesús, los romanos destruyeron el templo, y nunca más se lo reconstruyó. La sinagoga, sin embargo, persistió.

Mientras que en el templo se ponía más énfasis en la ley, en la sinagoga se prestaba mayor atención a los escritos de los profetas. Por eso, Jesús un sábado “entró en la sinagoga, conforme a su costumbre, y se levantó a leer. Y se le dio el libro del profeta Isaías” (Luc. 4:16,17).

William D. Maxwell presenta los siguientes elementos del culto cristiano que derivaron directamente de la sinagoga:

1. Lectura y enseñanza de las Escrituras (1 Tim. 4:13; 1 Tes. 5:27; Col. 4:16).

2. Salmos e himnos (1 Cor. 14:26; Efe. 5:19; Col. 3:16).

3. Oraciones en conjunto (Hech. 2:42; 1 Tim. 2:1,2).

4. El “amén” dicho en coro por todos los concurrentes (1 Cor. 14:16; Hech. 20:7).

5. Confesión de fe, lo que no era necesariamente la repetición de un credo (1 Cor. 15:1-24; 1 Tim. 6:2).

6. Ayuda a los pobres; posiblemente ofrendas (1 Cor. 16:1, 2; 2 Cor. 9:10- 13; Rom. 15:20).

La cristiandad, ulteriormente, añadió otros elementos:

1. La celebración de la Santa Cena (1 Cor. 10:16; 11:23; Mat. 26:26-28; Mar. 14:22-24; Luc. 22:19, 20).

2. Oración en conjunto, incluidas las acciones de gracias (Luc. 22:19; 1 Cor. 11:23; 14:16; 1 Tim. 2:1).

3. Recuerdo de la muerte y la resurrección de Cristo (Hech. 2:42; Luc. 22:19; 1 Cor. 11:23, 25, 26).

4. Oración de intercesión (Juan 17).

5. El Padrenuestro, posiblemente recitado (Mat. 6:9-13; Luc. 11:2-4).

6. La separación de los hombres de las mujeres; los hombres con la cabeza descubierta y las mujeres cubiertas con un velo (1 Cor. 11:6, 7).

7. Oraciones de pie (Fil. 1:27; Efe. 6:14; 1 Tim. 2:8).[13]

Culto y servicio

Gaines Dobbins, del Golden State Seminary, presenta excelentes pensamientos con respecto al culto del Nuevo Testamento y su significado.[14]

Según él, en el primer siglo los cristianos se reunían con el fin de conservarse en contacto con la realidad. Vivían en circunstancias difíciles, pero daban su testimonio a pesar de todo. Dentro de la misma iglesia había disensiones y herejías. Había que conservar y entender el culto sin disminuir el ardor y el entusiasmo, los que, por sí solos, los podría llevar al fanatismo y a los extremismos. El bautismo y la Cena del Señor debían ser conservados para que no se pervirtieran. La salvación por la gracia de Dios en Cristo por medio del arrepentimiento y sólo por fe debía conservarse a pesar de todas las contiendas de los judaizantes.

Cuando la iglesia se reunía, no lo hacía sólo para oír un sermón o cantar himnos y elevar acciones de gracias; era una cuestión seria en la que todos los creyentes bautizados tenían el privilegio y la responsabilidad de participar. Y esa participación era la esencia

del culto. Buscaban la dirección divina y la vida de la iglesia era importante para los intereses del hombre. Los cristianos del primer siglo se reunían para edificación. Se sabía que los cristianos necesitaban que se los edificara, y querían crecer. Seguían el ejemplo de Cristo, que recorría “todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas de ellos, y predicando el evangelio del reino y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo” (Mat. 9:35).

El culto era el corazón palpitante de la iglesia.

¿Cómo se dio el crecimiento del cristianismo? De acuerdo con la práctica de Jesús, la iglesia enseñaba, predicaba y sanaba. Al seguir el ejemplo del Señor, los cristianos deben salir del culto listos para llevar a cabo estas actividades. Pero para enseñar, hay que enseñarle al maestro primero. Si alguien va a predicar, debe oír primero alguna predicación. Si se dedica al ministerio de la sanidad, se lo debe sanar primero. Ése era el corazón del propósito expansivo de la iglesia cristiana. Una iglesia poderosa está constituida por miembros que se reúnen con espíritu de culto, para recibir enseñanza e inspiración, y con el fin de salir para llevar a otros lo que ellos mismos recibieron.

Parece que Dobbins acertó en cuanto a la esencia del culto del Nuevo Testamento. Las referencias al culto cristiano de aquel tiempo revelan que el servicio religioso era sumamente variado en su forma. Tal vez los cristianos participaban de reuniones de reavivamiento, de conferencias evangelizadoras, de reuniones de negocios, de reuniones de testimonios, de reuniones de oración o del servicio misionero. La gente que asistía a las reuniones tenía que enfrentar dos problemas inmediatos: la supervivencia y el testimonio. El problema de ellos era que formaban parte de una minoría pequeña y odiada, que trataba de promover y difundir su mensaje en medio de un mundo indiferente y hasta hostil.

No iban a la iglesia para que se los anestesiara, sino para ser vigorizados y recibir nuevas fuerzas. Reconocían que tenían una misión que cumplir, y su culto estaba centrado en Cristo, el autor de esa misión. Con eso en mente, Dobbins declara además que “el culto del Nuevo Testamento estaba inseparablemente unido al servicio”.[15] Y ése fue precisamente el elemento diferente que Jesús introdujo en el culto cristiano.

Jamás debemos introducir una filosofía del culto completamente divorciada de la realidad de las actividades cristianas. Creemos que el culto del Nuevo Testamento, que debe ser nuestro modelo, se caracterizaba por la devoción y la difusión del mensaje. El culto no era meramente estático; también era estético. Debe ser hermoso y ordenado, pero al mismo tiempo maravillosamente funcional.

Sobre el autor: Horne P Silva es doctor en Ministerio, profesor de Teología, jubilado y reside en San Pablo, Brasil.


Referencias:

[1] Andrew W. Blackwood, The Fine Art of Public Worship [El delicado arte del culto público], pág. 32.

[2] Comentario bíblico adventista, t.1, pág. 244.

[3] Elena de White, Patriarcas y profetas, pág. 372.

[4] Profetas y reyes, págs. 303, 304.

[5] El Deseado de todas las gentes, pág. 130.

[6] Ibíd., págs. 159,160.

[7] Ibíd., pág. 27.

[8] Ilion T. Jones, A Historical Approach to Evangelical Worship [Un enfoque histórico del culto evangélico], págs. 32-36.

[9] The New Schaff Herzog Religious Encyclopaedia [La nueva enciclopedia religiosa Schaff Herzog], t.11, pág. 312.

[10] Elena de White, El Deseado de todas las gentes, pág. 363.

[11] Oscar Cullman, Early Christian Worship [El culto cristiano primitivo], pág. 12.

[12] Ilion T. Jones, Ibíd., pág. 85.

[13] William D. Maxwell, An Outline of Christian Worship: Its Development and Forms [Un bosquejo del culto cristiano: Su desarrollo y sus formas], págs. 4, 5.

[14] Gaines Dobbins, The Church at Worship [La iglesia en adoración], págs 18-20.

[15] Ibíd., pág. 33.