Las marcas que identifican a un ministro del evangelio
La ceremonia de la imposición demanos, mediante la cual se consagra a un pastor para el ministerio evangélico, tiene dos objetivos principales. Primero, es un reconocimiento por parte de la iglesia de que Dios lo escogió y lo capacitó para ser su siervo, pastor de su rebaño; en segundo lugar, es una transferencia de autoridad para que pueda llevar a cabo algunas actividades que antes no estaba habilitado para realizar.
La Palabra de Dios contiene orientaciones específicas e importantes para los pastores, que pasaremos a considerar a continuación. El Nuevo Testamento usa diferentes palabras para referirse al pastor y a su obra. En Hechos 20:17-28 leemos que el apóstol Pablo tuvo un encuentro con un grupo de presbíteros, y en esa oportunidad pronunció las palabras que aparecen en el versículo 28: “Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre” Vemos que a los presbíteros, aquí, se los llama obispos, y que su deber era pastorear, es decir, llevar a cabo las responsabilidades de un pastor. Por lo tanto, se puede considerar que las palabras obispo, presbítero y pastor se refieren a la misma función eclesiástica.
Al escribir a Timoteo, Pablo dijo: “Palabra fiel: Si alguno anhela obispado, buena obra desea” (1 Tim. 3:1). Desde la óptica del Cielo, la obra pastoral es excelente. La Sra. Elena de White escribió que “la más elevada de todas las ocupaciones es el ministerio en sus varias modalidades” Podemos incluir, entre ellas, el colportaje, la capellanía, la tarea de los preceptores, la enseñanza de Biblia en una escuela y algunas más. Y añade: “Y siempre debe recordarse a la juventud que no hay obra más bendecida por Dios que la del ministerio evangélico”.[1]
Al describir su propia experiencia, Pablo nos da muchas informaciones útiles para la comprensión de la obra ministerial. Cierta vez, escribió: “Doy gracias al que me fortaleció, a Cristo Jesús nuestro Señor, porque me tuvo por fiel, poniéndome en el ministerio” (1 Tim. 1:12). Como Pablo, “ninguno [… ] es pastor por sí mismo o por decisión del rebaño: lo es por la gracia, por la vocación y la orden del Señor del rebaño […] el ministerio pastoral proviene del Señor, y los pastores son responsables ante él por el rebaño que se les encomendó”.[2]
Características especiales
Examinemos dos textos bíblicos, uno de Pablo y otro de Pedro, que nos presentan las características que se deben manifestar en la vida y en el ministerio de un pastor. El primero es el siguiente: “Porque es necesario que el obispo sea irreprensible, como administrador de Dios; no soberbio, ni iracundo, no dado al vino, no pendenciero, no codicioso de ganancias deshonestas, sino hospedador, amante de lo bueno, sobrio, justo, santo, dueño de sí mismo, retenedor de la palabra fiel tal como ha sido enseñada, para que también pueda exhortar con sana enseñanza y convencer a los que contradicen” (Tito 1:7-9).
El segundo texto dice: “Ruego a los ancianos que están entre vosotros, yo anciano también con ellos, y testigo de los padecimientos de Cristo, que soy también participante de la gloria que ha de ser manifestada: apacentad la grey de Dios que está entre vosotros, cuidando de ella, no por fuerza, sino voluntariamente; no por ganancia deshonesta, sino con ánimo pronto; no como teniendo señorío sobre los que están a vuestro cuidado, sino siendo ejemplos de la grey. Y cuando aparezca el Príncipe de los pastores, vosotros recibiréis la corona incorruptible de gloria” (1 Ped. 5:1-4).
Queremos destacar en estos dos textos las cinco características descollantes de un pastor. No son las únicas, pero están entre las que enfatizaron los apóstoles, bajo la inspiración de Dios, como revestidas de importancia para el progreso de la iglesia.
Una vida piadosa. La vida del pastor debe ser consagrada, irreprensible y ejemplar. Al comentar la falta de esas características en determinado predicador, John Wesley decía que él “predicaba tan bien cuando estaba en el púlpito, que era una pena que no estuviera siempre allí; pero cuando estaba fuera del púlpito vivía una vida tan funesta, que era una vergüenza que subiera al púlpito”.[3]
Nunca debería decirse algo así de un pastor, porque su vida está enteramente dedicada a Dios, sin reserva ninguna. Ama con todas sus fuerzas al que lo amó primero, y por eso le ofrece al Señor todo lo que es y todo lo que tiene, y desea ser suyo para siempre. Aceptó a Cristo como su Señor, además de su Salvador. Debido a su conocimiento cada vez más profundo de las Sagradas Escrituras y a su comunión con Dios, ha entregado al Señor los diversos aspectos de su vida: las relaciones familiares, el trabajo, la recreación, la vida sexual, la alimentación, los bienes materiales y todo lo demás. Por la gracia de Dios, ha renunciado a los pecados y ha vencido todas las flaquezas. Ha abandonado todo lo que le impediría mantener una relación adecuada, profunda y duradera con Cristo, ya sea un objeto, una actividad, una relación, un mal hábito, un vicio, un pecado. Un pastor es una persona consagrada al Señor.
Su vida actual debe ser de tal naturaleza que nadie pueda señalarle con razón algún pecado que lo pueda descalificar; debe ser irreprensible. La idea de que sólo Cristo es el modelo de la iglesia, que esgrime a menudo como disculpa quien no tiene una vida piadosa, carece de valor. Si bien es cierto que él es el único ejemplo verdaderamente perfecto, la Palabra de Dios afirma que el pastor debe ser un modelo y un ejemplo para su rebaño.
Dominio propio. En otras palabras, no debe ser ni arrogante ni tener mal genio. No debe ser agresivo ni violento. Debe controlarse incluso en las circunstancias más difíciles, para enfrentarlas con confianza y tranquilidad. Ese comportamiento ejercerá una influencia positiva sobre sus dirigidos, mantendrá un clima de seguridad, y le garantizará el respeto y la confianza de su iglesia.
No debe ser autoritario. A lo largo de la historia de la iglesia, siempre aparecieron los que trataban de controlar y dominar todo según su parecer. La iglesia sigue siendo propiedad del Señor y sólo a él le corresponde su dominio. El pastor humano es siervo del Pastor supremo. Por eso, su liderazgo no debe basarse en el dominio sino en el servicio. No es su voluntad la que debe prevalecer, sino la de Cristo.
Su autoridad y su poder no existen para que manipule, use, controle y hasta explote a la gente. Su liderazgo no tiene nada que ver con el del mundo, porque no está por encima de las personas a las que dirige, sino que está entre ellas. Es un liderazgo conseguido, no impuesto. Se lo debe reconocer no por su capacidad de dar órdenes, sino por su habilidad y su disposición a servir a sus hermanos. En esa clase de liderazgo hay lugar para la humildad; y, más aún: es necesaria.
Eso se puede ilustrar con una escena de la vida real que presenció un grupo de turistas. Viajaban por el Medio Oriente, y el guía que habían contratado les avisó que verían muchos rebaños de ovejas, y que los pastores jamás las tocaban, pues iban al frente de ellas, guiándolas. Pero, para su asombro, el pastor del primer rebaño que vieron las golpeaba con su vara, les tiraba piedras y les gritaba. Después se enteraron de que se trataba de un grupo de ovejas recientemente adquiridas por el carnicero, que las estaba llevando hacia el matadero. El que las arreaba de esa forma no era el pastor, sino el carnicero.[4]
En la parábola de la oveja perdida, el pastor no se dio cuenta cuando ella dejó de seguirlo. Al final del día, cuando volvió al aprisco, recién descubrió que no estaba. Eso nos recuerda que el pastor va al frente, mira hacia adelante, y que las ovejas lo deben seguir. Lo hacen porque lo conocen y confían en que las guiará, protegerá y alimentará bien. El buen pastor no las obliga: las conduce.
Buena voluntad y dedicación. Se dice que, en cuanto al grado de motivación, existen tres clases de personas: las que no están motivadas: no actúan, no hacen nada; las que están motivadas extrínsecamente: sólo actúan cuando algo externo las obliga a hacerlo; en ese caso, lo hacen por obligación y sin ganas. Y existen las personas motivadas intrínsecamente: se motivan a sí mismas, y lo hacen con gusto y porque lo quieren hacer, independientemente de todo factor externo.
El pastor debe ser alguien que se motiva a sí mismo, que actúa con determinación, dedicación y buena voluntad. No necesita ningún tipo de coacción ni de obligación para cumplir bien su trabajo. Las grandes fuerzas motivadoras de su vida deben ser la fe, la esperanza y el amor.[5] En consonancia con el apóstol Pablo, puede decir: “El amor de Cristo nos constriñe” (2 Cor. 5:14).
Apego a la Palabra de Dios. Los principios bíblicos son el fundamento sobre el cual el pastor edifica su carácter. Sus pensamientos, afectos, decisiones y conducta deben estar en armonía con las Escrituras. Además, su mensaje debe emanar de lo que Dios les reveló a sus siervos y está registrado en la Biblia. La instrucción apostólica es: “Que prediques la Palabra” (1 Tim. 4:2).
¿Semilla o arena?
¿Por qué es tan importante que nuestro mensaje sea siempre bíblico? Podemos encontrar la respuesta en las enseñanzas de Jesús. Varias de sus parábolas se refirieron a semillas. Al explicar la parábola del sembrador, afirmó que “la simiente es la Palabra de Dios” (Luc. 8:11). De esa figura se pueden extraer muchas ilustraciones, pero nos vamos a detener en una. Las semillas varían de tamaño según su especie. Algunas son tan pequeñas como un grano de arena. Si alguna de ellas cae al suelo, no podremos notar su diferencia con un grano de arena. Si sembramos un grano de arena, no pasará nada. Pero, si sembramos una semilla, algo pasa: puede germinar, brotar, crecer, florecer y fructificar. ¿Por qué? Porque la semilla intrínsecamente tiene un poder, un principio vital dado por Dios, mientras que el grano de arena es algo inanimado, sin vida.
Eso ocurre cuando el pastor se prepara. Si el fundamento del sermón son las noticias que aparecen en los medios o los postulados de la filosofía, la psicología o la ciencia, puede haber instrucción, el discurso puede ser interesante y hasta agradable, pero no pasará nada en la vida espiritual de los oyentes. Pero cuando el predicador abre la Palabra de Dios, y la lee y la explica delante de la congregación, algo sucede: los corazones son tocados, se toman decisiones, habrá vidas transformadas, porque cuando está presente la gracia, el Espíritu Santo acompañará el estudio sincero de su Palabra y la usará como instrumento de salvación. Hay un poder especial: hay vida en la Palabra de Dios.
Quien sube al púlpito, puede emplear informaciones de las más variadas fuentes, incluso las que mencionamos más arriba, pero deben ser sólo ilustraciones del mensaje. El meollo de la predicación debe ser la verdad bíblica. El pastor no debe sembrar arena. Ésa no es su misión; no sirve, aunque su arena sea resplandeciente, aunque sean trozos de oro y diamantes. Aun así no tendrán vida; serán sólo arena. Lo que debe hacer el pastor es sembrar la Palabra de Dios y aguardar los resultados, confiando en la promesa que hizo el Señor: “Porque como desciende de los cielos la lluvia y la nieve, y no vuelve allá, sino que riega la tierra, y la hace germinar y producir, y da semilla al que siembra, y pan al que come, así será mi palabra que sale de mi boca; no volverá a mí vacía, sino que hará lo que yo quiero, y será prosperada en aquello para que la envié” (Isa. 55:10, 11).
Por lo tanto, el pastor no debe dominar a nadie hiera de sí mismo. Es necesario que su vida sea irreprensible, piadosa y ejemplar. Su obra debe ser espontánea y llena de buena voluntad, mientras se mantiene apegado a la Palabra de Dios. Si esos rasgos distintivos son los suyos, Jesucristo, el Pastor supremo, lo guiará y bendecirá su ministerio. Finalmente, le concederá la corona de gloria.
Referencias:
[1] Elena G. de White, Obreros evangélicos (Buenos Aires: ACES, 1971), p. 64.
[2] J. J. von Allmen, “Pastor”, Vocabulario bíblico (Sáo Paulo, SP: ASTE, 2001), pp 430, 431.
[3] D. E. Mansell y V W. Mansell, Constante como el amanecer, Meditaciones matinales (Buenos Aires: ACES, 1993), p 179.
[4] Morris L Venden, Fe en acción, Meditaciones matinales (Buenos Aires: ACES, 1981), p 279
[5] Elena G. de White, La educación (Buenos Aires: ACES, 1978), p. 192.