Vivimos en un periodo importante de la historia del mundo, y necesitamos ahora una conexión constante con Dios. Los atalayas sobre los muros de Sion necesitan ser vigilantes y fieles. Los que pretenden dar las palabras del Señor al pueblo debieran alcanzar la más alta norma de elevación espiritual: de ese modo no estarán dándole sus propias palabras. Cristo nos dice: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. Los aprendices en la escuela de Cristo velarán y orarán. Tendrán fe de que Dios los llenará con su Espíritu Santo, de que no hablarán sus propias palabras a la gente, sino las que el Señor les dé. Los hombres que trabajan para ganar almas para Cristo tendrán un intenso interés en el éxito de su trabajo. No queremos perder de vista lo sagrado de la misión de ministrar en palabra y doctrina al pueblo. La obra del ministerio es hablar palabras de verdad, la solemne y sagrada verdad. Algunos tienen el hábito de relatar incidentes jocosos en sus discursos, que tienden a divertir a los oyentes y a perder de vista lo sagrado de la palabra que están manejando. Los tales deberían percibir que no están dando al pueblo la palabra del Señor. Demasiadas ilustraciones no tienen una influencia correcta; disminuyen la sagrada dignidad que siempre debiera observarse en la presentación de la palabra de Dios a la gente.
El mensajero enviado por Dios tiene la tarea específica de presentar la verdad en toda su sencillez y pureza. Si ha de aprender en la escuela de Cristo, no devaluará sus discursos con ideas irrelevantes o con el relato de anécdotas risueñas. Debiera considerar que se encuentra entre el eterno Dios y las almas que perecen. Es el deber del ministro del Evangelio cultivar un sentido de su elevado y sagrado llamamiento, y dar evidencias de que aprecia los privilegios y las oportunidades puestas a su alcance por el ejemplo de la mansedumbre y el amor de Cristo, y debiera considerar sus sufrimientos y muerte, que pusieron estos privilegios a su alcance. En sus esfuerzos, nunca debiera ser lánguido y blando, sino que debiera elevarse continuamente y tratar de capacitarse mejor por medio de la gracia que Cristo provee. No debiera satisfacerse con ser un ministro vulgar, sino un instrumento pulido en las manos de Cristo. Constantemente debería buscar por sus palabras, su conducta, su piedad, de elevar a sus conciudadanos y glorificar a Dios.
Tanto la obra como la forma de hacerla es de la mayor importancia; por lo tanto requieren el mayor cultivo de la mente y pureza del alma para realizarla bien. Cada ministro debiera aprovechar al máximo las oportunidades inapreciables puestas a su alcance, y debiera tener una elevada y santa confianza en Dios. Por el uso debiera aumentar los talentos que Dios le confió, y con ello su poder para hacer el bien aumentará; debiera hacer de la ganancia de almas para Cristo su obra especial. Hay algunos que hacen tan grandes esfuerzos para mostrar su oratoria que se exhiben a sí mismos, y demuestran su propia habilidad, pero no elevan a Jesucristo ante la gente. Algunos buscan esforzadamente ser agudos en sus presentaciones, pero no dan evidencias del amor y la gracia de Cristo en el corazón. No dejan en la gente la impresión de que tienen un mensaje solemne de Dios para el hombre, y de que tienen un conocimiento de Cristo.
Es importante que el ministro tenga el espíritu de Jesús. Su enseñanza debiera mostrar que se alimenta de Cristo, de que vive de cada palabra que procede de la boca de Dios; y por su familiaridad con la palabra de Dios, se esforzará a tiempo y fuera de tiempo por sacar del tesoro de Dios cosas nuevas y cosas viejas. Revelará que lo domina el sentido del valor de las almas, y que el yo se pierde de vista mientras presenta las sagradas verdades de Dios a la gente. No dará la impresión de que está tratando de demostrar sus capacidades intelectuales, sino de presentar a Cristo, y a El crucificado. Todo aquel que está buscando abrir las Escrituras a los demás debiera tener un permanente sentido de responsabilidad ante Dios y debiera percibir que está delante de una congregación de almas a quienes ha de encontrar otra vez frente al tribunal de Cristo, y que su mensaje será un sabor de vida para vida o de muerte para muerte. Presente delante de sus oyentes, en lenguaje sencillo, las demandas que hace la ley de Dios a los hombres, mientras su propio corazón es enternecido y subyugado por su Espíritu. Este es nuestro mensaje. Dios ha dado la norma de vida para el hombre en su santa ley, con la que debe guiar y controlar sus palabras y actos. Esta ley no admite neutralidad. Tiene relación con la vida de cada ser humano, y no dejará de tenerla hasta que cada caso haya sido decidido para vida eterna o para perdición.
Si los ministros de la palabra recordaran que deben enfrentar a cada oyente individual en el tribunal celestial, y dar cuenta a Dios de la manera en que realizaron su misión, el motivo y el espíritu que impulsaron sus actos, habría un ministerio más exaltado. Este es un peso de responsabilidad que los mensajeros de la verdad no pueden evadir; y el ministro que siente el exaltado carácter de su obra, bien podrá preguntarse con Pablo: “Para estas cosas, ¿quién es suficiente?” Ustedes son un espectáculo para el mundo, los ángeles y los hombres. Los ángeles simpatizan con los obreros en sus responsabilidades y, ¿no querrá usted, el obrero, cultivar una visión correcta de su elevada vocación y sagrada responsabilidad? Bien podría desesperar si no fuera por la evidencia y seguridad de que su suficiencia viene de Dios. El cargo que Pablo dio a Timoteo es el mismo que se da a cada uno a quien Dios ha enviado a trabajar en el gran campo de cosecha. “Te encarezco delante de Dios y del Señor Jesucristo, que juzgará a los vivos y a los muertos en su manifestación y en su reino, que prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina. Porque vendrá tiempo cuando no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias, y apartarán de la verdad el oído y se volverán a las fábulas. Pero tú sé sobrio en todo, soporta las aflicciones, haz obra de evangelista [esto significa mucho más que sermonear], cumple tu ministerio”.
Ministrar abarca mucho más que predicar. Para cumplir con esta sagrada e importante tarea cargada de intereses eternos, el ministro debe ser un hombre de piedad viva, o Dios no aceptará sus labores. No debe tener una opinión exaltada de sí mismo o de su propia capacidad, sino que perderá el sentido de su propia importancia en vista de la incomparable misericordia y amor de Jesucristo. Podrá así caminar junto a Dios. Su vida de piedad y verdadera santidad que lleva consigo donde vaya y que está entretejida en todos sus actos lo hará un obrero eficiente y de éxito. Es un colaborador de Jesucristo, y es fiel en el trabajo que le fue asignado, así como Cristo lo fue en su obra. No se exaltará a sí mismo ni en palabras ni actos, sino que en su conversación privada hablará de Cristo; orará de Cristo y predicará de Cristo. Esta es la clase de ministerio que demuestra que el obrero ha sido llamado y escogido por Dios para su sagrada tarea. Presenta a Cristo en cada discurso no con una mera repetición de palabras, sino con profundo fervor; y la divina influencia que acompaña la palabra dará prueba cabal de su ministerio. El sólo sermonear no logrará esto. El espíritu del trabajo fuera del púlpito es el que testifica del verdadero carácter del obrero. Debe hacerse la obra especial para esta hora a fin de alcanzar a la gente con el esfuerzo personal; es revelar a Cristo en el profundo interés en las almas por las que Cristo murió. La piedad habitual que acompaña al obrero cristiano hará su impresión y el ministro no sentirá que es suficiente por sí mismo. A menudo se lo encontrará en oración, vaciando su alma, como lo hiciera el Maestro antes que él, con gran clamor y lágrimas. Sus súplicas constantes y fervientes lo acercarán a Dios. Vivirá como a la luz de su rostro. En su conducta y conversación cuando está con otros se relacionará con los más elevados intereses de sus almas. Tomará a las personas a solas, hablará y orará con ellas; y es esta labor la que será coronada por gran éxito.
¡Cuánta necesidad tiene esta causa de obreros con un ferviente y profundo amor por las almas con las que trabajan! Dios requiere más de sus siervos de lo que ellos le dan. Algunos forman el hábito de presentar argumentos que dan sólo un conocimiento superficial de la verdad. Tienen una rutina de algunos discursos doctrinales y no apuntan más alto. No buscan familiarizarse con las Escrituras, ni estudian las profecías para poder manejarlas en todo tiempo y lugar. No tienen al Cristo viviente y permanente en su corazón y por ello no les gusta meditar en las enseñanzas prácticas de Cristo. En lugar de dar pruebas completas de su ministerio, muestran que tienen sólo un conocimiento limitado de la verdad. Son ignorantes tanto de las Escrituras como del poder de Dios. No toman tiempo para meditar y orar. No están familiarizados con la acción del Espíritu de Dios. Ni oran ni velan en oración. Mantienen a Cristo separado de sus vidas. Sus discursos son apagados, sin poder, sin Cristo, tan privados de elementos vitales como la ofrenda de Caín, en los que no se manifiesta el Redentor del mundo, la eficacia de la sangre de Cristo.
En muchos púlpitos de hoy no se predica a Cristo. Se predica de todo menos de Cristo, debido a que los predicadores no conocen a Cristo. Algunos estudian diferentes autores y piensan que esto les ayudará mucho en sus discursos. Se ilusionan de que tienen un discurso muy intelectual, y tal vez sea así; pero no alimentan el rebaño con el pan de vida; el pesebre fue puesto muy por encima de su alcance. Lo que el mundo y las iglesias necesitan hoy es la predicación de la sangre de Cristo y la virtud de su expiación, y que se les enseñe qué constituye pecado y a entretejer el espíritu de Cristo en todas sus labores. Lo que el mundo necesita hoy es saber qué debe hacer para ser salvo. Hay muchos discursos intelectuales y agradables que el orador cuenta como grandes éxitos, pero que no son registrados de esa manera por Aquel que pesa tales discursos en la balanza del Santuario y los halla faltos. Falta el único elemento que podría convertirlos en éxito: Jesús, la luz del mundo.
Se necesitan oraciones más fervientes procedentes del corazón del obrero pidiendo la bendición divina, antes de aventurarse a hablar a la gente. Cuando el corazón está en paz con Dios, cuando la luz del cielo ilumina el alma, entonces los labios ciertamente hablarán las palabras de Cristo, presentando los méritos de la sangre de un Salvador crucificado y resucitado. La atmósfera del cielo rodeará al orador, y las almas realmente sentirán que están en lugares celestiales en Jesucristo. No hay tema que la gente necesite más que enseñarles, por precepto y por ejemplo, la verdadera piedad, la fe y el amor en Cristo Jesús. Las grandes masas son más ignorantes de lo que muchos suponen. Necesitan recibir instrucción mandato sobre mandato, línea sobre línea, con respecto a lo que deben hacer para ser salvos. Los graduados de cursos superiores y las personas en posiciones elevadas en la vida, oradores elocuentes, hábiles estadistas, hombres en cargos altos y de confianza han entregado los poderes de su ser y de su intelecto a otros asuntos, pero han descuidado las cosas de la máxima importancia para ellos. Ignoran las Escrituras y el poder de Dios. Cuando ven personas tales en su congregación, los oradores se esfuerzan para predicar discursos intelectuales y escogen un tema que tenga tan poco de la sencillez de la verdadera religión bíblica y del servicio cordial a Dios como es posible. No predican a Cristo. No definen el pecado como transgresión de la ley. Rara vez muestran claramente el plan de salvación. Rara vez dicen qué debe hacer una persona para ser salva. Lo que hubiera tocado el corazón de la persona educada y en cargos de responsabilidad hubiera sido mostrarle a Cristo sobre la cruz del Calvario, poniendo la redención a su alcance. Se les debe enseñar como a niños acerca de cómo hacer de Jesús su amigo y de cómo introducirlo en su vida diaria.
Los ministros necesitan tener una manera más clara y sencilla de presentar la verdad tal como es en Jesús. Sus propias mentes necesitan comprender más plenamente el gran plan de salvación. Entonces podrán conducir la mente de sus oyentes de las cosas terrenales a las espirituales y eternas. Hay muchos que desean saber qué deben hacer para ser salvos. Desean una explicación clara y sencilla de los pasos necesarios para la conversión, y no debiera predicarse ningún sermón sin que una parte del discurso se dedique a mostrar a los pecadores el camino a Cristo y la salvación. Debieran señalarles a Cristo, como lo hizo Juan, y con una sencillez conmovedora, con corazones encendidos por el amor de Cristo, decir: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Se debieran hacer llamamientos fervorosos a los pecadores para que se arrepientan y se conviertan. Los que descuidan esta parte de la obra necesitan convertirse antes de aventurarse a dar un discurso. Aquellos cuyos corazones están llenos con el amor de Jesús, con las preciosas verdades de su palabra, podrán extraer de los tesoros de Dios cosas nuevas y cosas viejas. No encontrarán tiempo para relatar anécdotas risibles; no se esforzarán para ser elocuentes, volando tan alto que no puedan llevar consigo a la gente; sino que con un lenguaje sencillo, con ferviente seriedad, presentarán la verdad tal como es en Jesús.
Necesitamos una piedad vital para enseñar a otros. Los que viven la religión de Cristo, llevarán un testimonio viviente por Jesús. De los tales Cristo dice: “Son mis testigos”. Tenemos una verdad sagrada y santificante que presentar al mundo incrédulo y opositor. Tenemos fieles testimonios de advertencias para dar al mundo, y podemos alcanzar a la gente sólo por medio de Dios. Debemos introducir la influencia santificadora de la verdad en nuestras vidas diarias, y Dios nos capacitará para la obra de despertar las durmientes y mortecinas conciencias de los pecadores. No hemos de estar satisfechos hasta que los oyentes sean penetrados por la convicción poderosa del Espíritu de Dios acerca de su culpa y pecaminosidad, y bajo un sentido de su peligro, exclamen: “¿Qué haremos para ser salvos?”
Sobre el autor: Elena G. de White escribió este artículo en Basilea, Suiza, y apareció originalmente en Review and Herald el 22 de febrero de 1887 con el título: “Nuestra sagrada vocación”.