Hace poco, se nos invitó a mi familia y a mí a pasar un día feriado en casa de una familia amiga. Luego del almuerzo, nuestro anfitrión, que todavía no es miembro bautizado de la iglesia, nos contó un poco acerca de su trabajo. Tiene una función de jefatura en una importante institución financiera del país.

Con entusiasmo, hablaba acerca de cómo su sector de actividades es dinamizado por metas, y cómo él y su equipo se mantienen enfocados en los blancos propuestos. Después de expresar la alegría de su desempeño en el alcance de sus objetivos de trabajo, me hizo una pregunta. Percibí que todos me miraban. Existía más que un simple interés en la información que mi respuesta daría; curiosidad sería la mejor descripción. La pregunta fue:

-Ranieri, ¿cuáles son las principales metas que un pastor de tu iglesia necesita alcanzar?

Al principio, me puse feliz por la oportunidad de enaltecer el ministerio pastoral. Hablé acerca de la dinámica de trabajo de un pastor, de nuestro programa de educación continua y de las habilidades de liderazgo y administración que el pastor necesita cultivar. Hablé, además, sobre los desafíos del crecimiento de la iglesia, del avance en la predicación del evangelio y de nuestro papel como formadores de discípulos. Comenté acerca de la organización de los departamentos de la iglesia y de cómo el pastor es una pieza fundamental para el funcionamiento armonioso de los varios ministerios que la iglesia ejerce. Concluí mi exposición resaltando el desafío que tiene cada pastor de ser un predicador consistente. Hablé un poco acerca de los difíciles pasos en la preparación de un sermón, desde la selección del texto bíblico, pasando por las consultas a los comentarios bíblicos, el estudio del significado en los textos originales griegos y hebreos y, finalmente, la presentación del mensaje. Al percibir las miradas de admiración, me sentí orgulloso de ser un pastor adventista.

Pero había algo extraño. A pesar de mi impresionante descripción del ministerio pastoral, yo mismo me sentía insatisfecho. A la noche, acostado en mi cama, comencé a preguntarme: “¿Qué es lo que todo pastor debería tener como meta en su ministerio? ¿Cuál debería ser, en verdad, el blanco u objetivo principal del pastor?”

Pude, entonces, percibir cuán fácil es equivocarnos en nuestros conceptos del ministerio. Cuán fácil es dejarnos envolver por la infinidad de actividades que tenemos, al punto de perder de vista el objetivo final del ministerio pastoral. Con mucha frecuencia, somos tentados a concentrarnos en las herramientas de trabajo como si fueran el fin y no el medio. Lo que quiero decir es lo siguiente: el estudio, la visitación, la administración, el entrenamiento, la predicación, el liderazgo y todas las demás tareas del ministerio son solo el medio, los instrumentos, las herramientas, para alcanzar el que debería ser nuestro verdadero blanco: la madurez espiritual de la iglesia.

Cuando nos centramos en las actividades, y no en el crecimiento espiritual de la iglesia, fácilmente nos sobrecargamos de ocupaciones y compromisos, hasta el punto de descuidar nuestra propia salud espiritual. Pero si, por otro lado, colocamos la vida espiritual de la iglesia como la primera meta de nuestro ministerio, sentiremos una intensa necesidad de vivir una espiritualidad profunda. Tendremos en mente que el llamado al ministerio es, antes que cualquiera otra cosa, un llamado a la santidad, conforme lo expresó Charles H. Spurgeon: “Sea cual fuere el llamado que un hombre pretenda tener, si no fue llamado a la santidad, ciertamente no fue llamado al ministerio”.

Apreciado pastor: no permitas que las preocupaciones del trabajo te hagan perder de vista la esencia de tu ministerio. No permitas que las presiones, internas y externas, ofusquen tu amor por las almas y el deseo ferviente de ver-las preparadas para la venida del Señor.

Sobre el autor: Secretario ministerial asociado de la División Sudamericana.