Es evidente que los notables líderes a los que se refieren las Escrituras poseían, como dones, todas o la mayor parte de las características del amor maduro.

¿Cuán válida es la pretensión de que la declaración: “Dios es amor” no solo constituye la definición más amplia acerca de Dios, sino también, en forma concluyente, identifica la totalidad de la esencia, las funciones y los fines del liderazgo de Dios en toda su creación?

Ligada a esta pregunta está la siguiente: ¿De qué manera todo auténtico liderazgo está directamente relacionado o plenamente fundado en este concepto divino? “A fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la altura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Efe. 3:17-19).

El significado y el contenido de la palabra amor

Un estudio metódico del hebreo del Antiguo Testamento y del griego del Nuevo Testamento, y del uso de los términos de los cuales se ha traducido la palabra amor, nos permite llegar a la conclusión de que tenían muchos significados. En el Antiguo Testamento hebreo, en el cual hay un solo y simple radical, a saber, aheb, amor, no es difícil determinar qué matiz de significado tenía la palabra cuando se la usaba en una determinada referencia o contexto.

Por ejemplo, en las siguientes citas, aparentemente, el uso de la palabra amor en el Antiguo Testamento, en textos que contrastan, tenía dos significados diferentes. Uno positivo: “Y amarás a Jehová tu Dios de todo tu corazón” (Deut. 6:5), y el otro negativo: “¿Hasta cuándo […] amaréis la vanidad y buscaréis la mentira?” (Sal. 4:2).

El matiz de significado de la palabra, en cada caso, está determinado más por el contexto total que por su definición. Amar a Dios con todo el corazón está a años luz de distancia, en lo que a significado se refiere, de amar mentiras; y no obstante, en ambos casos, se usa la misma palabra. De acuerdo con esto, ¿de qué manera se determinaría la diferencia en otro contexto?

En el griego del Nuevo Testamento, donde existen más opciones para la palabra amor: éros, philia y agápe, la tarea de determinar el significado es más sutil que en el hebreo del Antiguo Testamento. No obstante, el mismo principio de determinar el significado de la palabra de acuerdo con el contexto resulta plenamente evidente, y los ejemplos siguientes lo ilustran a plena satisfacción.

“Porque el Padre ama [filéo] al Hijo” (Juan 5:20). “El Padre ama [agapao] al Hijo” (Juan 3:35). “Que amáis [agapao] las primeras sillas en las sinagogas” (Luc. 11:43). “Porque Demas me ha desamparado, amando [agapao] este mundo” (2 Tim. 4:9). “El cual amó [agapao] el premio de la maldad” (2 Ped. 2:15). “No améis [agapao] el mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama [agapao] al mundo, el amor [agapao] del Padre no está en él” (1 Juan 2:15).

El amor en el contexto de Dios es amor

1 Juan 4:8 y 16 no tiene paralelo, por el significado especial que asigna a la palabra amor; un significado que es a la vez exclusivo e inclusivo. El factor inmediato de esta referencia es la infinita Persona de Dios, con su existencia, su omnipotencia, su omnisciencia, su inmanencia, su eternidad, su santidad, su misericordia, su justicia, su fidelidad y su perfección; y todo esto sin límites. “El que no ama, no ha conocido a Dios; porque Dios es amor. […]. Y nosotros hemos conocido y creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Juan 4:8, 16).

El contexto de esta declaración: “Dios es amor” sugiere la idea de que Dios y el amor son diferentes, aunque en realidad no lo son. La mejor explicación de esta paradoja es la Trinidad, que, desde el punto de vista de la diferenciación, consiste en Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu Santo, pero que desde el punto de vista de la unidad son solo uno. Jesús declaró: “Yo y el Padre uno somos” (Juan 10:30).

Ya vimos que, desde el punto de vista de la unidad, no hay diferencia entre ellos. “Dios es amor” significa que no hay la más mínima diferencia entre Dios y el amor, de modo que si vemos y experimentamos a uno, veremos y experimentaremos al otro. “Dios es amor; y el que permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él” (1 Juan 4:16). Pero, desde el punto de vista de la diferenciación, Dios y el amor son tan distintos como lo son las tres Personas de la Trinidad; y, por la misma razón, no son intercambiables, así como las Personas de la Trinidad tampoco lo son.

De acuerdo con esto, no hay evidencias bíblicas que apoyen la opinión de que, puesto que Dios es amor, lo contrario también es cierto; es decir, que el amor es Dios. En la expresión “Dios es amor” comienza y termina esta verdad fundamental, y nada se le puede añadir, ni sustraer ni sobreponer.

El amor en el contexto del Salmo 136

El Salmo 136 es una explicación muy importante de la revelación bíblica de que Dios es amor, y por eso mismo contribuye en gran medida a exponer algunos de los significados ocultos del amor.

Ante todo, y de una manera sumamente significativa, este Salmo separa enfáticamente el carácter del amor de Dios de todas las otras manifestaciones del amor. Su diferencia fundamental -que contrasta con todas las otras- es su perdurabilidad: “Dad gracias al Señor -dice el Salmo- […] porque su amor es eterno” (DHH), mientras que los otros son transitorios. El amor de Dios abarca toda la eternidad; contrariamente, los otros están limitados por el tiempo y el espacio.

El estribillo, aparentemente innecesario, que encontramos en este Salmo, a saber: “Porque para siempre es su misericordia” o, como lo dice la versión Dios habla hoy: “Porque su amor es eterno”, que se repite 26 veces, es más que un recurso literario. Es, más bien, una representación perfectamente exacta de esta verdad acerca de Dios.

¿Qué define la verdad acerca de Dios en el Salmo 136? El hecho de que su amor, que es único, “permanece para siempre”. Esta declaración expresa plenamente quién es Dios y cómo es. Incluye todo lo que piensa y siente, y determina todo lo que hace, cuándo lo hace, para quiénes y con quiénes lo hace, y por qué y cuándo lo hace.

En este marco, los primeros y los últimos versículos del Salmo nos invitan a dar gracias a Dios por las siguientes razones: (1) porque es bueno, (2) porque es el Dios de los dioses, (3) porque es el Señor de los señores y (4) porque es el Dios de los cielos; y todo esto sin más explicación ni razón que la realidad de que “su amor perdura para siempre”.

En conformidad con esto, los versículos 5 al 9 nos hablan acerca de la creación del mundo, incluso del sol y de la luna, como la obra de su amor que es eterno. Los versículos 11 al 14 y 16, y del 21 al 25, cubren un amplio espectro de sus milagrosos actos de intervención en favor de su pueblo. Allí aparece la liberación de la esclavitud de Egipto y la facilitación de la conquista de la Tierra Prometida, como asimismo su provisión de alimento para toda la humanidad. Para todo esto, la única explicación que se ofrece es que su amor dura para siempre. Hasta los juicios lanzados contra los opresores egipcios y la derrota de los enemigos de su pueblo, como Sehón, rey de los amorreos, y Og, rey de Basán, aparecen como actos provenientes de ese amor que es imperecedero.

La conclusión obvia es que el amor de Dios, que dura para siempre, constituye la totalidad de su modus vivendi y su modus operandi. ¿Por qué decimos esto? Porque desde el alfa hasta la omega, desde el principio hasta el fin, DIOS ES AMOR.

El amor en el contexto de 1 Corintios 13

“Si yo hablase lenguas humanas y angélicas, y no tengo amor, vengo a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe […]. Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve” (1 Cor. 13:1, 3).

Primera de Corintios 13 nos manifiesta explícitamente lo que el Salmo 136 dice implícitamente; a saber, que todo lo que no se funda en el amor de Dios es, en última instancia, infructuoso e insignificante. Sin ese amor, hasta una elocuencia celestial es mera cacofonía. Incluso una extraordinaria visión profética, el misterio escondido en el arcano de una gran sabiduría, y hasta el ejercicio de una fe que mueve montañas, todos ellos, en conjunto o separadamente, carecen absolutamente de valor. La entrega de todas las posesiones personales en favor de los pobres y hasta el martirio voluntario no valen de nada sin ese amor que dura para siempre.

Si queremos usar la ilustración de John Donne, el amor de Dios es como un continente, al lado del cual no existen islotes independientes que tengan algún valor. De acuerdo con esto, sin amor, todo carece de relevancia o trascendencia, desde la elocuencia angelical hasta el supremo sacrificio del martirio, tal como los islotes; pero adquirirá todo su valor si forma parte del continente del amor de Dios, de ese amor que dura para siempre.

El amor en el contexto de los mandamientos más grandes, y de Gálatas 5:22 y 23

“Y uno de ellos, intérprete de la ley, preguntó para tentarle, diciendo: Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la ley? Jesús le dijo: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el primero y grande mandamiento. Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas” (Mat. 22:35-40). “Haz esto y vivirás” (Luc. 10:28). “No hay otro mandamiento mayor que éstos” (Mar. 12:31).

Cuando Jesús afirmó que de estos dos mandamientos “depende toda la ley y los profetas”, reconoció que comprenden todas las enseñanzas de las Sagradas Escrituras y, en esencia, todo lo que estas enseñan. En una palabra, los Mandamientos no dicen nada menos que el resto de las Escrituras, y estas no dicen nada más que lo que declaran estos dos Mandamientos. (Recordemos que mediante la expresión “la ley y los profetas”, los judíos se referían a la totalidad de las Sagradas Escrituras.)[1] “Cualquier otro mandamiento en esta sentencia se resume: Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Rom. 13:9).

“Mas el fruto del Espíritu es amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley” (Gál. 5:22, 23). Al usar la interpretación ampliada del mayor Mandamiento del amor, Gálatas 5:22 y 23 se puede resumir en una metáfora que lo encierra todo: el gran fruto del amor, del cual el gozo, la paz, la paciencia y todos los demás son componentes, puesto que su integridad depende totalmente del hecho de que están ineludiblemente relacionados con el amor del que nos habla 1 Corintios 13.

El amor en el contexto de Jesucristo y su cruz

En la Persona de Jesucristo, “Dios es amor” se hizo carne y llegó a ser comprensible para los seres humanos; y en su cruz se convirtió en el símbolo de su expresión más profunda, más amplia, más elevada y mayor. Juan declara: “Y aquel Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del Unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14). “Quien me ha visto, ha visto al Padre” (Juan 14:9), dijo él.

En su vida perfecta y llena del Espíritu, en sus enseñanzas, su predicación, sus obras de sanidad, sus relaciones, su liderazgo, su compasión, y su severidad y oposición contra el error, en su crucifixión, su muerte y su resurrección, Jesús representó plenamente las características y el pleno significado del amor, con todas sus numerosas características. En este Jesús, en quien “habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Col. 2:9), encontramos la perfecta personificación y definición del amor.

A la luz de 1 Corintios 13, ¿qué habría sucedido si la vida, el ministerio y la muerte de Jesucristo no hubieran estado totalmente fundados en el amor de Dios, ni hubieran sido una expresión de ese amor que perdura para siempre? O, ¿qué habría sucedido si solo una jota de su vida, su ministerio y su muerte se hubieran basado en cualquier otra cosa y no en el amor de Dios? ¿Qué habría acontecido?

Un gran mandamiento, una gran comisión y grandes líderes

La esencia de la gran comisión está totalmente resumida en los dos grandes mandamientos -los mandamientos del amor-, tal como aparecen ilustrados en la totalidad de la vida de Jesucristo. Concibe a la caída humanidad respirando el mismo aliento del amor a fin de que lleguemos a ser almas amantes. “El propósito de este mandamiento es el amor nacido de corazón limpio, y de buena conciencia, y de fe no fingida” (1 Tim. 1:5).

“Sed, pues, imitadores de Dios como hijos amados. Y andad en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efe. 5:1). ‘Todas vuestras cosas sean hechas con amor” (1 Cor. 16:14). “Y sobre todas estas cosas vestíos de amor, que es el vínculo perfecto” (Col. 3:14).

“El que no ama a su hermano, permanece en muerte” (1 Juan 3:14). No hay objetivo más elevado en la vida que amar a Dios con todo el ser y a los demás como a uno mismo mientras se experimenta una unidad cada vez más completa con Dios y con el prójimo.

Es sumamente importante que nos demos cuenta de que hay una relación directa entre el más grande de los mandamientos, la gran comisión y los grandes líderes. Porque, si no fuera por la infinita grandeza de los mandamientos del amor y su valor plenamente transcendente, la gran comisión ciertamente no sería grande. Y, ¿dónde se podrían encontrar, aparte de los grandes mandamientos y de la gran comisión, los grandes líderes? Los más grandes mandamientos, la gran comisión y los líderes más grandes, de los cuales Jesús es el modelo incomparable, están íntima e inseparablemente unidos.

Los grandes líderes: una receta

En el marco del patrón divino, los grandes líderes están de tal manera arraigados y fundados en un amor semejante al de Dios, que este llega a ser el impulso dominante de su conducta, sus vidas y su liderazgo. Son un reflejo del Salmo 136 en el sentido de que, como Dios, todo lo que son y todo lo que hacen se funda en el eterno y perdurable amor de Dios.

“Para que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor, seáis plenamente capaces de comprender con todos los santos cuál sea la anchura, la longitud, la profundidad y la atura, y de conocer el amor de Cristo, que excede a todo conocimiento, para que seáis llenos de toda la plenitud de Dios” (Efe. 3:17-19). Estas son las características esenciales de un liderazgo efectivamente cristiano.

Cuando los grandes líderes están arraigados y cimentados en el amor -lo que equivale a decir que están arraigados y cimentados en Dios-, se convierten en canales únicos y excepcionales por medio de los cuales fluye sin restricciones la sabiduría, el conocimiento y el poder de Dios; y los propósitos divinos se cumplen sin la menor dilación.

Los ejemplos que encontramos tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo Testamento, incluyen a Abraham, Moisés, Josué, Juan el Bautista, y los apóstoles Pedro y Pablo. Este último dijo, refiriéndose a todos: “Porque el amor de Cristo nos constriñe (impulsa)” (2 Cor. 5:14).

Además, con los grandes líderes espirituales no solamente es seguro el hecho de que estén arraigados y cimentados en amor, sino también sus muchas ramas tienden a ser maduras. Mientras más de ellas haya, y mientras más maduras sean, más eficientes serán los líderes. Algunas de estas ramas del amor -o características-, incluyen la paz, el gozo, la fidelidad, la humildad, la bondad, el dominio propio, la gentileza y la paciencia.

Es evidente que los grandes líderes mencionados en las Escrituras estaban dotados de muchas, o de todas, las características del amor maduro, pero algunos se distinguieron especialmente por una o más de ellas. Job es notable por su resistencia al sufrimiento y su notable paciencia, David por su humilde contrición, y Pablo por su extraordinario dominio propio y su total sumisión a la voluntad de Dios.

Los grandes líderes desarrollan otros dones que están relacionados con los que hemos mencionado o los complementan. Estos dones abarcan una amplia gama de habilidades que tienen que ver con el conocimiento, los afectos, la conducta y la tecnología. Todos ellos acrecientan en gran manera la eficiencia y la eficacia del líder. Pero estas y todas las demás deben estar arraigadas en el eterno amor de Dios para que finalmente sean eficaces y valiosas.

El liderazgo arraigado en el tiempo del fin

El liderazgo arraigado está plenamente enraizado en el arte y la ciencia del amor divino. En ese caso, es una réplica del liderazgo ejemplificado en la vida de Jesucristo.

En el siglo I, en la iglesia cristiana de Éfeso, el liderazgo arraigado provisto por los apóstoles, con sus revolucionarios resultados, se reemplazó imperceptiblemente por un énfasis desmesurado en la doctrina. Los resultados inevitables fueron la pérdida de su arraigo y su primer amor, y el riesgo de que se retirara su candelero, a menos que se arrepintieran y volvieran al amor original.

En la última iglesia, Laodicea, “el fervor del primer amor se ha deslizado hacia un egotismo egoísta”[2] ¿Cuál es nuestra única respuesta? “[… La fe y el amor […] nos capacitarán para encontrar el camino hacia los corazones de los que no lo conocen, que son fríos y están alejados de él, como consecuencia de la incredulidad y el pecado”?[3]

Por lo tanto, para que la iglesia remanente de la época laodicense cumpla la profecía de Apocalipsis 14:6 al 12, y a la vez llene la tierra con la gloria de Dios, de acuerdo con Apocalipsis 18:1, no tiene otra opción sino disponer de un liderazgo cimentado en el amor. Esto es necesario para que resista los embates del tiempo del fin. “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Juan 13:35).

Y, para que el tiempo del fin le ceda su lugar al fin del tiempo, con su promesa de gozo inefable y de bendición eterna, solo un liderazgo arraigado lo logrará. Por lo tanto, esta es la forma de liderazgo que nuestra iglesia y el mundo deben procurar con diligencia y fidelidad.

Y, cuando el liderazgo de la iglesia que está arraigado en el amor de Dios haya alcanzado sus ineludibles metas, no hay palabras más adecuadas que estas para describir la trascendente utopía en que se transfigurará este mundo, actualmente tan lleno de odio: “Todo el universo está purificado. La misma pulsación de armonía y de gozo late en toda la creación […]. Desde el átomo más imperceptible hasta el mundo más vasto, todas las cosas animadas e inanimadas declaran, en su belleza sin mácula y en júbilo perfecto, que Dios es amor”.[4]

Sobre el autor: Doctor en Ministerio. Es secretario asociado de la Asociación Ministerial de la Asociación General.


Referencias

[1] Francis D. Nichol, ed., Comentario bíblico adventista (Buenos Aires: ACES, 1995), t. 5, p. 472.

[2] Elena G. de White, Manuscrito 61, 1898.

[3] Bible Echo (15 de enero de 1892).

[4] El conflicto de los siglos (Buenos Aires: ACES, 1993), p. 737.