La doctrina del infierno es bíblica. Pero, ¿a qué clase de infierno se refiere? ¿Un lugar donde los pecadores impenitentes se queman para siempre, y conscientemente sufren dolor en medio de un fuego eterno que nunca termina? ¿O es la ejecución de una sentencia mediante la cual Dios destruye para siempre el pecado y los pecadores?

Tradicionalmente, a través de los siglos, las iglesias cristianas han enseñado, y los predicadores han proclamado, el infierno como un tormento eterno. Pero en los últimos tiempos rara vez oímos sermones acerca del “fuego y el azufre”, inclusive por parte de predicadores fundamentalistas que todavía pueden estar comprometidos con esa doctrina. Su renuencia a predicar sobre el tormento eterno probablemente no se deba a que no les guste proclamar una creencia impopular, sino porque les resulta difícil predicar una doctrina que les cuesta creer. Después de todo, ¿cómo es posible que el Dios que amó de tal manera al mundo que envió a su Hijo unigénito para salvar a los pecadores pueda, al mismo tiempo, ser un Dios que tortura a la gente para siempre, indefinidamente (aunque se trate del peor de los pecadores)? ¿Cómo puede el Señor ser un Dios de amor y justicia, y al mismo tiempo atormentar a los pecadores en el fuego del infierno?

Esta paradoja inaceptable ha inducido a los estudiosos de todas las denominaciones a reexaminar la enseñanza bíblica acerca del infierno y el castigo final.[1]

La pregunta básica es: el fuego del infierno, ¿tortura eternamente a los perdidos, o los consume de forma permanente? Las respuestas a esta pregunta pueden variar. Dos interpretaciones recientes, que tratan de darle al infierno un carácter más humano, merecen una breve mención.[2]

Opiniones alternativas

La interpretación metafórica del infierno. La interpretación metafórica sostiene que el infierno constituye un tormento eterno, pero que el sufrimiento es más mental que físico. El fuego no es literal sino simbólico, y el dolor lo causa más la separación de Dios que el sufrimiento físico.

Billy Graham presenta esta interpretación metafórica cuando afirma: “Me he preguntado muchas veces si el infierno no es un fuego que arde dentro de nuestros corazones cuando anhelamos a Dios, cuando queremos estar en comunión con él, un fuego que nunca podemos apagar”.[3] La interpretación de Billy Graham es ingeniosa. Lamentablemente pasa por alto el hecho de que la descripción bíblica de “quemar” no se refiere a que sea el corazón el que arde, sino a un lugar donde los impíos serán consumidos.

William Crockett también favorece la interpretación metafórica: “El infierno, entonces, no debe ser concebido como un antro que vomita fuego como el horno ardiente de Nabucodonosor. Lo más que podemos decir es que los rebeldes serán expulsados de la presencia de Dios, sin ninguna esperanza de restauración. Serán expulsados como Adán y Eva (del Edén); pero esta vez para una noche eterna, donde la alegría y la esperanza se perderán para siempre”.[4]

El problema con esta interpretación del infierno es que quiere sustituir tormento físico por angustia mental. Algunos inclusive podrían albergar dudas acerca de si la angustia mental eterna es más humana que el tormento físico. Aun si fuera verdad, la disminución del grado de dolor en un infierno literal no cambiaría sustancialmente su naturaleza, pues seguiría siendo un lugar de tormentos sin fin. La solución se encuentra, no en humanizar o sanear la interpretación tradicional del infierno, de modo que los impíos pasen la eternidad en un lugar más tolerable, sino en comprender la verdadera naturaleza del castigo final que, como veremos, es una destrucción permanente y no un tormento eterno.

La interpretación universalista del infierno. Los universalistas han intentado una revisión más radical del infierno, ya que lo reducen a etapas de castigos graduados, que finalmente conducen al Cielo. Los universalistas creen que finalmente Dios tendrá éxito en su intento de salvar y llevar a la vida eterna a todos los seres humanos, de modo que nadie será condenado en el juicio final: ni al tormento eterno ni a la destrucción definitiva.

Nadie puede negar la atracción que ejerce el universalismo sobre la conciencia cristiana, porque todo aquél que sintió el amor de Dios anhela verlo salvar a todos. Pero nuestro aprecio por el interés de los universalistas en defender el triunfo del amor de Dios y refutar la interpretación no bíblica del sufrimiento eterno no nos debe impedir que percibamos el hecho de que esa doctrina es una grave distorsión de la enseñanza bíblica. La salvación universal no puede ser correcta sólo porque la doctrina del tormento eterno está equivocada. El propósito universal del plan de salvación de Dios no se debe confundir con el hecho de que los que rechazan la dádiva de su salvación tienen que perecer.

Aunque las interpretaciones metafóricas y universalistas sean intentos bienintencionados para ablandar el concepto del sufrimiento eterno, dejan de reconocer la información bíblica, y consiguientemente distorsionan la doctrina relativa al castigo final de los que no se salvarán. La solución razonable de los problemas que plantean las interpretaciones tradicionales se encuentra no en la disminución o la eliminación del sufrimiento implícito en el infierno literal, sino en aceptarlo tal como es, o sea, el castigo final y la destrucción de los impíos. Como dice la Biblia: “No existirá el malo” (Sal. 37:10), porque “el fin de los cuales será perdición” (Fil. 3:19). “Y acabarán por ser destruidos” (DHH).

La creencia relativa a la destrucción de los perdidos se basa en cuatro consideraciones bíblicas:

1. La muerte como castigo del pecado.

2. El vocabulario relativo a la destrucción de los impíos.

3. Las implicaciones morales del tormento eterno.

4. Las implicaciones cosmológicas del tormento eterno.

La muerte como castigo

La destrucción final de los pecadores se desprende, en primer lugar, del principio bíblico fundamental de que el castigo final del pecado es la muerte: “El alma que pecare, ésa morirá” (Eze. 18:4, 20). “La paga del pecado es muerte” (Rom. 6:23). El castigo del pecado abarca no sólo la primera muerte, por la cual todos pasamos como consecuencia del pecado de Adán, sino también lo que la Biblia llama la segunda muerte (Apoc. 20:14; 21:8), que es la muerte final e irreversible que sufrirán los pecadores impenitentes. Eso significa que el salario final del pecado no es el tormento eterno sino la muerte permanente.

La Biblia enseña que la muerte es la cesación de la vida. Si no fuera por la seguridad de la resurrección (1 Cor. 15:18), la muerte que sufrimos sería el fin de nuestra existencia. La resurrección interviene para que la muerte no sea al fin de la vida sino un sueño temporal. Pero en el caso de la segunda muerte ya no hay resurrección, porque los que la sufran serán consumidos en el “lago de fuego” (Apoc. 20:14). Ésta será la destrucción final.

El vocabulario de la Biblia

La segunda razón determinante para que creamos en la destrucción de los perdidos en el juicio final es el rico vocabulario que usa la Biblia para describir el fin de los impíos. Según Basil Atkinson, el Antiguo Testamento emplea más de 25 sustantivos y verbos para describir la destrucción final de los impíos.[5]

Varios salmos se refieren a ese acontecimiento usando imágenes dramáticas (Sal. 1:3-6; 2:9-12; 11:1-7; 34:8-22; 58:6-10; 69:22-28; 145:17, 20). En el Salmo 37, por ejemplo, leemos que los impíos pronto “como la hierba verde se secarán” (vers. 2); “serán destruidos… y… no existirá el malo” (vers. 9, 10); “los impíos perecerán… serán consumidos; se disiparán como el humo” (vers. 20); “mas los transgresores serán todos a una destruidos” (vers. 38).

El salmo 1 contrasta el camino de los justos con el de los impíos. De estos últimos dice que “no se levantarán… en el juicio” (vers. 5), sino que serán “como el tamo que arrebata el viento” (como la paja que se lleva el viento; vers. 4); “la senda de los malos perecerá” (vers. 6). En el salmo 145 David afirma: “Jehová guarda a todos los que le aman, mas destruirá a todos los impíos” (vers. 20). Estas pocas referencias relativas a la destrucción final de los impíos está en perfecta armonía con las enseñanzas del resto de las Escrituras.[6]

Los profetas anuncian con frecuencia la destrucción final de los impíos con respecto al día escatológico del Señor. Isaías proclama que “los rebeldes y pecadores a una serán quebrantados, y los que dejan a Jehová serán consumidos” (Isa. 1:28). Descripciones parecidas se encuentran en Sofonías 1:15 y 17, y en Oseas 13:3.

La última página del Antiguo Testamento ofrece un contraste impresionante entre el destino de los creyentes y el de los incrédulos.

Sobre los que temen al Señor “nacerá el sol de justicia, y en sus alas traerá salvación” (Mal. 4:2). Pero para los incrédulos el día del Señor “los abrasará… y no les dejará ni raíz ni rama” (Mal. 4:1).

El Nuevo Testamento sigue de cerca al Antiguo Testamento. Describe el fin de los impíos con palabras e imágenes que denotan una destrucción total. Jesús comparó la absoluta aniquilación de los impíos con los manojos que se atan para quemarlos (Mat. 13:30, 40), o los peces malos que se arrojan fuera (Mat. 13:48), las plantas dañinas que serán arrancadas (Mat. 15:13), el árbol sin fruto que será cortado (Luc. 13:7), los pámpanos resecos que se arrojan al fuego (Juan 15:6), los labradores infieles que serán destruidos (Luc. 20:16), los antediluvianos que también fueron destruidos por el diluvio (Luc. 17:27), la gente de Sodoma y Gomorra que fue consumida por el fuego (Luc. 17:29) y los siervos rebeldes que fueron decapitados cuando su Señor regresó (Luc. 19:27).

Todas estas ilustraciones describen gráficamente la destrucción final de los impíos. El contraste entre el destino de los salvados y el de los perdidos es de vida versus destrucción.

Los que recurren a las referencias de Cristo al infierno o al fuego del infierno (gehenna, Mat. 5:22, 29, 30; 18:8, 9; 23:15, 33; Mat. 9:43, 44, 46-48), para apoyar la doctrina del infierno eterno, no reconocen un punto importante. Como lo señala John Stott, “el fuego mismo recibe la calificación de eterno a inextinguible, pero sería muy extraño que lo que se arroja a él resultara ser indestructible. Esperaríamos lo opuesto, es decir, que sería consumido para siempre. A esto sigue que el humo (evidencia de que el fuego llevó a cabo su obra) ‘sube por los siglos de los siglos’ (Apoc. 14:11; 20:10)”.[7]

Las referencias de Cristo a la gehenna no quieren decir que el infierno sea un lugar de tormento sin fin. Lo que es eterno e inextinguible no es el castigo sino el fuego que, como en el caso de Sodoma y Gomorra, produce la destrucción completa y permanente de los impíos, es decir, una condición que dura para siempre.

La declaración de Cristo de que los impíos “irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna” (Mat. 25:46) generalmente se considera como prueba del sufrimiento eterno y consciente de los impíos. Esa interpretación ignora la diferencia que existe entre el castigo eterno y el acto de castigar eternamente. La palabra griega aiónios (eterno) significa literalmente: “que dura cierto tiempo”, y con frecuencia se refiere al carácter permanente de los resultados y no a la continuación. del proceso. Por ejemplo, Judas 7 dice que Sodoma y Gomorra sufrieron “el castigo del fuego eterno”. Y es evidente que el fuego que destruyó esas dos ciudades era eterno, no por causa de su duración, sino por el hecho de que los resultados de su acción han sido permanentes.

Otro ejemplo se encuentra en 2 de Tesalonicenses 1:9, donde Pablo, al referirse a los que rechazan el evangelio, dice lo siguiente: “Los cuales sufrirán pena de eterna perdición [destrucción eterna, DHH], excluidos de la presencia del Señor y de la gloria de su poder”. Es evidente que la destrucción de los impíos no puede durar para siempre, porque un proceso de destrucción no puede ser ni eterno ni inconcluso. Una destrucción presupone un aniquilamiento. La destrucción de los impíos es eterna, no porque el proceso de destrucción prosiga para siempre, sino porque los resultados son permanentes.

El vocabulario referente a la destrucción es clarísimo en el Apocalipsis. En él representa la forma como Dios vence la oposición del mal hacia a sí mismo y hacia su pueblo. Juan describe con imágenes muy vividas el lanzamiento del diablo, la bestia, el falso profeta, la muerte y todos los impíos en el lago de fuego que es “la muerte segunda” (Apoc. 21:8; 20:14; 2:11; 20:6).

Los judíos usaban con frecuencia la expresión “segunda muerte” para referirse a la muerte final e irreversible. En el Targum (la traducción del Antiguo Testamento al arameo, con su correspondiente interpretación) se pueden encontrar numerosos ejemplos de esto. En el targum referido a Isaías 65:6 se dice que “su castigo será en la gehenna donde el fuego arde todo el día. Pero he aquí que está escrito delante de mí: ‘No les daré descanso durante (su) vida, sino que les daré el castigo de su transgresión y entregaré sus cuerpos a la segunda muerte’ ”.[8]

Para los salvados, la resurrección significa recibir el galardón de otra vida superior; pero para los perdidos implica la retribución de una segunda muerte, que es definitiva. Como ya no hay más muerte para los redimidos (Apoc. 21:4), del mismo modo no hay más vida para los perdidos (Apoc. 21:8). La “segunda muerte” es, entonces, una muerte definitiva e irreversible. Interpretar la frase de otra manera, como tormento eterno y consciente, o separación de Dios, niega el significado bíblico de la muerte como cesación de vida.

Implicaciones morales

Una tercera razón para creer en la destrucción final de los perdidos es el aspecto moral inaceptable que se halla implícito en la doctrina del tormento eterno. La idea de que Dios deliberadamente tortura a los pecadores por los siglos sin fin de la eternidad es totalmente incompatible con la revelación bíblica de Dios como amor infinito. Un Dios que inflige torturas interminables a sus criaturas, no importa cuán pecadores hayan sido, no puede ser el Padre de amor que nuestro Señor Jesucristo nos reveló.

¿Tiene Dios, acaso, dos caras? ¿Es infinitamente misericordioso por un lado e insaciablemente cruel por el otro? ¿Puede amar de tal manera a los pecadores que envió a su Hijo para salvarlos, y al mismo tiempo odiarlos de tal manera que los somete a un tormento cruel e interminable? ¿Podemos alabar legítimamente a Dios por su bondad si atormenta a los pecadores por la eternidad? La intuición moral que Dios puso en nuestras conciencias no puede aceptar la crueldad de una divinidad que somete a los pecadores a un tormento sin fin. La justicia divina jamás podría exigir el castigo interminable de un sufrimiento eterno por causa de pecados finitos.

Además de esto, el tormento eterno y consciente contradice el concepto bíblico de justicia, porque dicho castigo implicaría una desproporción enorme entre los pecados cometidos en el curso de una vida, y el castigo resultante que se prolongaría por toda la eternidad. Por eso, John Stott pregunta: “¿No habría, entonces, una enorme desproporción entre los pecados cometidos conscientemente en el curso del tiempo, y el tormento sufrido conscientemente por toda la eternidad? No disminuyo en nada la gravedad del pecado como rebelión contra Dios nuestro Creador, pero cuestiono el hecho de que el ‘tormento eterno’ consciente concuerde con la revelación bíblica acerca de la justicia divina”.[9]

Implicaciones cosmológicas

Una razón final para creer en la destrucción de los perdidos es que la doctrina del tormento eterno presupone un dualismo cósmico eterno. El cielo y el infierno, la felicidad y el dolor, el bien y el mal seguirían existiendo para siempre lado a lado. Es imposible reconciliar esta opinión con la visión profética de la Nueva Tierra, en la cual “ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apoc. 21:4). ¿Cómo se podría olvidar el llanto y el dolor si la agonía y la angustia de los perdidos fueran características permanentes del nuevo orden?

La presencia de incontables millones que sufren para siempre un tormento indescriptible, aunque eso ocurriere muy lejos del campamento de los santos, sólo serviría para destruir la paz y la felicidad del nuevo mundo. La nueva creación sería defectuosa desde el primer día, puesto que los pecadores permanecerían como una realidad eterna en el Universo de Dios.

El propósito del plan de salvación consiste en desarraigar definitivamente la presencia del pecado y los pecadores de este mundo. Sólo si los pecadores, Satanás y sus demonios son consumidos al fin en el lago de fuego y extinguidos en la segunda muerte, podemos decir que la misión redentora de Cristo está terminada. El tormento eterno lanzaría una sombra permanente sobre la nueva creación.

Nuestra generación necesita desesperadamente aprender a temer a Dios, y ésta es una de las razones que tenemos para predicar el juicio final y el castigo. Precisamente hay que advertir a la gente que los que rechazan los principios de vida de Cristo y la provisión de la salvación, experimentarán al final un juicio terrible y “sufrirán pena de eterna perdición” (2 Tes. 1:9). Necesitamos proclamar las grandes alternativas: vida eterna o destrucción permanente. La recuperación del punto de vista bíblico del juicio final puede soltar la lengua de los predicadores porque pueden predicar esa doctrina vital sin temor de presentar a Dios como si fuera un monstruo.

Sobre el autor: Samuele Bacchiocchi Doctor en Filosofía, profesor de Teología en la Universidad Andrews, Estados Unidos.


Referencias:

[1] Para examinar la reciente investigación acerca de la naturaleza del infierno, ver Samuele Bacchiocchi “Immortality or Resurrection? A Biblical Study in Human Nature and Destiny” [¿Inmortalidad o resurrección? Un estudio bíblico acerca de la naturaleza humana y su destino] Perspectivas Bíblicas (Berrien Springs, Michigan, 1997), págs. 193-248.

[2] William V. Crockett, Four Views of Hell [Cuatro conceptos acerca del infierno] (Grand Rapids, Michigan: Zondervan, 1992), págs 43-81.

[3] Billy Graham, Decisión [Decisión], N° 25, de julio-agosto de 1984, pág. 2. En otro lugar Billy Graham pregunta: “¿No podría ser que el fuego acerca del cual habló Jesús sea una eterna búsqueda de Dios, que nunca logra satisfacción? Eso, en efecto, sería el infierno. Estar separado de Dios para siempre; separado de su presencia”. Véase The Challenge: Sermones dados en el Madison Square Garden [El desafío: sermones dados en el Madison Square Garden] (Garden City, Nueva York: Doubleday, 1969), pág. 75.

[4] William Crocket, Ibíd, pág. 61.

[5] Basil F. C. Anderson, Life and Inmortality: Examination of the Nature and Meaning of Life and Death as they are Revealed in Scriptures [Vida e inmortalidad: un examen de la naturaleza y el significado de la vida y la muerte tal como lo revelan las Escrituras] (Taunton, Inglaterra: E. Goodman, s/f), págs. 85, 86.

[6] Ibíd.

[7] John Stott y David Edwards, A Liberal-Evangelical Dialogue [Un diálogo evangélico liberal] (Londres: Hodder y Stoughton, 1988), pág. 123.

[8] M. McNamara, The New Testament and the Palestinian Targum to Pentateuch [El Nuevo Testamento y el Targum palestinense referido al Pentateuco] (Nueva York: Instituto Bíblico Pontificio, 1978), pág. 123.

[9] John Stott y David Edwards, Ibíd., pág. 319.