Mientras escribo este editorial, en las montañas del Perú hay un joven brasileño desaparecido desde hace algunos días. Demostrando optimismo, aunque indudablemente afligidos, los padres realizan todo el esfuerzo posible para encontrarlo, con un desenlace que, en este momento, puede ser pintado según la voluntad de nuestra imaginación. Estos padres no son los primeros ni los únicos en vivir la angustiante expectativa que implica la búsqueda de un hijo perdido. Infelizmente, sabemos que noticias de esta índole son frecuentes, y las causas pueden ser atribuidas tanto a las aventuras peligrosas, en busca de lo desconocido, como a la violencia (un secuestro, por ejemplo). ¡Cuán indescriptiblemente intensa debe ser la alegría del encuentro con el perdido! Del mismo modo, ¡cuán indescriptible debe ser la tristeza de no poder rescatarlo, o de encontrarlo sin vida!
Ante esto, podemos preguntarnos: ¿Cómo actuaríamos nosotros si estuviéramos pasando por una situación semejante? ¿Cuál sería nuestra prioridad si nos enteráramos de que nuestro hijo está perdido? ¿Con cuánta intensidad y dedicación oraríamos y lo buscaríamos? Es en este punto cuando nos encontramos una vez más con el infinito interés de Dios por salvar a una persona. Aquí tenemos una pálida idea del intenso “gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente” (Luc. 15:7), y del angustiante lamento de Jesús sobre Jerusalén (Luc. 13:34). ¿Hemos alimentado nosotros el mismo sentimiento en relación con los que se encuentran perdidos, lejos de Dios? Como lo resumió un predicador: “Si un hombre puede estar perdido o salvo por toda la eternidad (y puede), entonces, la cosa más importante del mundo es traerlo a Jesucristo”.
Por lo tanto, la evangelización no es solo un programa opcional de la iglesia, sino un estilo de vida que se expresa en acción redentora. Es la pasión que llevó a Pablo a decir: “¡Ay de mí si no anunciare el evangelio!” (1 Cor. 9:16), y llevó a David Brainerd a toser sangre de sus pulmones tuberculosos cuando, sobre la nieve, oraba por la conversión de una tribu indígena. La evangelización es la pasión que le costó a Dios su propio Hijo, y le costó al Hijo heridas profundas, escarnio, sudor, sangre y muerte humillante, a fin de ver, en cada decisión de aceptarlo como Salvador, “el fruto de la aflicción de su alma”, y quedar satisfecho (Isa. 53:11).
Cuando aún estaba estudiando en el seminario, escuché a un notable evangelista definir la evangelización como un “asalto al infierno” para rescatar personas raptadas por el enemigo y destinadas por él a la perdición. En ese “asalto”, podemos esperar todas las reacciones, y obstáculos externos e internos engendrados por el enemigo. Sin embargo, trabajando unidos, en oración y bajo el poder del Espíritu Santo, testificaremos de las maravillas obradas por Dios, y seremos participantes del glorioso desenlace.
Sobre el autor: director de Ministerio, edición de la CPB.