Las palabras que sirven de título a este artículo no son nombres atribuidos a dioses adorados por antiguas civilizaciones; son términos hebreos que describen una situación amorfa y caótica. Los empleó Moisés cuando, en un esfuerzo de síntesis, describió las condiciones que prevalecían en el mundo antes de la creación: “Y la tierra estaba desordenada y vacía” (Gén. 1:2).
Podemos, pues, emplear los términos tohu y wahou para definir una cosa confusa y sin contenido, “desordenada y vacía”.
¡Cuántas veces hemos escuchado un sermón carente de lógica, sin unidad y sin un propósito definido! La congregación, después de tal predicación, sale con un cúmulo de observaciones imprecisas, de vagas aseveraciones, de ideas incordiadas, y sus impresiones podrían resumirse con estas palabras: un sermón desordenado y vacío.
En un artículo publicado no hace mucho en el Servicio de Información Religiosa, el pastor William H. Gentz, director de la Casa Editora de Augsburgo, Minncapolis, manifiesta su inquietud ante una sintomática declinación de la predicación, tan evidente entre los predicadores contemporáneos.
Inspirado por el anhelo de publicar una colección de sermones en forma de libro, el pastor Gentz envió más de cien cartas a los predicadores más destacados, según la indicación de la Iglesia Luterana Norteamericana, solicitándoles una colaboración para el libro citado. Apenas 22 predicadores contestaron el pedido del pastor Gentz, enviándole los originales de algunos sermones para que los incluyera en la colección que tenía en preparación.
Después de leer cuidadosamente cada sermón, el pastor Gentz los devolvió sugiriendo cambios y enmiendas. Diez predicadores devolvieron los sermones después de revisarlos, modificarlos y pulirlos, de acuerdo con las indicaciones dadas.
“Pensábamos que esos sermones serían los mejores del país —dijo el pastor Gentz—, y sin embargo todos fueron rechazados…
“Algunos —añadía el editor— realizaron un excelente trabajo de redacción, y sin embargo tenían un contenido pobre. Otros tenían un buen contenido, pero eran áridos”.
Unos eran deficientes por ser amorfos, y otros no servían por tener un contenido pobre.
El pastor Gentz, con su indiscutida autoridad, hablando de la decadencia del púlpito, afirmó que los ministros ya no dedican el tiempo necesario para la preparación de sus sermones.
Cuando el audaz navegante Cristóbal Colón, al servicio de los reyes de España, inició su histórico viaje, no sabía adonde se dirigía; cuando descubrió un nuevo mundo, no sabía dónde estaba; cuando regresó a España no supo explicar dónde había estado.
Algunos predicadores se parecen al intrépido navegante genovés. Predican sin realizar la preparación necesaria, confiando en su habilidad para improvisar, y por eso jamás saben adonde van a llegar. Entran temerariamente en un laberinto de palabras, y después buscan desesperadamente una puerta para salir. Pertenece a este grupo de predicadores aquel descuidado y negligente ministro que, después de haber predicado, dirigiéndose a un diácono, le dijo:
—Cuando comencé el sermón no sabía acerca de qué debía hablar.
El diácono, aprovechando la ocasión, replicó con franqueza:
—Y ahora nosotros no sabemos acerca de qué nos habló usted.
Evidentemente fue un sermón desordenado y vacío. Ese pobre sermón improvisado se redujo a un palabrerío sin sentido, a repeticiones viciosas y a ideas sin orden y sin nexo.
Cuando Carlos Lindbergh inició su vuelo heroico a París, extraordinaria hazaña de la aviación, sabía hacia dónde se dirigía; cuando llegó a la capital francesa, sabía dónde estaba; cuando retornó a su país, sabía dónde había estado. Esto mismo debe ocurrir con los predicadores.
El ministro debe presentarse en el púlpito teniendo un propósito definido, siguiendo un rumbo específico, guiado por un derrotero seguro, preparado con anticipación. Esto presupone un estudio disciplinado, horas de meditación y reflexión.
Los sermones que agitan el corazón de los que escuchan el mensaje no se improvisan. Por el contrario, son el producto de horas de intenso estudio y perseverante ejercicio y oración.
Raymond Calkins, en su libro El Romance del Ministerio, dice que “la mente del predicador es como los bolsillos de un muchacho, ‘atestados de tesoros de los cuales sus mayores no son dignos: piolines, bolitas, trompos, conchas raras, piedrecitas de colores, algunas monedas viejas sin valor aparente, tesoros estrictamente personales suyos, un caos del cuál con alegría, él, el muchacho, sabe que solamente él es capaz de convertir en un cosmos’. Así el predicador, con retazos y fragmentos recogidos durante un período considerable de tiempo, al fin compone sus sermones que pueden haber tomado meses y aun años para madurar” (págs. 140, 141).
Efectivamente, los pensamientos y las ideas que se almacenan en la mente del predicador, se presentan casi siempre tan desordenados como los numerosos y extraños objetos que encontramos comúnmente en los bolsillos de un muchacho. Y si los ofrecemos en un sermón, sin clasificarlos y ordenarlos previamente, predicaremos con inseguridad, sin lógica y sin claridad. Predicaremos un sermón desordenado y vacío.
Un ministro, dice la Sra. de While, “no debe divagar por toda la Biblia, sino dar un discurso claro, organizado, que muestre que él comprende los puntos que desea presentar” (Evangelismo, pág. 137).
El Señor rechaza la obra del predicador negligente que, en el púlpito, expone la palabra de Dios a burlas y humillaciones que son innecesarias.