Lo que hizo Dios por un pastor que le entregó su corazón orgulloso y lleno de suficiencia propia.
Era una tarde de viernes, helada y cubierta de nieve, hace ocho años, cuando llegamos a Baltimore. La ciudad entera había sufrido la nevada más intensa de aquellos años. Y mi esposa Brenda, mis hijos y yo nos preguntábamos si las calles estarían limpias de nieve al día siguiente, para poder llegar a tiempo a la iglesia donde se me presentaría como el nuevo pastor. Teníamos curiosidad y estábamos aprensivos al mismo tiempo; sentimientos normales para una familia de pastor en esas circunstancias.
Aproximadamente un mes antes habíamos aceptado el llamado para pastorear la iglesia Mirarte Temple. Después de pasar seis años en la anterior, ya era tiempo de que hubiera un cambio. Experimentamos la agradable sensación de haber cumplido nuestra misión, pero también sentíamos que algo no estaba del todo bien. Hasta ese momento nunca habíamos oído mencionar esa iglesia. El presidente de la Asociación nos dijo que tenía “un gran potencial”.
Después, nos enteramos de que era más pequeña que la que había pastoreado antes, pero di mi palabra con la idea de que dentro de pocos años me cambiarían a otra más grande.
La increíble realidad
El sábado de mañana nos dirigimos al barrio donde se encontraba la iglesia, siguiendo las indicaciones que nos había dado el primer anciano la noche anterior. Decir que me sentí defraudado por lo que vi es poco. Baltimore tiene una arquitectura bien planificada, pero la zona de la iglesia parecía que no le había prestado la menor atención a la arquitectura moderna. Las viviendas parecían sólidas, pero estaban abandonadas. Había muchas casas de madera; otras parecía que eran de tela o de cartón.
Estacionamos el auto junto a un banco de nieve y, mientras nos dirigíamos al templo, vimos que dos o tres diáconos limpiaban la calle para facilitar el acceso del público. El edificio era de ladrillos rojizos, de dos pisos, y estaba ubicado en una esquina. Una placa anunciaba el año de su construcción: 1866; un año después del cese de la guerra civil de los Estados Unidos. Había sido comprado a otra denominación veinte años antes.
Varios hermanos nos saludaron calurosamente, pero pasó un rato hasta que los diáconos se dieran cuenta de que yo era el nuevo pastor de su iglesia. Mientras tanto, yo estaba sumergido en mis primeras impresiones acerca del lugar. El edificio era muy viejo. Era evidente que se habían hecho esfuerzos para mejorar las cosas, pero aun así todo seguía oscuro y estaba sucio. El vestíbulo de los baños estaba forrado con una especie de alfombra roja bastante gastada, y había muy poca iluminación. El pequeño santuario se hallaba en el segundo piso; en el primero estaban las aulas de los departamentos. Había dos aulas más en el fondo, junto a la cocina.
Los diáconos me mostraron las dependencias con cierta satisfacción, mientras yo me deprimía cada vez más. Brenda llevó a los chicos a la Escuela Sabática, mientras yo buscaba al presidente de la Asociación, que me debía presentar a la congregación. Deseé que me informara que se habían equivocado; que mi iglesia era otra. Pero, por causa de la nieve llegó tarde, y yo me tuve que presentar a mí mismo.
¿Qué diría usted en esa situación? “Ustedes tienen el privilegio de recibirme como pastor. Mi esposa me considera un pastor talentoso. He venido para ser pastor aquí, pero me gustaría huir en este mismo momento”. No dije eso, por cierto, pero como consecuencia de mi estado mental, o de mi ego herido más bien, eso era exactamente lo que hubiera querido decir.
Orgullo herido
No siempre la gente se da cuenta de su ego o de su orgullo. En la obra pastoral, esa dificultad puede ser mayor debido al manto de “espiritualidad” en que envolvemos todo lo que hacemos y decimos. Eso es especialmente cierto cuando de números y tamaños se trata. Por más que parezca incómodo reconocerlo, el éxito pastoral se suele medir de la siguiente manera: ¿Cuántos miembros tiene su iglesia? ¿Cuántas almas bautizó? ¿Cuál es el porcentaje de su crecimiento financiero? Aunque haya excepciones, muchos pastores reconocerán, en sus momentos más vulnerables, que su estima propia está relacionada con esos asuntos.
Los psicólogos se refieren a los ejecutivos, y dicen que tienen “ansiedad extra” La idea es que cada año debe ser mejor que el anterior. Y, cuando eso no sucede, el orgullo ministerial puede quedar seriamente herido.
Mi “orgullo pastoral” no sólo quedó lesionado durante mi primer día en el Mirarte Temple: en realidad fue atropellado. Todo lo que me rodeaba me daba la clara sensación de que estaba viviendo una situación sin perspectiva de futuro, en la peor parte de la ciudad, con una congregación pequeña en un templo cuyos mejores días estaban en el pasado. Para completar el cuadro, yo estaba enojado con Dios, con el presidente de la Asociación y con cualquier otra persona responsable de que yo estuviera allí.
Por fin, terminó el largo día de predicación y reuniones con la iglesia, durante cuyo transcurso intenté disimular mi desilusión. Volvimos al hotel, el lugar donde habíamos comenzado el día con tantas esperanzas y expectativas. Después de que Brenda acostó a los chicos, nos sentamos completamente aturdidos con todo aquello. Ella intentó hacer lo que siempre hacía en estos casos: ponerle un “revestimiento de plata” al asunto, pero esta vez le resultó difícil hacerlo. Entonces nos arrodillamos. Ella oró; yo lloré.
Dios y yo
A la mañana siguiente, yo necesitaba recuperar el equilibrio anímico y espiritual que había perdido como consecuencia de las sorpresas del día anterior. Hablé por teléfono con algunos amigos, en busca de perspectiva y ánimo, esperanza. Todos se esforzaron en resaltar el lado positivo de lo que les describía.
Me pasó a invadir cada vez más el sentimiento de que Dios quena hacer algo conmigo, y que ciertamente estaba obrando en mí por medio del sufrimiento. Lo que no comprendía en ese momento era que yo estaba enfrascado en una lucha “cuerpo a cuerpo” con él, que no tenía nada que ver directamente con mi desilusión por la nueva iglesia. Él estaba empeñado en asumir el control de mi vida y mi ministerio, para bien de ambos; y el Mirarte Temple era sólo un instrumento en sus manos. El Señor estaba obrando para lograr el total desmantelamiento de mi orgullo, mi egoísmo y mi confianza propia. Lo había intentado antes, pero yo siempre volvía a las andadas. Era imprescindible que eso no sucediera más.
Dios me quería usar tanto, que me estaba obligando a descender de mi pedestal para llevarme a un futuro que yo en ese momento ni siquiera podía imaginar. Todos los grandes dirigentes de la Biblia transitaron caminos dolorosos antes de que el Señor los pudiera usar; todos tuvieron que pasar por un proceso de vaciamiento interior. Después, contaron con el favor divino de una manera que habría sido imposible si no hubiera habido sufrimiento y posterior entrega. Eso le sucedió a Moisés, a David, a Pedro, a Pablo y a muchos otros, siempre en el lugar escogido por Dios. En mi caso, se trataba del Mirarte Temple.
La rendición
Tres semanas después, yo estaba en la sala pastoral de la iglesia. Sobre el escritorio había excrementos de ratas, las paredes estaban descascaradas y la habitación estaba helada. Al mirar por la ventana, observé que la suciedad y la tierra estaban reclamando su respectivo espacio después de la nevada. Había basura por todas partes. Me sentí como los colaboradores de Nehemías ante la aparentemente poco honrosa tarea de reconstruir los muros de Jerusalén: vieron las ruinas y se desanimaron.
Yo seguía desanimado por lo que había visto durante esas tres semanas, mientras trataba de descubrir dónde estaría el potencial de la iglesia. Los hermanos parecían bastante simpáticos y amigables, pero yo no estaba seguro acerca de si podría contar con ellos o no. Sabía que tendría que quedar allí por lo menos dos o tres años. Por eso, intenté consolarme con la idea de que podría hacer lo suficiente para mantener la iglesia hasta que me trasladaran a una congregación más “importante”.
Esa actitud era contraria a todo lo que yo creía acerca del ministerio y de lo que debía hacer; y Dios seguramente no me iba a dejar mucho tiempo en esa situación. En ese momento, estaba entrando en un lugar con el Señor donde nunca había estado antes. Oí que le hablaba a mi alma en forma tan real, que casi me asusté. Lo oí referirse al egoísmo de mi actitud, de mi ansia de estar siempre en la cima, de mi orgullo y de mi proverbial independencia respecto de él.
En ese breve momento, vi tinieblas en mi corazón, y no me gustó para nada lo que Dios me estaba mostrando. En ese estado espiritual y mental, tuve una vislumbre del hecho de que el Altísimo tomaría mi vida y que me llevaría por caminos inimaginables. Elevé una sencilla oración: “¡Señor, dame una visión acerca del Mirarte Temple, e invertiré en él todo lo que tengo!” Repentinamente se apoderó de mí una dulce paz. Tuve la seguridad de que lo que estaba sucediendo estaba de acuerdo con la voluntad de Dios y de que todo terminaría bien.
Ocho años después
Estos últimos ocho años han sido totalmente un torbellino. Dios me enseñó duramente, nutriéndome en la dependencia de él y convenciéndome del valor de buscar su rostro temprano por la mañana. La oración se volvió imprescindible para mí. Deseo profundamente estar cada vez más tiempo con Dios, y sé que él desea estar conmigo. ¡Finalmente estamos en la misma vereda! A veces, lucho todavía con la contaminación de mi corazón, pero me mantengo atento a confesar mi orgullo cada vez que surge en mi espíritu.
Le suplico al Señor que lleve a cabo su obra de vaciamiento en mi vida, y que me derribe cuando sea necesario para levantarme a su manera. Luché con Dios ¡y felizmente “fui derrotado”! Tal como Jacob y Pablo lo descubrieron, cuando luchamos con Dios y “somos derrotados”, entonces nos volvemos verdaderamente vencedores. Pablo dijo: “Cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Cor. 12:10).
Mi ministerio en el Mirarte Temple superó todas las expectativas iniciales. La iglesia creció rápidamente. Después de ocho años, nos mudamos a una nueva ubicación. Por la gracia de Dios, la iglesia ha cumplido plenamente su función salvadora, interna y externamente. Dios nos ha conducido por caminos verdaderamente bellos.
Sé que estoy donde Dios quiere que esté. Me ha enseñado, por medio de su Palabra, que para crecer en su favor deben ocurrir tres cosas: 1) No tener pecados acariciados en la vida; 2) caminar en obediencia a su Palabra; y 3) andar humildemente delante de él.
Sobre el autor: Pastor en Baltimore, Estados Unidos.