Hay quienes consideran que el trabajo es más una maldición que una bendición de Dios. ¡Qué equivocación! En los días del Antiguo Testamento, el trabajo era sumamente honrado como parte integral de la vida y fuente de satisfacción. La caída del hombre alteró las condiciones del trabajo, sin disminuir su valor.

Después de la entrada del pecado, el Señor le dijo a Adán: “Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol del que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida” (Gén. 3:17). Pero esa declaración no enseña que el trabajo, como tal, está bajo maldición o que sea el resultado de una maldición. Su correcto significado es que, a partir de ese momento, la supervivencia sería más difícil. Por otra parte, el trabajo se introdujo en este mundo antes de la entrada del pecado: “Tomó, pues, Jehová Dios al hombre, y lo puso en el huerto de Edén, para que lo labrara y lo guardase” (Gén. 2:15). En el Nuevo Testamento el trabajo se sigue considerando como una forma normal de vida para todos. No se anula ninguno de los conceptos enunciados en el Antiguo Testamento; por el contrario, se los enfatiza.

El trabajo es una bendición divina. Si eso es una verdad que se aplica a otras actividades, ¿qué podemos decir de la obra pastoral? Pero hay pastores que se declaran enfermos y estresados como consecuencia de las actividades que desarrollan. Ciertamente, el problema no reside en el trabajo en sí, sino en la forma de llevarlo a cabo.

Richard A. Swenson, en su libro Cómo convivir con las presiones, narra la historia de un comerciante que se llamaba Pakhom, que se dedicaba a la compraventa de terrenos. Trataba de comprar cada vez mayores extensiones de tierra. Un día, viajó a un país distante para llevar a cabo un gran negocio. Allí encontró a un anciano que le habló acerca de la posibilidad de adquirir toda la tierra que quisiera por mil rublos; es decir, el terreno que alcanzara a circundar en un día sería suyo. Pero debía estar de vuelta en el punto de partida a la puesta del sol. Si no lo hacía, perdería todo.

Pakhom, después de reunir el dinero convenido, inició su caminata por valles y montes bajo un sol abrasador, haciendo huecos de tanto en tanto para marcar los límites de las tierras ganadas. Trataba de abarcar tanto como le fuera posible. A la puesta del sol estaba de regreso en el lugar señalado. Pero cuando su siervo salió a recibirlo, estaba exhausto y cayó muerto. El deseo de avanzar y hacer cosas no es malo. El peligro se manifiesta cuando excedemos nuestros límites en el intento de lograrlo.

Aun si tiene que hacer algunas tareas homéricas, el pastor siempre debe recordar que es humano, que tiene límites. Conseguirá hacer las cosas de manera saludable y con éxito si aprende a planificar su tiempo y a trabajar respetando las prioridades establecidas en el contexto de su misión. Esa lista de prioridades debe tener en la cima tres cosas: Dios, el crecimiento espiritual y la familia.