Porque no he rehuido de anunciaros todo el consejo de Dios,” fueron las palabras que el apóstol Pablo dirigió a los ancianos de la iglesia de Éfeso junto a las orillas del mar. En esta histórica reunión se congregaron por última vez varios dirigentes de la causa de Dios. Mientras el apóstol pensaba en lo que había de decir a esos hombres (pie en el cercano futuro iban a afrontar dificultades en la iglesia, debe haber buscado fervorosamente algo que los animara y los instruyera con respecto al futuro. Buscó en su experiencia de ministro y dirigente algún consejo que les sirviera de ayuda. Podría haber mencionado sus largos años dedicados al ministerio y haberlos exhortado a seguir su ejemplo. Podría haber citado su valentía frente al peligro como obrero evangélico. Podría haber mencionado su ejemplo al compartir su dinero particular con sus colaboradores en la causa de Dios.
Dejó todas esas cosas a un lado y habló a sus hermanos de la mayor satisfacción que tenía al haber sido fiel en revelarles “todo el consejo de Dios.” La fidelidad al impartir a los creyentes el plan de Dios, la instrucción de la Palabra, la exhortación de las Santas Escrituras era la mayor alegría y satisfacción del apóstol. Enseñar la Palabra de Dios, aconsejar, mantenerse en favor de lo recto y de los principios de la verdad, defender la fe contra los ataques insidiosos de los profesos creyentes y de aquellos que se encontraban fuera del redil, manifestar a los gentiles cómo un hombre de su época podía llegar a ser cristiano, éstas eran las cualidades del ministro que el apóstol mantiene en alto como una antorcha flameante ante la vista de los obreros de todos los tiempos, por precepto y ejemplo.
El apóstol le escribió a su hijo en la fe. Timoteo, y lo exhortó a examinar su propio ministerio, evidentemente a intervalos frecuentes para ver si al fin podía ser un obrero aprobado. Indudablemente el apóstol Pablo examinaba su ministerio muchas veces para ver si sus actividades estaban orientadas de acuerdo con principios rectos. Sus escritos nos dan evidencia de su constante autoexamen. Nosotros, como ministros y obreros en esta época de la historia de la iglesia, haríamos bien en examinar nuestro ministerio frecuentemente, para ver si nos estamos dejando guiar por principios que serán una satisfacción para nosotros al fin, y que serán aprobados por el divino Juez al final de nuestra carrera.
Tememos que algunos obreros cristianos bien intencionados estén actualmente empleando su tiempo, en gran medida, en cosas que no son esenciales, con descuido de las esenciales. Algunos ponen énfasis en la apariencia exterior, cuando deberíamos subrayar la experiencia del corazón. Otros pueden estar dedicando su tiempo a una cantidad de actividades, cuando debieran dedicarlo a la meditación y a la oración. Algunos pueden haber perdido el juicio y la sabiduría para poner “las primeras cosas en primer lugar.” El apóstol, en las palabras citadas al principio, nos lanza un gran desafío a todos nosotros, para que corrijamos nuestro ministerio y lo amoldemos de acuerdo con el gran principio de que es necesario declarar todo el consejo de Dios a la iglesia de hoy. Cada día de la vida de un obrero debiera ser un día de examen. Todos los obreros cristianos harían bien en “cerrar por balance” por unos pocos minutos cada día.
El apóstol revela algunos principios importantes de una carrera en el ministerio evangélico al espaciarse en el principio de dar a conocer todo el consejo de Dios, en este capítulo 20 de los Hechos. En el versículo 20 llama la atención de sus hermanos al hecho de que declarar todo el consejo de Dios se consigue sólo gracias a mucho trabajo. Declara que él les “mostró” y les “enseñó.” Recurrió a todos los principios pedagógicos que conocía al asumir la tremenda tarea de grabar las lecciones de la Palabra en los corazones de los creyentes El ilustraba las verdades. Apelaba a la lógica. Vinculaba las lecciones que deseaba enseñar a hechos y principios ya conocidos. Partía de lo conocido para revelar lo desconocido. Entonces fue “de casa en casa.” Trabajaba con la gente en forma individual.
¿Podemos imaginarnos al apóstol dirigiéndose a un lugar apartado de la ciudad, para buscar a un hermano o a una hermana desanimados y sentarse con ellos, mostrarles el camino, corregirlos, rogarles que confiaran en Dios, que creyeran en Jesús, y que, finalmente, se arrodillara con ellos en oración? Y después del adiós, podemos imaginarnos al apóstol recorriendo su camino de regreso hacia su humilde morada, preguntándose si tal vez había logrado mucho en esta visita. Entonces surgía en su alma el recuerdo del llamado en el camino de Damasco. Debe haber recordado en aquel momento que ésa era precisamente la forma en que trabajaba Jesús, y debe haber comprendido que el siervo no es mayor que su señor. E indudablemente debe haberse arrodillado en su humilde morada para agradecer a Dios que mediante su fiel trabajo estaba revelando “todo el consejo de Dios” a los creyentes y de este modo estaba contribuyendo al progreso del reino del Señor.
Este era el programa diario del apóstol durante los largos años de su ministerio. Al aproximarse ahora al fin de su carrera, y al contemplar retrospectivamente todos esos años, la fidelidad en la tarea de revelar por medio de duro trabajo y la gracia de Jesús todo el consejo de Dios, es la corona de su ministerio. Es la antorcha que le alumbra el camino que conduce al reino.
El poder y la fuerza personal del ejemplo resplandecen en toda su brillantez en el versículo 35 cuando el apóstol declara: “En todo os he enseñado que trabajando así…” Los ministros y los obreros cristianos de la actualidad harían bien en mantener presente el ejemplo del apóstol al declarar “todo el consejo de Dios.” Hay muchas doctrinas importantes que apenas predican los ministros de la actualidad. Quiero poner énfasis en la palabra “todo.” Nuestra predicación debiera abarcar un amplio campo de los temas fundamentales de nuestra esperanza. Todo pastor podría con provecho planear una serie de sermones para el año, que incluyera las verdades básicas de la iglesia cristiana.
El ministro debiera planear sus sermones de manera que alcanzaran a cada miembro con su mensaje. Los ministros avisados debieran buscar material con qué ilustrar los temas antiguos, para imitar de ese modo al apóstol que declaró que él “mostró” y “enseñó” a los creyentes. Nosotros, como ministros, debiéramos estar despiertos con respecto al tiempo en que estamos viviendo. El mundo dice que ésta es la era atómica. Para el ministro esta era debiera constituir un desafío y un impulso a la acción. No fallemos en la misión que tenemos de preparar a la gente para salir al encuentro de su Dios.
Delante de nosotros vienen tiempos de gran prueba. Pablo advirtió a los ancianos de Éfeso con respecto a los males que pronto les iban a sobrevenir. Si deseamos merecer el aprecio de una iglesia agradecida, debemos ser hombres lo suficientemente valientes para decirles a los creyentes los peligros que les esperan, y no con palabras inciertas. Los miembros indiferentes del rebaño del Señor, si no se los advierte cuidadosamente de los peligros inminentes, serán sorprendidos y no estarán listos cuando el Señor regrese. Nuestro deber resalta cuando pensamos que algunos de esos indiferentes pueden ser miembros de nuestra propia familia. ¡Oh, ministros de Dios, levantémonos para declarar “todo el consejo de Dios,” y para hacerlo de “casa en casa” “de noche y de día con lágrimas”!
Hay una forma particular en que el ministro puede dar a conocer el consejo de Dios. Debemos aconsejar e instruir a los individuos. Muchos miembros de la iglesia necesitan que se les dé consejo privadamente. Algunos acuden a nosotros, pero en la mayoría de los casos los ministros deben entrevistar a las personas. Bien puedo imaginarme que el ministerio de San Pablo incluía gran número de conversaciones privadas con hombres y mujeres en sus propios hogares. Declara que amonestaba de “noche y de día con lágrimas.” Ruego a los ministros adventistas que renueven su interés en la obra personal. Quiera Dios que todos prestemos un estudio más profundo a nuestras entrevistas personales. Al dar consejos en privado manifestemos aprecio por las buenas cualidades del que desea corrección. La adulación arruina el alma, mientras que el aprecio la anima y la edifica. Al tratar de mostrar a otros “el consejo de Dios,” seamos cuidadosos en el empleo de nuestras palabras. “La palabra áspera hace subir el furor.” “En toda circunstancia la reprensión debe ser hecha con amor.”
—“Lecciones Prácticas del Gran Maestro” pág. 308.
“Los que yerran no pueden ser restaurados de otra manera, sino por el espíritu de mansedumbre, amabilidad y tierno amor.” —“Joyas de los Testimonios” tomo 2, pág. 256.
El consejero de éxito siempre ora mucho antes de celebrar una entrevista. Busquemos al Señor para que nos conceda su sabiduría y su gracia. Alguien escribió con mucho acierto: “Los hombres que reprenden a otros debieran ser hombres de mucha oración, profundos estudiantes de la Biblia, cuidadosos observantes de las normas divinas, humildes en extremo, devotos, fervientes, hombres fieles que estén dispuestos más bien a morir que a dañar al prójimo.”
Al acercarnos al fin de todas las cosas, ¿no pondremos nuevo énfasis en la labor individual en favor de las almas? Debemos aprovechar toda oportunidad casual. Oremos fervientemente para que Dios nos abra las oportunidades para dar el “consejo de Dios” a los que lo necesitan. Estudiemos de nuevo nuestros métodos. Escudriñemos la Escritura para descubrir recursos y procedimiento tendientes a mostrar y enseñar el camino recto a cada persona individualmente. Imitemos al apóstol Pablo en este gran esfuerzo para declarar, por la gracia del Señor, “todo el consejo de Dios” a la iglesia. ¡Qué maravillosa experiencia será la nuestra como ministros adventistas al tener la misma confianza de los apóstoles al acercarnos al fin de nuestro ministerio en su nombre!