La experiencia de un pastor que se alejó de la Biblia.
Cuando era niño, yo era un firme creyente en el cuento de las comadres de que si te pones un guijarro blanco debajo de la lengua mientras corres una carrera de larga distancia, aumentará considerablemente tu capacidad y tu fuerza. A medida que el guijarro se humedece y se calienta, según la leyenda, te quita el dolor del costado y te da un segundo impulso.
Ahora, como ministro del evangelio en el pináculo de mi carrera, y con la fama de ser un buen predicador, estaba buscando desesperadamente un guijarro como ese. ¿Cómo podría seguir adelante? Se me habían acabado los temas de predicación; me parecía que ya no era capaz de preparar un solo sermón más. En efecto, de la noche a la mañana me había convertido en un predicador mudo.
El síntoma más preocupante de este problema era mi indiferencia radical y profunda hacia las Escrituras. Habían pasado meses durante los cuales ni siquiera había tocado la Biblia. No entendía este extraño fenómeno que me estaba afectando, fuera de captar el hecho de que, como los discípulos, yo estaba poseído por el estupor del Getsemaní: incapaz de velar con Jesús ni siquiera una hora.
Estaba ignorando a Alguien precioso para mí, y era incapaz de abrir los ojos. ¿Cómo podía seguir predicando en esas condiciones? ¿Cómo podía imprimirle una dirección espiritual a mi congregación? ¿Cómo podría volver a tener vida?
Ya vas a estar bien, Jon
“Ya vas a estar bien, Jon -me decía enfáticamente mi esposa-. Lo que pasa es que conoces tan bien la Biblia, que ya te aburre leerla a cada rato. Ya vas a recuperar tu interés” Mi primera reacción a su comentario fue mover la coma un punto a la izquierda, con el fin de poder evaluar la situación con más realismo, porque había llegado a entender la enorme capacidad que tenía ella de ver cosas positivas aun en las más negativas.
Al pensarlo de nuevo, sin embargo, me di cuenta de que en cierto modo mi esposa tenía razón. Yo estaba muy familiarizado con las Escrituras: sabía cuál era el tema de cada libro de la Biblia, incluso de los profetas menores. Los cuatro evangelios no eran para mí una gran mezcolanza que fluía confusa como un relato indistinguible. Sabía de qué manera los autores de los evangelios se habían referido a la misma historia abordándola desde distintos puntos de vista; podría avanzar por todo el Nuevo Testamento repitiendo de memoria capítulo tras capítulo.
Conocía las historias de la Biblia aunque estuvieran revueltas y cocidas, y me resultaban muy fáciles. Podía explicar los argumentos de Pablo uno tras otro, desde el primer “puesto que” hasta el último “por lo tanto”; y pocos años antes había leído todo el Nuevo Testamento en griego, con relativa facilidad y sin ayuda de nadie. Aunque debo admitir que me empantané con el hebreo y renuncié a su lectura.
Mi señora tenía razón: yo conocía la Biblia, y me estaba aburriendo; pero no porque la supiera. La familiaridad sola no engendra menosprecio. Otros factores se estaban manifestando.
Algo más sutil que el simple conocimiento de las Escrituras estaba ocasionando este problema. Esto era más que comer papas fritas frente al televisor para ver por enésima vez el mismo programa, y para aburrirse hasta el cansancio.
La mejor manera de describir esta situación es decir que yo había asumido una actitud de dominio sobre las Escrituras.
Es un hecho bien establecido que tendemos a controlar lo que hemos aprendido mentalmente. Mi cerebro había hecho el trabajo duro y había obtenido la victoria; había alcanzado el dominio. Estaba a cargo de los materiales. El conocedor había llegado a ser más poderoso que lo conocido.
A menudo me veía juzgando a la Palabra, y muy pocas veces juzgándome a mí mismo. Ese control intelectual evitaba que la Biblia conmoviera mi corazón; me parece que fue como alimentarse entre horas con el fruto del conocimiento del bien y del mal. Yo no le estaba permitiendo a la Escritura que me evaluara, ni que me transformara ni me fortaleciera, y como resultado de eso, mi alma estaba muriendo. Peor aún: no sabía cómo resolver el problema.
Me sentía ansioso con la Biblia
Créalo o no, seguía orando, y a menudo. Pero mis oraciones rápidamente se convirtieron en desesperadas y solitarias. “¡Señor, ayúdame!”, oraba en mis noches de insomnio; pero la ayuda no llegaba.
Es mi costumbre tratar de salir de mí mismo e ir en oración a la seguridad de la presencia de Dios. La oración, entre otras cosas, es para mí una forma de autoanálisis; una especie de terapia. He encontrado verdadera salud sobre mis rodillas. En medio de una de mis sesiones de oración, algo que debería haber sido muy obvio para mí surgió a la superficie, a saber, ¡me sentía ansioso con las Escrituras!
Me di cuenta, para mi total desazón, que por años una actitud de aversión hacia la Biblia se había estado desarrollando dentro de mí. Es posible que Jesús hubiera abordado directamente el asunto, para decirme: “Jon, las malezas han envuelto tu alma, te están asfixiando y te quieren matar”. Esta idea hizo sonar un timbre de alerta dentro de mí, y una luz nueva me iluminó.
Años de controversias acerca de temas bíblicos habían cobrado su tributo. Me di cuenta de que estaba enfermo, y cansado de predicar sobre la gracia; que siempre tenía a mi lado al hombre de Neanderthal, que me decía que lo que en realidad estaba haciendo era darle a la gente licencia para pecar. Estaba enfermo de ver que cada sermón acerca de la justificación parecía un ataque a la Ley. Estaba enfermo y cansado de esos evangélicos estrechos de mente, que creían que yo estaba rematando el evangelio cada vez que predicaba acerca de la santificación. En mi experiencia, las Escrituras se habían convertido en un nido de avispas.
¿Qué podía hacer?
Además de la presión de “allá afuera”, había una tremenda presión “aquí adentro”.
Yo había sobreestimado gravemente mi capacidad para manejar la ambigüedad de pensamiento; un erudito tiene la capacidad de mantenerse en tensión intelectual. Yo sabía que la señal de una mente madura consiste en mantener “en suspenso” un asunto; pero el suspenso, a mí, me estaba matando.
Los temas que tenían que ver con la expiación, la creación, los milagros, la naturaleza de la realidad y la ira de Dios, por mencionar solo algunos, eran para mí un enorme racimo de temas inconclusos, y me pusieron en contra de la Biblia sin que siquiera me diera cuenta de ello.
El niño que tiene entre sus manos un conejo blanco y siente de repente un tremendo ruido que instintivamente lo asusta, se atemoriza del conejo y de todo lo que es blanco y suave. Del mismo modo, sin ninguna decisión consciente de mi parte yo estaba tratando con ansiedad a la Biblia, la predicación y todo el tema del cristianismo. ¿Qué podía hacer al respecto?
La gracia me sigue asombrando. Creo que Dios comprendió el “apagón” bíblico y de predicación que se había producido en mi vida, y acudió en mi ayuda. Lo hizo promoviendo un especial encuentro con respecto a la Biblia.
Yo estaba en la sala de mi casa tomando el desayuno y tratando de decidirme acerca de algo. Tenía tres libros delante de mí: eran un magnífico libro de arte, otro muy interesante acerca de mitología y la Biblia. ¿Qué libro debía leer? ¿El de arte o el de mitología griega?
Tomé el voluminoso libro de arte, pero tuve que retirar la Biblia primero para llegar hasta él. Cuando la tomé, mis manos la abrieron instintivamente. Se abrió en el libro de Lucas; el lugar en que por años mi Biblia se abría sola. Con esto quiero decir que un Biblia usada es como un viejo guante de béisbol: se abre solo. En el caso del guante, se abre para acomodarse a la mano del dueño; en el de la Biblia, lo hace para acomodarse al corazón del usuario a lo largo del tiempo; por lo tanto, Lucas era el lugar donde con toda seguridad se iba a abrir mi Biblia. Comencé a leerlo desde el principio.
Primero, apareció el prólogo destinado a Teófilo. Sí, sí, ya he estado allí; ya leí eso. Después, por supuesto, el extenso relato del Nacimiento, comenzando con el de Juan el Bautista que sigue al prólogo. Nada nuevo, tampoco.
Comencé a recorrer rápidamente la historia de Zacarías en el Templo, pero, en mi apuro, llegué derecho a la trampa divina para los que sufren un “apagón” bíblico como el mío. Comencé a leer más despacio, porque la historia tenía que ver directamente con mi situación existencial, y eso me conmovió profundamente.
Llegué a entender
Este era un hombre que había estado sometido por años a la rutina de la casa de Dios; me podía identificar con él. Pero, en este caso, la rutina se interrumpió porque se echaron suertes y a él le tocó quemar el incienso junto al altar. Yo también había sido llamado para cumplir deberes especiales. La historia me invadió…
Zacarías y su esposa habían orado porque deseaban tener un hijo; pero él no creía que eso pudiera suceder, por la edad de ella. Me gustó el escepticismo de este hombre. Súbitamente apareció el ángel Gabriel del lado derecho del altar y le declaró que sus peticiones habían sido concedidas: Elisabet daría a luz a un hijo maravilloso, y debían llamarlo Juan (que significa Dios es lleno de gracia).
“¿En qué conoceré esto? Porque yo soy viejo, y mi mujer es de edad avanzada -fue su réplica-. Respondiendo el ángel, le dijo: Yo soy Gabriel, que estoy delante de Dios; y he sido enviado a hablarte, y darte estas buenas nuevas. Y ahora quedarás mudo, y no podrás hablar, hasta el día en que esto se haga, por cuanto no creíste mis palabras, las cuales se cumplirán a su tiempo” (Luc. 1:12, 13, 18-20).
Estas palabras me golpearon con la fuerza de una percusión. ¡Sentí en lo profundo de mi alma que Dios me estaba hablando! Este zapato calzaba mi pie a la perfección. Comprendí que mi parálisis, en lo que a la predicación se refiere, “mi mudez”, respondía a la misma causa que la de Zacarías; a saber, no querer aceptar la autoridad de la Palabra de Dios por sus propios méritos, y la insistencia en que lo que Dios afirmaba se debía verificar empíricamente antes de aceptarlo.
También comprendí que mi renuencia a seguir predicando respecto de la gracia porque es un tema controvertido era un pecado liso y llano, y que el Espíritu no iba a respaldar ninguna transigencia con el tema de la gracia. Tenía que “darle a mi hijo el nombre de Juan”, es decir, Dios es lleno de gracia, y tenía que criarlo para el Señor.
Aunque esto fue una firme reprensión para mí, no era una condenación, porque estaba llena de esperanza. Juan nacería y la Palabra volvería a mis labios. Mi conflicto espiritual con el tema de la gracia no sería eterno, tampoco.
Ese encuentro fue crucial para mí; aunque no pretendo haber salido del pastizal todavía. Estoy visitando a un profesional que me está ayudando a poner de nuevo cada cosa en su lugar. Pero varias piezas importantes del rompecabezas ya están en su sitio.
Algo importante: sé que Dios no me ha rechazado porque me habló con amor, aunque me haya presentado el lado áspero de la ecuación. Además, no hay duda de que he vuelto a descubrir la Biblia como un lugar donde encontrar al Señor. Él está allí y no guarda silencio. ¡Gracias a Dios, mi actitud de expectativa cuando abro la Biblia ha vuelto a mí! Estoy predicando la Palabra de nuevo, pero esta vez con algo más que un toque de humildad.
Después de que Jesús predicara su duro sermón acerca de que era necesario comer su carne y beber su sangre, muchos se fueron y no lo siguieron más. Por eso él interpeló a sus discípulos, con una suave nota de inseguridad en la voz: “¿Queréis vosotros iros también?”
Simón Pedro le contestó: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna. Creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios”
Sí, por supuesto, ¿adónde más podría ir a fin de seguir teniendo vida?
Sobre el autor: (es seudónimo)